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Correspondencia Adorno y Benjamin

Correspondencia 1928-1940. Theodor W. Adorno Walter Benjamin

Doce años de correspondencia recogidas en 121 cartas entre dos pensadores infatigables: Theodor W. Adorno (que brilló no solo como filósofo sino también como sociólogo) y Walter Benjamin. Entremedias la ascensión de Hitler al poder en 1933, el comienzo y final de la guerra civil española, el estallido de la Primera Guerra Mundial.

Ambos serán escritores en el exilio. Adorno, primero en Inglaterra, en Oxford, y más tarde, en 1938, en los Estados Unidos, junto a su mujer Gretel. Benjamín en Francia, en París.
A pesar de que Benjamín era diez años mayor que Adorno, leyendo estas misivas tengo la impresión de que nos encontramos ante una relación alumno-profesor. Benjamin como alumno aventajado si se quiere, que alcanza casi, en lo intelectual, el mismo estatus del profesor.

En estas cartas íntimas se despliega un reconocimiento mutuo, tanto como una solidaridad hacia sus trabajos respectivos. Encontraremos también elementos que atañen a lo familiar, como la enfermedad de Gretel o del hijo de Walter, Stefan, aunque en la mayoría se detallan continuamente los proyectos literarios que ambos tienen entre manos, siempre afanados. Benjamin con su ensayo sobre Baudelaire o con la obra de los Pasajes, obra que quedará inconclusa cuando murió. Adorno emboscado en mil proyectos, sean ensayos sobre Alban Berg, Ravel, reseñas, conferencias, libros sobre Husserl, etc. Las cartas les permite abolir, en cierta manera, la distancia que media entre ellos, así como preparar los escasos y anhelados encuentros que tendrán lugar (es curioso como después de uno de estos provechosos encuentros, que tendrá lugar en París, el 4 de octubre de 1936, como leemos en la carta 57, pasarán a tratarse en sus misivas con el nombre de pila), y llegar en las misivas, a tal nivel de profundidad intelectual que algunas cartas se convierten en las réplicas y contrarréplicas en auténticos ensayos, como en el caso de la teoría estética de la mercancía. Cartas que le permiten a Benjamin una escritura fragmentaria que encareció en escritos como Reloj regulador y practicar también el aforismo: La filología es aquella inspección ocular de un texto que, avanzando detalle a detalle, fija al lector mágicamente.

Presentes también los comentarios a las lecturas que practican de otros escritores como Proust, e incluso contemporáneos, como le plantea Walter Benjamín a Adorno en una carta de febrero de 1940, la número 117, en la que Benjamin le pregunta (no obtendrá respuesta) si conoce a Faulkner ya qué quiere saber lo que piensa Adorno de su obra, dado que en ese momento Benjamin estaba leyendo Luz de agosto.

Hasta hoy nunca me envió su novela (Walter se refiere a la novela El hijo del hijo pródigo de Soma Morgenster), de la que escuché solo cosas malas de los buenos y cosas buenas de los malos. Las diferencias deben residir en capas más profundas que los de la mera irratibilidad entre escritores.

Benjamin cuenta con la amistad de Bretch, el apoyo de Valéry, con los requerimientos de Ernst Bloch, para que tome postura acerca de uno de sus libros. Adorno mantiene una estrecha relación con Siegfried Kracauer o Max Horkheimer, comenta a Benjamin sus lecturas de novelas como Huracán en Jamaica de Richard Hughes o Viento del Sur de Norman Douglas.

Entre ambos hay una diferencia notable que tiene que ver con la salud económica. Adorno vive desahogadamente. Benjamin, sin embargo, siempre anda en la cuerda floja, en la intemperie económica. Leyendo el espléndido ensayo de Vicente Valero sobre los años ibicencos de Walter Benjamin, nos pudimos hacer una idea del carácter austero de Benjamin, su poco apego a lo material, pero todo tiene un límite y Benjamin sin estar en posesión de una cátedra universitaria o un trabajo estable, debe conformarse con los ingresos que le deparan la reseñas que escribe, o los ensayos, tal que sacar adelante la publicación de su ensayo sobre Baudelaire le permitiría mirar su texto publicado con la indispensable distancia, al tiempo que le daría a su vez de comer, y sorprende la lectura de la parte más mollar de las misivas, cuando Adorno presente todo un arsenal de reparos, objeciones, recomendaciones, supresiones, incluso no dando luz verde a la publicación del ensayo por parte del Instituto de Frankfurt, en primera instancia, y en noviembre de 1938, le pide encarecidamente que renunciara a la publicación de la versión actual y que escribiera otra. Ahí vemos a un Benjamin humilde (que como le oí decir al filósofo Enrique Dussel, este Walter Benjamin es un hombre que abre constelaciones) que va encajando los golpes del exilio, la soledad, la precaria salud, las penurias económicas, su liberación del campo de internamiento de Nevers y regreso a París, todas las trabas administrativas para lograr la naturalización francesa o las dificultades para pagar el alquiler de una habitación cuando los precios se disparen y acabe encontrando temporalmente un techo en la habitación de una empleada doméstica de Else Herzberger, mientras dure la estancia de esta por los Estados Unidos.
Y mientras, Adorno le apoya en sus cartas, se solidariza con él y su situación, pero todo esto a Benjamin le sirve de magro consuelo y ayuda y su desesperación me parece pareja a la de Zweig y así en septiembre de 1940 incapaz de asimilar tanto infortunio, sin la esperanza de un porvenir, decide poner término a su vida, como deja por escrito en la carta 121, que leída es como un mazazo.

En una situación sin salida, no tengo otra opción que ponerle fin. Mi vida se va a terminar en un pequeño pueblo en los Pirineos donde nadie me conoce.

Le ruego le transmita a mi amigo Adorno que lo tengo en mis pensamientos y le explique la situación en la que me encuentro. No me queda tiempo suficiente para escribir todas las cartas que me hubiera gustado escribir.

Tras la muerte de Walter Benjamin, Adorno hizo todo lo posible por difundir la obra del finado.

Las misivas, editadas por Eterna Cadencia, con traducción de Laura S. Carugati y Martina Fernández Polcuch, se ven completadas con Cartas facsímiles, un epílogo a cargo de Beatriz Sarlo, y el Posfacio del editor a la edición alemana.

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Leica format (Dasa Drndić)

Dada Drndić
Leica format
Automática Editorial
Traducción de Juan Cristóbal Díaz
Prólogo de Miguel Roán
2021
411 páginas

Después de haber leído Trieste, es una buena noticia la publicación por Automática Editorial de Leica format, de la escritora Dasa Drndić (1946-2018), con traducción de Juan Cristóbal Díaz.

Al igual que en Trieste, en Leica format, publicado en su país en 2003, la autora sigue librando su particular batalla perdida contra la desmemoria inducida. Aquí a través de fragmentos heteróclitos, para narrar, por ejemplo, los horrores cometidos por los médicos alemanes en connivencia con los nazis, contra miles de personas convertidas en cobayas humanas durante la Segunda guerra mundial y también los aberrantes experimentos perpetrados en los periodos anteriores y posteriores (los Estados Unidos se llevan la palma), su paso por la ciudad de Rijeka (el otrora Fiume italiano) echando pestes (de las costumbres y otras cuestiones que tienen que ver con el lenguaje y modos de expresión) a lo Bernard de su Salzburgo; momentos irrepetibles e hilarantes como ese grupo de jóvenes con síndrome de down que comienzan a masturbarse en cascada en un vaporetto que surca las aguas de Venecia; la idea abortada de llevar a su madre a enterrar a Croacia, porque allá les han birlado la tumba, es más, administrativamente, no existen, quizás por eso, sobre estas páginas se cierne el velo transparente de Italo Calvino y Las ciudades invisibles, el hálito ponzoñoso de la sífilis, explicado al detalle, o el seguimiento o reconstrucción de los pasos dados por Ludwig Jakob Fritz en 1911 en su estancia en Fiume, entonces bajo el Imperio Austro-Húngaro, que al igual que la Yugoslavia en la que nació Dasa, acabaría también disolviéndose.

Son muchos los temas que aborda Drndić en estas 400 páginas, y en ellas reside la amargura del testimonio propio (e íntimo) y los ajenos, levantando así acta de algo que va camino del olvido y por ende de la inexistencia (como el actual revisionismo, en el caso de Croacia, con el gobierno de los Ustachas durante la Segunda Guerra Mundial y campos como el de Jasenovac).
Una realidad pretérita cartografiada que arroja a vista alzada la imagen de un circo de los horrores; un relato, a la postre, como bien afirma Miguel Roán en el prólogo, que solo adquiere cohesión en la mente imaginativa de cada lector.

Un relato siempre necesario.

Y una nota curiosa. Tres libros que he leído recientemente, La fragilidad del mundo, Humano, más humano. Una antropología de la herida infinita y este último, Leica format, nos hablan de Walter Benjamin, del cuadro de Paul Klee, Ángelus Novus. Más que casualidades, iluminaciones.

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El gran impaciente. Suicidio literario y filosófico (Toni Montesinos)

El suicidio es un tema muy presente en estos Devaneos librescos. Recientemente releía Los bosques de Upsala de Álvaro Colomer, novela cuya protagonista era una mujer que había intentado suicidarse o Sebas Yerri, retrato de un suicida de F. L. Chivite. Anteriormente leí Mi suicidio de Henri Roorda, Suicidio de Levé, Los suicidas de Di Benedetto, Fin de poema de Juan Tallón, cuyos protagonistas eran poetas suicidas o Saturno de Halfon, que recogía también un buen número de escritores suicidas. En su última novela 8.38, Luis Rodríguez, la dedica a un porrón de escritores que se han suicidado Y su protagonista, Luis Rodríguez también se suicida, o ese parece. Así las cosas, ¿que sentido tiene leer el libro de Toni Montesinos?. Lo tiene, y mucho, porque Montesinos aborda aquí el suicidio desde un punto de vista histórico, sociológico, etnológico, y por tanto su lectura nos sitúa me allá de los archiconocidos suicidios de Virginia Woolf, Pizarnik, Pavese, Zweig, etcétera.

El presente libro se publicó en 2005 (March Editor) y ahora lo recupera, en nuestro beneficio, Ápeiron ediciones, revisado y ampliado por el autor. Lo interesante del libro es la ambición del autor al tratar de darle al suicidio una idea de conjunto, de totalidad, trascendiendo lo anecdótico (muy a menudo alimentado por el morbo) registrando a través de una labor investigadora las circunstancias de aquellos escritores que decidieron suicidarse a lo largo de la historia desde el principio de los tiempos, las circunstancias sociales, cómo era visto y aceptado o censurado el suicidio en cada época, en los distintos continentes, en función de cuál fuese la religión imperante o cuál era el punto de vista sobre el asunto de filósofos como Kant o Schopenhauer, por ejemplo.

El libro se cierra con una abundante bibliografía, una sección anterior, como apéndice titulada Modus Moriendi, donde se clasifica la manera en la que cada cual tuvo a bien suicidarse: envenenamiento, armas de fuego, arma blanca, asfixia, precipitación, ahorcamiento, estrangulación, consunción, alcoholismo, drogas, suicidio accidentado, suicidio desconocido, en la vía del tren, fuego, en coche, etc, e incluso suicidios frustrados.

Hay también una Cronología del suicidio literario y filosófico empezando en el siglo I.V a.C. y acabando en 2008 con el suicidio de David Foster Wallace. Ahí echo en falta, en 2007, la presencia de Édouard Levé.

El ensayo propiamente dicho, apéndices aparte, son unas 70 páginas, en las que Montesinos nos brinda un apasionante recorrido por la historia desde los pueblos bárbaros pasando por la antigüedad grecolatina, la edad media, el Renacimiento y barroco la Ilustración del siglo XX (un siglo con abundantes escritores suicidas, un suicidio que aparecía también en múltiples obras de Jack London, Baroja, Rilke, etc; resulta muy interesante la selección de fragmentos de novelas o relatos, como La soga de Poe, o The Mayor of Casterbridge de Tom Hardy), el triunfante tedio, el exilio como consecuencia de las guerras, el exilio del suicida (pensemos en Zweig, Benjamin), el suicidio existencialista (Sartre, Heidegger) y la impaciencia suicida, el gran impaciente del título, que toma su nombre de los versos de Jorge Guillén:

¿No nos importa la existencia?/ El suicida, gran impaciente,/ Con un gran celo innecesario/ Da a su fin valor de simiente/ ¡Qué importancia cobra la vida¡

Ápeirón Ediciones. 2019. 217 páginas

Toni Montesinos en Devaneos

El triunfo de los principios. Cómo vivir con Thoreau

Duelo de alfiles

Duelo de alfiles (Vicente Valero)

Es un misterio hacia dónde nos conduce una partida de ajedrez, dice Vicente Valero. Lo mismo podemos decir de la literatura. Si en El arte de la fuga Valero recreaba episodios singulares de la vida de San Juan de la Cruz, Friedrich Hölderlin y Fernando Pessoa, en Los extraños abordaba su propia historia rememorando a su familiares, en Las transiciones nos llevaba al año en que murió Franco con una novela, suerte de autobiografía sentimental, o en Experiencia y pobreza, Walter Benjamin en Ibiza, nos brindaba un sustancioso ensayo, en su último libro publicado, Duelo de alfiles, emprende unos viajes en los que sigue la pista a Bretch, Benjamin, Nietzsche o Rilke.

Al leer este verano las Iluminaciones de Walter Benjamin, que incluye entre otros las Conversaciones con Bretch o el ensayo En el décimo aniversario de su muerte, la de Kafka, el encuentro de Benjamin con Bretch y sus partidas de ajedrez (disciplina que actúa como hilo conductor. Aparece Alberto, el jugador profesional de Los extraños y se habla también de Novela de ajedrez de Zweig) en Dinamarca en 1934 no me ha pillado de nuevas. Vemos como en La colonia penitenciaria, Kafka ya vaticinaba el nazismo. Otro tanto sucedía con Chaplin, en su película El gran dictador (1940). Leí hace nada Vidas escritas de Marías, y ahí aparecía también Rilke y sus Elegías. Al leer libros como este, son tantas las voces, los ecos, las correspondencias que brotan en mi mente, que parece que la literatura fuera una monomanía, pues a pesar, de que esta es casi infinita (o así la pensamos), siempre hay muchos autores y temas recurrentes, a los que los escritores vuelven y una otra vez. El eterno retorno de lo mismo. Quizá.

No le encuentro demasiados alicientes a lo referido a Valero en su levedad anecdótica a sus correrías por tierras danesas, a su estancia en Turín, que me resulta sota-caballo-rey para los que hemos visitado esa ciudad, o su escapada a Génova de la mano de un matrimonio italiano recién conocido, del que se se hace su amigo.

Creo que en este libro Valero rebaja el tono de su escritura, buscando quizá una pretendida naturalidad (que en Los extraños tocaba la fibra más sensible de un servidor), incluso espontaneidad (pues en el algún momento se sorprende a sí mismo, diciendo (y escribiendo) cosas que no se creería capaz de decir), de corte incluso confesional, lo que me recuerda a En la ciudad líquida de Marta Rebón, con el que tiene elementos comunes, pues aquí el escritor y narrador acude a los santos lugares de la literatura, donde Nietzsche escribiera por ejemplo Ecce homo o Rilke avanzara en sus Elegías de Duino, como si fuera posible una especie de ósmosis que permitiera situándonos en esos lugares, en aquellos castillos y paisajes (curiosa la anécdota de Rilke y la serrería que lo deslocalizará de su anhelada tranquilidad y concentración), ponernos en la piel de sus creadores, algo a todas luces imposible.