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Mira que eres (Luis Rodríguez)

Cada libro de Luis Rodríguez es un acontecimiento. Al menos para mí. He leído todo lo que ha publicado. Mira que eres, su última novela publicada en Candaya, como las anteriores es un libro extraño y por ende (no siempre se cumple) fascinante.

Si La soledad del cometa o novienvre eran novelas al uso, que de usuales no tenían nada, en 8.38 la narración convergía con el ensayo. En esta tierra de nadie y por tanto de todos es en la que Luis libra ahora su particular batalla. La clave consiste en captar la atención del lector primero y mantenerla después. Cumple ambos propósitos, porque leer con desgana no es aquí una opción.

La novela consta de un preámbulo y tres partes. No sé si están interconectadas. Si el personaje de las historias es el mismo o no, porque las novelas de Luis es como entrar en un habitación a oscuras y tratar de hallar la salida. Llega un punto en que no sabes si subes o bajas, si avanzas o retrocedes. El cerebro buscando sus límites. Tú tratando de hacer pie. La excitación propiciada por la adrenalina.

El preámbulo es la biografía de alguien. Su vida narrada a través de una carta que escribe a alguien. No se sabe el género del narrador, creo. Dirigida a quién ¿Al lector?. La escritura además de una herida es también una sombra.

La primera parte son 60 fragmentos. Mezcla de sentencias, aforismos, relatos. Alguien dice: Aspiro a vivir en la duda. Duda que a la que te descuidas es angustia. El pasado siempre es una gesta, una historia en la que el que habla es el protagonista de la obra que reinterpreta, nunca un segundón, la ejecución de un guion que siempre le hace quedar bien, emerger, obtener notoriedad, ser visto, escuchado activamente. Es lo que queremos o buscamos todos, ¿no?

¿Elevar el silencio a partitura musical?. Son estas frases, y otras muchas de este pelo, las que te cogen de las solapas de la bata a cuadros de andar por casa y te impiden dedicarte a otros menesteres domésticos.

Leer es conversar. Leo y me parece mantener una conversación con Luis. Quizás sea porque el autor sigue unos derroteros en su leer que yo también he seguido en parte: Faulkner, DeLillo, Savinio, Cervantes, Flaubert, Séneca, Montaigne, Borges, Proust

Hablaba de ensayo en cuanto que la escritura se formula aquí continuamente preguntas, en cuanto a qué contar, a qué publico va dirigido, a cómo comenzar un relato, a la importancia -o no- de los comienzos, cuál es el efecto de la lectura en el lector, cómo definir un personaje, cómo salirse de los márgenes de la plantilla mental en la que encarcelamos las percepciones que tenemos de los demás.

Preguntarse para qué se escribe.

Escribo para mirar lo que no veo.

Aquí los personajes son sesudos. No pierden el tiempo en chorradas. Van al grano, a la almendra. Cerebros o magines encantados de los que brotan historias de todo tipo. Puede ser un robo o una historia bélica como el final de miles de polacos asesinados por los rusos y endilgados a los alemanes.

Tenemos a Antonio, el mesero, que lee a Hume y argumenta. Como colofón: Lo que no se puede decir termina por no pensarse. La cobardía, la pasividad invitan a no actuar, a no pensar, al repliegue, al silencio, a la presencia vacía. Así es.

No faltan las curiosidades científicas como la autotisis. Y el suicidio siempre rondando como una mosca cojonera. Novela abortada en la primera frase. Pero semilla ya implantada, como ese chip de los negacionistas, en el cerebro del lector.

En la segunda parte, alguien camina, suya es la vida lenta. Aquí tenemos una biografía lectora. Quizás la del autor. Aparecen nuevos personajes: Doval, Trigorin… La interpretación teatral es otra forma de alterar la personalidad, mudarla o transmutarla. Al menos en apariencia.
Más historias. Años atrás aquella educación a golpe de correa. El padre sacándose el cinturón del pantalón con gesto furibundo. Interpretar aquel papel. El que podía. Otros lloraban, impotentes. Esos años de correctivos y palizas.

No falta el punto absurdo. La vida con la cara lavada. Como este deseo o meta: Un negocio estúpido, sin clientes.

Gaspar no guarda ningún libro. Así acrecienta su interés en la lectura.

No es un mal proceder para deshacerme de mil y pico libros que tengo por ahí en cajas.

Hay momentos mágicos. Como este. Quien relata hace partícipe al lector, le cuenta las palabras que visitó. Como si esos viajes al diccionario también fueran algo reseñable, biografiable. Pienso en esta novela, en su lectura, como si me hallara en un wunderkammer. Ahí la curiosidad, el asombro.

La tercera parte, solo es una frase. ¿El comienzo de otra novela?

Leo, en alguna parte del libro: Somos los que miramos.

Escribir es mirar con el lenguaje, pienso, sentado en el orejero del pensamiento, abundo.

Como en las anteriores novelas hay un tema recurrente: la identidad. Su supresión: el suicidio. Su dilución: ser otro; la identidad: un espejo en el que se mira el mundo.

¿Somos lo que proyectamos?

Mira que eres. Este es el punto de partida desde el título. Tomar conciencia de la mirada y del ser. Lo hemos oído seguramente de boca de nuestras madres alguna vez, Mira que eres, seguramente acompañado de un cabeceo, y no sabemos si ese ser así (al menos para los demás) será nuestra salvación o nuestra condena o la mezcla de ambas.

Leo: Esto no es una novela, es la contemplación de un rescoldo.

Residuo, pues, reutilizable hasta el infinito.

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El gran impaciente. Suicidio literario y filosófico (Toni Montesinos)

El suicidio es un tema muy presente en estos Devaneos librescos. Recientemente releía Los bosques de Upsala de Álvaro Colomer, novela cuya protagonista era una mujer que había intentado suicidarse o Sebas Yerri, retrato de un suicida de F. L. Chivite. Anteriormente leí Mi suicidio de Henri Roorda, Suicidio de Levé, Los suicidas de Di Benedetto, Fin de poema de Juan Tallón, cuyos protagonistas eran poetas suicidas o Saturno de Halfon, que recogía también un buen número de escritores suicidas. En su última novela 8.38, Luis Rodríguez, la dedica a un porrón de escritores que se han suicidado Y su protagonista, Luis Rodríguez también se suicida, o ese parece. Así las cosas, ¿que sentido tiene leer el libro de Toni Montesinos?. Lo tiene, y mucho, porque Montesinos aborda aquí el suicidio desde un punto de vista histórico, sociológico, etnológico, y por tanto su lectura nos sitúa me allá de los archiconocidos suicidios de Virginia Woolf, Pizarnik, Pavese, Zweig, etcétera.

El presente libro se publicó en 2005 (March Editor) y ahora lo recupera, en nuestro beneficio, Ápeiron ediciones, revisado y ampliado por el autor. Lo interesante del libro es la ambición del autor al tratar de darle al suicidio una idea de conjunto, de totalidad, trascendiendo lo anecdótico (muy a menudo alimentado por el morbo) registrando a través de una labor investigadora las circunstancias de aquellos escritores que decidieron suicidarse a lo largo de la historia desde el principio de los tiempos, las circunstancias sociales, cómo era visto y aceptado o censurado el suicidio en cada época, en los distintos continentes, en función de cuál fuese la religión imperante o cuál era el punto de vista sobre el asunto de filósofos como Kant o Schopenhauer, por ejemplo.

El libro se cierra con una abundante bibliografía, una sección anterior, como apéndice titulada Modus Moriendi, donde se clasifica la manera en la que cada cual tuvo a bien suicidarse: envenenamiento, armas de fuego, arma blanca, asfixia, precipitación, ahorcamiento, estrangulación, consunción, alcoholismo, drogas, suicidio accidentado, suicidio desconocido, en la vía del tren, fuego, en coche, etc, e incluso suicidios frustrados.

Hay también una Cronología del suicidio literario y filosófico empezando en el siglo I.V a.C. y acabando en 2008 con el suicidio de David Foster Wallace. Ahí echo en falta, en 2007, la presencia de Édouard Levé.

El ensayo propiamente dicho, apéndices aparte, son unas 70 páginas, en las que Montesinos nos brinda un apasionante recorrido por la historia desde los pueblos bárbaros pasando por la antigüedad grecolatina, la edad media, el Renacimiento y barroco la Ilustración del siglo XX (un siglo con abundantes escritores suicidas, un suicidio que aparecía también en múltiples obras de Jack London, Baroja, Rilke, etc; resulta muy interesante la selección de fragmentos de novelas o relatos, como La soga de Poe, o The Mayor of Casterbridge de Tom Hardy), el triunfante tedio, el exilio como consecuencia de las guerras, el exilio del suicida (pensemos en Zweig, Benjamin), el suicidio existencialista (Sartre, Heidegger) y la impaciencia suicida, el gran impaciente del título, que toma su nombre de los versos de Jorge Guillén:

¿No nos importa la existencia?/ El suicida, gran impaciente,/ Con un gran celo innecesario/ Da a su fin valor de simiente/ ¡Qué importancia cobra la vida¡

Ápeirón Ediciones. 2019. 217 páginas

Toni Montesinos en Devaneos

El triunfo de los principios. Cómo vivir con Thoreau

Luis Rodríguez

El retablo de no (Luis Rodríguez)

Donde nos llevó la imaginación donde con los ojos cerrados se divisan infinitos campos…

Antonio Vega

José Angel aceptó dirigir Hamlet porque no le gusta Shakespeare, se dice al comienzo de la novela. No he leído nada de Shakespeare. Nada. Así que la comprensión de la novela por mi parte, en su parte extendida, puede que guarde relación con el conocimiento de esta obra de Shakespeare. O tal vez no.

José Angel, director teatral, va a su bola, dinamita lo convencional, entiende el arte escénico como una creación, no como una representación, por eso mete imponderables en sus obras, intersticios por los que se filtra la vida, que es muerte, caos, confusión.

La novela son dos novelas, una larga y otra corta. La larga contiene la corta, pero cambia el final que da pie para abordar el concepto de identidad, siempre correoso, como ya vimos en La herida se mueve, al no tener claro, de buenas a primeras quien era quien. He empezado por la larga, he seguido por la corta, y he vuelto a leer la larga. He sobrevivido.

Si habéis leído a Luis Rodríguez sabréis que tiene un estilo de escribir peculiar. Ante sus libros me muevo entre la expectación y el desconcierto, entre el regocijo y la estupefacción. Luis hace lo que José Angel. Si uno crea sobre un escenario, el otro lo hace sobre el papel, y la prosa de Luis es libérrima, poco convencional, así que no es extraño encontrar en los diálogos, siempre jugosos, punto suspensivos, interrogantes, y expresiones cotidianas a pie de calle, que hacen lo leído tan natural y veraz que asusta. Luis da alas al lector, juega con él (No alces la voz, que la herida duerme, supongo que será un inédito de Luis) le da un libro, que es como un folleto del Ikea para montar un mueble. Un folleto explicativo que viene en blanco, pues el manual de instrucciones de uso lo tienes que escribir tú, aunque sea a costa de perec(er).

Como en otras novelas anteriores asoma una Cantabria finita, rural, palpable. Hay humor, sexo, filosofía, ternura (la historia del Caravaggio me ha desarmado), muerte, suicidas (todos nos suicidamos en defensa propia) un vivir que es puro teatro (al cual se homenajea), para los protagonistas de la novela en su mayoría actores, a quienes su profesión les da la oportunidad de vivir otras vidas, o eso quieren pensar. Una ilusión que será compartida por todo escritor demiurgo. El meollo de la novela es: ¿Cómo entendemos y nos relacionamos con nuestro pasado?. Podemos pensar que este es algo inamovible, monolítico, o creer como José Ángel que uno puede desplazarse por el mismo encontrando anécdotas nuevas. Y no sólo anécdotas, sino interpretaciones. Uno de los personajes dice en la novela que hace años tenía una respuesta para muchas preguntas y que ahora tiene muchas respuestas para una misma pregunta. Pocas veces he visto tan clara la definición de madurez.

El pasado se vive en el momento pero se interpreta en el futuro. Así muchas cosas que nos suceden de niño o en nuestra juventud, las vamos interpretando al compás del tiempo presente, pues viene a ser como la felicidad, que solo se experimenta a toro pasado, cuando se hace balance y al volver la vista atrás comprobamos que hemos sido felices, o no tan desgraciados como nos pensábamos.

Hablaba antes de desconcierto, y es complicado reseñar un artefacto como este, donde los límites entre realidad, ficción, sueño y vigilia se enmarañan de tal manera, que querer interpretarlo todo se antoja tarea vana.

Escribir es cerrar y abrir paréntesis y meter dentro un puñado de palabras y aventarlas a ver qué pasa.
Luis fiel a su estilo ofrece una novela singular, desconcertante, que invita a leer en bucle, a desesperarse si se quiere, y sobre todo a disfrutar leyendo, tirando, asombrado, por estas páginas a campo traviesa para perderse en(tre) ellas.

Vendrá la muerte y tendrá tus sonrojos… galanías, anda que…

Tropo editores. 2017.

Novienvre

Novienvre (Luis Rodríguez 2013)

Luis Rodríguez
KRK Ediciones
2013
168 páginas

Hasta el momento Luis Rodríguez (Cosío, 1958) ha publicado tres novelas. Ya he referido aquí mis impresiones de su primera novela, La soledad del cometa (KRK Ediciones, 2009), y de la última, La herida se mueve (Tropo editores, 2015). Ahora le toca el turno a Novienvre, publicada en 2013.

Novienvre me parece más convencional que la primera y la tercera novela, todo lo convencional que puede resultar una obra de Luis Rodríguez.

El relato es lineal. Arranca en un pueblo de Cantabria con un niño de dos años buscando la teta de su madre, para quien su retoño es la caraba. El niño es un tal Luis Rodríguez, lo que recuerda, no sabe si es tal o si son anécdotas injertadas. Es un pueblo más, de los de aquellos años, en los que los adultos zurraban la badana a los niños, ya fuera en el colegio y/o en las casas, mientras los niños, luego adolescentes, se masturbaban y afanaban en tocar los pechos femeninos que tenían más a mano, mostrando su inexperiencia en las cosas del meter y similares. Luis se juntará con prendas como él, entre ellos un tal Genaro.
La vida avanza. Luis crece, deja el pueblo, estudia en la ciudad, se aplica, comienza a trabajar en un banco, gana dinero, busca sensaciones fuertes, como que lo ahostien, para luego buscar el placer en la mejoría desde el dolor a la cura.
Asiste a un taller de escritura.
Escribe.
«Por la mañana, en el trabajo, vivo tan alejado del niño que fui que parece un antepasado mío. De noche, en la cama, el niño regresa y crecemos juntos».

Luis conoce a Teresa. Tienen algo parecido a una relación, cada uno entra en el otro. Él buscaba sensaciones fuertes. Las tendrá. Ella le pide que le prometa que se suicidarán juntos. Él calla.
Entra Genaro. El amigo de mocedad de Luis. Entra en escena y en Teresa. Podría ser un triángulo sexual. No lo es. Al contrario que en La soledad del cometa, Luis, nos hurta las sodomizaciones.

La vida fluye. Luis también, cuando va de putas.

El capítulo cinco empieza bien.

Anoche maté a mi padre y lo enterré en el jardín. Fue un accidente.

Y como todo lo que empieza acaba, el sexto capítulo dará matarile al libro. Un sexto capítulo que comienza «parecido» al quinto, pero si me dedico a reproducir aquí y ahora todos los párrafos de esta novela que me han gustado, al final tendríamos una versión online de la novela, y es mucho mejor hacerse con este ejemplar en papel, en esta edición de KRK ediciones que es una maravilla y darse un homenaje.

Luis Rodríguez no deja de sorprenderme. Aquí, de nuevo, el cántabro se gasta un humor demoledor, su personaje hace cosas absurdas, patéticas, irreflexivas, y mantiene diálogos que son la monda. Y al mismo tiempo todo resulta tan veraz, tan humano, tan próximo y tan jodidamente sorprendente e INTENSO, SÍ, INTENSO, que ahora tras haberme leído las tres novelas leídas publicadas por Luis, no sé si ponerme a leer a Kant, si dejar de leer, si dedicarme a ver la televisión como si no hubiera cerebro, o bien buscar autores inéditos de calidad similar a Luis.