Archivo de la categoría: reseña

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Malaherba (Manuel Jabois)

Conocía la labor periodística de Jabois pero no la novelística. En Malaherba nos vamos a comienzos de los noventa. El punto de vista de la narración es la de un niño cuyo padre muere dos veces. La primera porque le da un chungo. A resultas de lo cual su vida se ve trastocada profundamente. Jabois describe ese mundo con una gran sensibilidad y conocimiento. Un mundo, que quizás porque nacimos con tres años de diferencia, me resulta muy reconocible.
Pero más allá de los petazetas, los clicks, las máquinas recreativas, los josticks, los Armstrad, los motes a los profesores y a los alumnos, la presencia da abusones, las primeras pajas, la pulsión del deseo, el lanzamiento de piedras, los cómic y los vinilos, los porros, las expulsiones del colegio, etc.

Más allá de esta educación sentimental, lo meritorio en la novela es cómo describe Jabois ese mundo a través de la mirada de un niño de once años. Cómo ve él a sus padres, cómo es mundo que puede ser terrible se ve decantado por el amor y el cariño hacia quienes queremos, y cómo sus reflexiones son las de aquel que va dando sus primeros pasos, siempre titubeantes en esto del vivir, ingresando en un mundo que poco tiene de amable, que se ve dulcificado por la amistad, la que le presta al narrado su amigo Elvis, su hermana Rebe, su madre que hace lo que puede y su padre, muerto y redivivo y luego otra vez muerto.

Un epílogo final que permite releer el libro con otros ojos. Porque las cosas no son como sucedieron sino como las recordamos.

Muy bueno.

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Las fieras (Roberto Vivero)

Abecedea el escritor en los umbrales y límites de la literatura: hospitalidad para el hombre o monadología estética, en las alcantarillas por las que corren las lavazas del alma habitan las fieras.

Este texto va en la contraportada.
Abecedea Vivero porque el libro son 29 semblanzas, aguafuertes de niños y niñas, Alicia, Blasco, Carlos… (y los motes que los identifican), que de monadas tienen poco y mucho de fieras, lógico cunando el cuerpo es territorio a explorar y explotar, la mente un videojuego con multiples juegos, la realidad algo plástico, la piel un abismo, las secreciones un color, el sexo un arma ca(r)gada, y el lenguaje, qué decir aquí del lenguaje, pues otra vuelta más del autor en su empeño por ordeñar las palabras y sacarlas todo el jugo, de llevarlas a límites inexplorados. Por eso el libro me resulta tan interesante, no porque me hable en un lenguaje ininteligible, sino porque como la escaladora que en la montaña, aborda la roca, no echando las manos, sino fijando los pies y abriendo rutas corporales inéditas. Algo así es leer a Vivero. Una sorpresa reiniciada en cada lectura perpetrada.

Empuja al perro hacia su entrepierna, rápido. Hunde su hocico. Saca la lengua, rápida, áspera, mojada. Lame a Llana hasta que la marea sigue subiendo en olas que arrastran trozos de Luna, cristales de luz fría, y con cuatro, cinco, seis golpes secos de cadera, de mero ser, el agua deja en la orilla de sus labios una sal purulenta que, como una droga, corre por su sangre envenenándola de éxtasis.

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Un crimen japonés (Daniel Guebel)

Un crimen japonés cifra bien la ambición de Daniel Guebel, a lo largo y ancho de más de quinientas páginas, en las que el autor nos llevará al Japón medieval, y lo que comienza como una novela, con un hilo tan sugerente como es que el hijo del muerto quiera saber la identidad del asesino del progenitor (aviso: despeje el lector su mente de previsibles novelas negras o históricas, porque Guebel gusta de mezclar géneros), derive luego hacia el ensayo, merced al afán totalizador de Guebel, que quiere describir al detalle aquel mundo antiguo japonés, acarreando consigo un buen número de palabras japonesas que en mi caso voy olvidando a medida que leo, pero que a pesar de todo logran mantener viva la curiosidad, pues en aquel pasado tan remoto hay instilaciones del futuro, como sucede con la presencia de autómatas, tan bien elaborados que cuesta diferenciarlos de los seres reales y así Yutaka Tanaka, el hijo huérfano de padre, en busca de su venganza reclamará información al poderoso Ashikaga Takauji (fundador y primer shōgun del shogunato Ashikaga, entre 1338 y 1358), enamorándose de paso de la mujer de este: la Dama Ashikaga. Y así habrá sexo, y violencia y mucho humor y una venganza que parece ser el motor de la historia, pero que no sirve para rematarla, pues parece que será la propia naturaleza la que pondrá punto y final a Ashikaga, y dejará inconcluso el final de Yataka, ya que opera aquí, más la prosa juguetona y chispeante del autor y su desbordante imaginación en los diálogos, y en la construcción de las historias, en esta suerte de alocado teatrillo, tan, tan godible, que en la resolución de las mismas.

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Libres (Ana Santamaría)

Doce relatos editados por Comba conforman Libres, el primer libro de Ana Santamaría (Burgos, 1970).

Libres, Fetiche, Miluji te, Días aplazados, Delirio de perfil, Se llamaba Hansel, Juegos de sirena, Extorsión, Sed de cielo, Otra cultura, Misterios gozosos, La ley de Nora.

Ana maneja con soltura distintas temáticas. Pienso en la maternidad deseada y rogada (Misterios gozosos), la soledad (La ley de Nora, Libres), la voluptuosidad (Sed de cielo), la naturaleza de la comunicación y del deseo (Miluji te), las asechanzas de la modernidad (Extorsión), la búsqueda de la libertad y sus restricciones (Se llamaba Hansel, Juegos de sirena), la ausencia (Fetiche), la asunción de roles tóxicos (Otra cultura), el desamor (Días aplazados), la vida abierta como una flor carnívora (Delirio de perfil).

Las variedad de los temas, la singularidad de las voces -masculinas y femeninas- la mirada dirigida hacia temas poco trillados, como la soledad de un oso polar en un minizoo, o en qué consiste ser una madrina, o esa mujer que moviliza a todo el pueblo para conseguir el milagro del embarazo, o las relaciones parejiles que prometen mucho y pronto se quedan en nada, o aquellas existencias abocadas al borde de la locura por algo tan simple y cotidiano como las reiteradas llamadas telefónicas fruto de un malentendido, o los juegos de niños que tienen consecuencias impredecibles, o la necesidad de justificarse uno mismo (epistolarmente) acciones deplorables, o la manera en la que nos agarramos al mechón de pelo de nuestra amada porque es la manera que tenemos de ceñirnos al presente.

El lenguaje cuidado y preciso de Ana cincela los personajes de los relatos, que tienen vida propia y resultan por tanto muy vívidos y creíbles. Sus pasiones, deseos, obsesiones, soledades y frustraciones son las nuestras. Así los relatos leídos calan y alguno me produce incluso asombro, como Miluji te, en donde las palabras tratan de dar voz al misterio, a lo incomprensible, a aquello que siempre buscamos en la escritura: lo que no se ve o aquello que estando a la vista nadie mira con detenimiento hasta que nos es desvelado.