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Una noche en Amalfi (Begoña Huertas)

Me entero ahora de la muerte de la escritora Begoña Huertas. Hace diez años leí Una noche en Amalfi. Que descanse en paz.

Si el otro día la historia de Fernando Clemot en su libro El Golfo de los Poetas transcurría en La Marina, en Italia, ahora, en el libro de Begoña Huertas, seguimos en Italia, en esta ocasión en el sur, en la Costa Amalfitana.

Hasta allí se va una pareja, Lidia y Sergio a pasar unos días de vacaciones, tras haber dejado el churumbel con la madre de este. Una vez toman posesión de su morada en un B&B un tanto dejado de la mano de Dios, alejado del fragor turístico, pero al que sí llegan los mosquitos que pican y hacen de las suyas.
Lidia se traslada poco después de su llegada a Amalfi a hacer unas gestiones (sabemos que hoy todo es urgente, para antes de ayer, que si no tenemos cobertura nos da el perrencón, que una estancia sin wifi es un camposanto, que si no enviamos un documento de trabajo a la central a pesar de estar de vacaciones nos crujen, etc…).

Luego Lidia desaparece y empieza lo bueno.

La novela de Begoña tiene 154 páginas y lo que consigue en ellas es desasosegar, merced a una atmósfera asfixiante. La situación es verosímil. Tu pareja desaparece y tú que haces ¿esperar? ¿ir a buscarla? ¿devanarte los sesos pensando qué ha pasado? ¿acudir a la policía? ¿dar por buena la ayuda ofrecida por un desconocido medio paranoico y recorrer Amalfi en pos de la amada a horas intempestivas?

Lees el libro y así obtienen las respuestas.

Sabemos que el alma humana tiene zonas de sombra. Es necesario. No todo debe quedar expuesto. Somos humanos, no vasos de vidrio. Con eso juego Begoña. Con la imagen que los demás tienen de nosotros, una imagen que no tiene por qué ajustarse a la realidad ni en lo más mínimo. Con esos espejos deformantes juega la escritora y lo hace bien, porque el libro te lleva sin remisión hasta el final, porque quieres leer a toda costa para saber el final, para saber qué pasa con Lidia, con Sergio, con el amigo misterioso.

Sobre la felicidad a ultranza (Ugo Cornia 1999)

Sobre la felicidad a ultranza portada libro Ugo CorniaSi en el libro que comentaba el otro día de Edoardo Nesi, Una vida sin ayer, se nos mostraba un escenario apocalíptico, sin futuro ni esperanza, esta novela de Ugo Cornia titulada Sobre la felicidad a ultranza es todo lo contrario porque rezuma optimismo y felicidad, otro caso distinta es que tanto buen rollo cale en el ánimo del lector: en mi caso no.

Un libro así es de esos que a priori te entra por los ojos, poniéndote las pupilas a punto de nieve, porque todo es bello, hermoso, optimista, esperanzador, armónico y suave. La historia está contada por un tal Ugo, se entiende que es el propio autor, que en esta novela, la primera que escribió allá por 1999 y que en España se publicó en 2011 en Editorial Periférica, hace un ejercicio de memoria, y saca a pasear a todos sus muertos. Todo el libro es una colección de anécdotas, de momentos recordados en compañía de su padre, de su madre, de su tía, de esos seres queridos que marcaron su existencia y todo gira en torno a eso, y a poco más, porque todo se centra en los muertos, en los moribundos, que van camino del hoyo y en los recuerdos que dejan a los que se quedan.

Ugo además de dar cuenta de como el horno crematorio nos convierte en polvo a todos, sin importar raza ni condición, también nos da cuenta de sus otros polvos, los terrenales y saca a pasear a unas cuantas mujeres con las que folló, unas a las que amó, otras a las que quiso, alguna de la que se enamoró, y otra a la que no le dijo lo que le tenía que haber dicho en el momento preciso: como la vida misma.

La forma de narrar de Ugo Cornia es muy simple. No hay rebuscamiento alguno ni tampoco ningún esfuerzo en que lo escrito tenga algún recorrido (una apreciación mía subjetiva, porque seguro que Cornia aspira a convertirse en un clásico y ya hay quien tilda esta novela de Obra maestra, que aplicado a la literatura son como esos diez partidos del Siglo que se juegan cada temporada), basta con ir despachando anécdotas, ensartando recuerdos sobre el papel, a lo que también contribuye la traducción que en algunos casos chirría como cuando uno lee varias veces eso de «la mar de ….«. Digo yo que ahí el autor, o el traductor deberían echar mano de otros sinónimos porque sino la lectura acaba pecando de reiterativa, tanto que el argumento banal y la felicidad a ultranza de este prenda, me resultan indiferentes.
Vamos, que la cosa empezó más o menos bien (con Lalli y Brown y con la madre en vida y las singularidades de su padre), pero acabó regular tirando a mal (con sus devaneos amorosos y el ensimismamiento propio del aburrimiento)

Como Ugo es filósofo en algunos momentos nos endiña unas disertaciones filósoficas que no vienen muy al caso, con la pretensión quizá de que lo escrito coja algo de vuelo, ciertas hechuras u honduras, pero ni con esas.

Eso sí, el título me gusta mucho y lo ratifico, hay que ser feliz a ultranza o al menos intentarlo, porque a día de hoy la lectura de un periódico cualquiera o un telediario de la primera, de esos de hora y media, le dejan a uno al borde del llanto, o de la ira, o de la furia, o de la depresión, o de la inmolación, o de.

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Las crudas (Esther García Llovet 2009)

Esther García Llovet
144 páginas
Editorial El Viento
2009

Es una evidencia que en este rincón literario, en esta sala de estar, donde quien suscribe se explaya sobre sus lecturas, el tiempo dedicado por mi parte a las escritoras es ínfimo. Así que entre los buenos propósitos para el 2013 se incluye uno que tiene que ver con estas lides, a saber: leer a más escritoras, y a poder ser españolas. Dicho y hecho. Comienzo con un quinteto: Esther García Llovet, Cristina Grande, Elvira Navarro, Pilar Adón y Berta Vías Mahou tendrán aquí su espacio, comentarios a los libros por ellas escritos. Estas cinco y muchas más, que en este país hay mas escritor@s que lector@s.

Sin más dilación le toca el turno a Esther García Llovet y a su novela publicada en 2009 por Ediciones del Viento.
La novela es corta. 144 páginas. Hasta la cien más o menos, ni fu ni fa. Las idas y venidas del protagonista, Romo Esmiz ni me iban ni me venían, tanto como su relación con el Italiano, con la seca Perica, su letanía de proveedores acreedores o sus devaneos amorosos con tanta mujer por ahí dispersa ávida de un polvo.

Cuando ya estaba un tanto desanimado, pues mi buen ánimo era incapaz de enderezar la lectura (incluso llegué a leer unas cuantas páginas mientras me ventilaba en un bar un pincho de tortilla de patata con bacalao y setas y una cañita, en la certeza de que con semejantes viandas mis reticencias intelectuales se dejarían vencer por un estómago satisfecho. Chorradas), allá sobre la página 100, tuvo lugar mi particular Revelación, algo similar a lo que le sucede a Bico con su epifanía o a Romo con su Revelación. Lo que leía me comenzó a interesar y a gustar, y entonces lo disfruté, y apareció (o estaba ahí y no lo veía) el humor y me eché unas risas con el desenlace del secuestro, la hermana gótica, con la pérdida física del italiano (que se despide por partes o a cachos), con la señora cleptómana a quien le da miedo volverse cuerda, con esos errores inevitables que no serían tales.

Esther García Llovet le da la vuelta a la tortilla en cincuenta páginas y el libro cobra vida y esos personajes toman forma y cuerpo y lo que dicen tiene sentido, o no, pero vale la pena escucharlos, ser testigo de su derrota, de su lucha, de su deambular, en esta historia que acaba donde comienza, junto a un féretro.
Una señal.

Ninguna necesidad (Julián Rodriguez 2004)

Ninguna necesidad Julián Rodríguez

Julián Rodríguez
Editorial Mondadori
128 páginas
2004

Un buen día estaba leyendo un libro de Imre Kerstz, Fiasco, y juro que lo intenté y me fajé, pero después de unos cuantos días lo devolví a la estantería. No es que estuviera condicionado por el título, que creyera que contenía la semilla de algo que se autocumpliría. Lo que me trabajó el higado hasta llevarme a la lona, obligándome a tirar la toalla fue que el bueno de Imre, iba encadenando en su escritura paréntesis en cascada, guardando el significado en el interior de algo similar a una matrioska. Yo quería leer, y aquello parecía una clase de matemáticas con sus paréntesis (corchetes no) y al final cada frase era un jeroglífico, un laberinto de puertas (paréntesis) que se abrían y cerraban y me recordaba mis años mozos, cuando hacía psicotécnicos, contando paréntesis y dando cuenta ante mí mismo de mi buena agudeza visual. Desde entonces los paréntesis me sientan mal a las púpilas, así que cuando Julián Rodríguez, a la sazón autor del libro, empezó por ahí (seis paréntesis en dos páginas primerizas) saltaron todas las alarmas. Como la novela es cortita, 113 páginas, algunas con un par de párrafos y con los capítulos que hacen mención a cada día de la semana separados por páginas en blanco, lo que es la chicha del libro da para un par de horas, así que los paréntesis han resultado un mal menor.

Nada había leído de Julián Rodríguez y a todo escritor hay que darle una oportunidad (aunque la falta de tiempo juegue en nuestra contra). El libro no me ha disgustado, no hay razón para ello, aunque en ningún momento ha removido en mi interior el caldo espeso de los sentimientos, ni ha depositado su lectura zarzas en mi corazón: no digo más (que en cualquier momento saco el Bolígrafo de gel verde y la lío). Vamos, que ni fu ni fa. ¿Ataraxia?. Parecido. Ningún escalofrío, ninguna carcajada, ningún brillo especial en la mirada, mientras iba leyendo las andanzas de El Muerto, narradas por ese amigo suyo con el que compartió tiempo y vivencias.

El Muerto, va camino de serlo, y su amigo, el narrador de la historia, va al hospital. Allí le dicen que su amigo está en la antesala del más allá, cioé, le queda una semana para palmarla. Así que en una semana, tiempo más que suficiente para crear el mundo (hasta que el Papa diga que el Mundo no se creó en 7 días, demos por bueno el plazo) y también para que en ese lapso de tiempo transcurra una historia, que se alimenta no obstante del pasado, de los recuerdos que afloran en las fotos que el narrador se lleva de la casa del Muerto.
Ahí están el pueblo, la playa, los viajes, los aviones, y demás piezas de recambio de la maquinaria humana.

El libro está lejos de resultar sentimental. Se va al otro lado, al desapego emocional y parece que los seres humanos salieran o hubieran vivido en búrbujas, como los tripulantes de la película Alien. La pérdida de un ser querido convertido en un ejercicio de memoria, en un acto de reflexión, un alto en el camino, que no les impedirá al resto seguir viviendo sus vidas o sus muertes (como casi todas las muertes).

Blog de Julián Rodríguez