Editorial Mondadori
128 páginas
2004
Un buen día estaba leyendo un libro de Imre Kerstz, Fiasco, y juro que lo intenté y me fajé, pero después de unos cuantos días lo devolví a la estantería. No es que estuviera condicionado por el título, que creyera que contenía la semilla de algo que se autocumpliría. Lo que me trabajó el higado hasta llevarme a la lona, obligándome a tirar la toalla fue que el bueno de Imre, iba encadenando en su escritura paréntesis en cascada, guardando el significado en el interior de algo similar a una matrioska. Yo quería leer, y aquello parecía una clase de matemáticas con sus paréntesis (corchetes no) y al final cada frase era un jeroglífico, un laberinto de puertas (paréntesis) que se abrían y cerraban y me recordaba mis años mozos, cuando hacía psicotécnicos, contando paréntesis y dando cuenta ante mí mismo de mi buena agudeza visual. Desde entonces los paréntesis me sientan mal a las púpilas, así que cuando Julián Rodríguez, a la sazón autor del libro, empezó por ahí (seis paréntesis en dos páginas primerizas) saltaron todas las alarmas. Como la novela es cortita, 113 páginas, algunas con un par de párrafos y con los capítulos que hacen mención a cada día de la semana separados por páginas en blanco, lo que es la chicha del libro da para un par de horas, así que los paréntesis han resultado un mal menor.
Nada había leído de Julián Rodríguez y a todo escritor hay que darle una oportunidad (aunque la falta de tiempo juegue en nuestra contra). El libro no me ha disgustado, no hay razón para ello, aunque en ningún momento ha removido en mi interior el caldo espeso de los sentimientos, ni ha depositado su lectura zarzas en mi corazón: no digo más (que en cualquier momento saco el Bolígrafo de gel verde y la lío). Vamos, que ni fu ni fa. ¿Ataraxia?. Parecido. Ningún escalofrío, ninguna carcajada, ningún brillo especial en la mirada, mientras iba leyendo las andanzas de El Muerto, narradas por ese amigo suyo con el que compartió tiempo y vivencias.
El Muerto, va camino de serlo, y su amigo, el narrador de la historia, va al hospital. Allí le dicen que su amigo está en la antesala del más allá, cioé, le queda una semana para palmarla. Así que en una semana, tiempo más que suficiente para crear el mundo (hasta que el Papa diga que el Mundo no se creó en 7 días, demos por bueno el plazo) y también para que en ese lapso de tiempo transcurra una historia, que se alimenta no obstante del pasado, de los recuerdos que afloran en las fotos que el narrador se lleva de la casa del Muerto.
Ahí están el pueblo, la playa, los viajes, los aviones, y demás piezas de recambio de la maquinaria humana.
El libro está lejos de resultar sentimental. Se va al otro lado, al desapego emocional y parece que los seres humanos salieran o hubieran vivido en búrbujas, como los tripulantes de la película Alien. La pérdida de un ser querido convertido en un ejercicio de memoria, en un acto de reflexión, un alto en el camino, que no les impedirá al resto seguir viviendo sus vidas o sus muertes (como casi todas las muertes).
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