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Un montón de años tristes (José María Pérez Álvarez)

Andaba leyendo El último barco de Domingo Villar y camino de la página 278 me dio por extraviarme, salir de una novela y entrar en otra, escrita también por un gallego. Proyecté mi brazo izquierdo por el flanco de mi orejero, abarloándome hasta la estantería para hacerme con Un montón de años tristes de José María Pérez Álvarez, relectura de una novela publicada hace ahora dos décadas (tres años antes de la publicación de Nembrot) y leído hace más de una década. Las dos son novelas negras, aunque de dispares hechuras.

En la novela de Domingo me siento como el burro que va sin aliento detrás de la zanahoria, siguiendo los pasos de Caldas y Estévez a la búsqueda de Mónica, una mujer desaparecida al poco de clarear la novela. Se suceden los acontecimientos, van surgiendo personajes, posibles sospechosos, abundan los diálogos que demuestran el buen oído de Villar, hay momentos curiosos como los que ofrecen un mendigo latinista o una hacedor de instrumentos antiguos, pero camino de la página trescientas tengo la poderosa sensación de que con este trantrán podría seguir mil páginas más o toda una vida, como aquel va va sentado amodorrado en un vagón mirando a través del ventanal demorándose en la contemplación del paisaje, fundiéndose o absorbido por el mismo.

La incursión en Un montón de años tristes me lleva hasta Ponteaur -ciudad imaginaria- que no será semilla de universos narrativos a lo Santa María, en donde hallamos al inspector Mendoza, quien dejó la villa de Madrid para regresar con su mujer a su pueblo natal, para perderla al poco tiempo, desbaratando así el destino de un plumazo proyectos en común.

Los años tristes del título son los de Mendoza y los de los personajes que pululan o deambulan por la novela, muchos de ellos mayores, arrumbados al margen de una realidad que los invisibiliza o confina en su hogares, corredores (con taca taca) de la muerte, donde no cabe el fallo revocable, pues la parca es aquel juez implacable que no admite recurso alguno.

¿Cómo se mide el peso o el grado de la ausencia de los seres queridos? ¿Con un melancolímetro, con un morriñámetro?

Mendoza llega a casa y no lo recibe nadie, ni mujer ni familiares ni amistades ni mascotas, a excepción del ventrudo mueble bar, botellas cuyos vapores etílicos quizás creen la atmósfera que precise la soledad para encontrarse en su salsa y el sueño (o duermevela) su magro alimento. La vejez es vivir rodeado de fantasmas, se nos viene a decir.

Mendoza se empecina con el expediente 324, un caso cerrado en falso que acabó con el suicidio del culpable, un abuelo, un tal Eusebio convertido en asesino en serie que plasmó en un diario su autobiografía letal. Como es previsible se sucederán en el momento presente nuevos crímenes, y el asesino de antaño, por la vía del eterno retorno, podría ser el de ahora. Mendoza tiene una ocasión pintiparada para esclarecer el caso de una vez por todas y sacarse la espina que lo alancea desde entonces.

La vida ofrece a veces segundas oportunidades, que son a su vez flor de un día, agostadas tras el primer arrechucho, volviendo entonces todo a su origen, a la zona cero de la soledad, de la tristeza, del desespero, al territorio fértil de la melancolía, hollado ya por los pasos de los boleros, de un porvenir ante el que se perderá la vista cansada o quien sabe si no ya, agotada.

El final de la novela, más que negra (encontrar al asesino y todo eso…), apostará por el suspense, lo indefinido o irresoluble, al tiempo que exhibe una vena muy metaliteraria, en donde el autor pasa a ser un personaje, a lo 8.38 de Luis Rodríguez y los distintos planos de autor, narrador y personaje se voltean, al igual que una novela pasa a ser parte de otra, de tal manera que de todo aquel sarao, sacaremos algo en claro, un título, el de la novela, una novela que sin alcanzar las altas cumbres borrascosas de ese Everest llamado Nembrot, me deja perfectamente y muy complacido en un campo 2.

Por cierto, si alguien tiene por ahí un ejemplar de Las estaciones de la muerte cogiendo polvo en alguna estantería de un trastero que haga el favor de ponerlo a la venta en Iberlibro a un precio razonable, que de los que aparecen por ahí no baja ninguno de los 172 euros.

José María Pérez Alvárez en Devaneos

Tela de araña
Examen final
Nembrot
Predicciones catastróficas
La soledad de las vocales
El arte del puzle

Lecturas periféricas | Entrevista a José María Pérez Álvarez en El Cuaderno digital

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Doménica (Gonzalo Torrente Ballester)

Doménica, es una novela póstuma de Gonzalo Torrente Ballester que compré en la fundación que lleva su nombre, a mi paso por Santiago de Compostela.
www.devaneos.comDoménica

Conviene leer Doménica (y disfrutar de sus bonitas ilustraciones obra de Maravillas Delgado) al tiempo que, por ejemplo, Supermask. Olivia y el misterio del Panda de Jade, para ver la diferencia entre un libro como el de Gonzalo que rezuma imaginación, fantasía, humor y lo más importante, literatura de la buena, y sagas como Supermasks, que colonizan las librerías y que no son más que una majadería pues deben pensar que los niños son imbéciles, así sus textos son planos, banales, previsibles y aburridos.

Gonzalo mete en su texto entre otras muchas cosas hayas y ayas, reyes, princesas, ogros, encantamientos, brujas, guerras, y además hay incluso metaliteratura, pues Domenica, que no se llama Dominga porque sonaría obsceno, crea personajes y escenarios con su mente, algunos de los cuales luego cobran vida propia.
El texto es un gozo, habida cuenta su imprevisibilidad, reina la fantasía, la sorpresa y aunque haya muchos desencantamientos, al final, uno queda encantado con la lectura, tras habitar poco más de 100 páginas por los derroteros mentales de Gonzalo, que escribió esta novela con 90 años y que demuestran que la edad no mermó en sus postrimerías su fértil imaginación.

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Fragmenta (Javier Pastor)

Recuerdo que en 1991 vi un vídeo de un tipo melenudo que me dejó impactado. Creo que yotuve la sensación entonces de estar escuchando algo tan novedoso como impactante. Aquello olía a teen spirit. Llevo meses leyendo novelas cuya melodía es la misma y la letra cambia poco. Tenía en la recamara la lectura de esta novela de Javier Pastor de quien había leído con mucha satisfacción Mate jaque y Fosa común. Fragmenta aparecía citada en La soledad de las vocales. Su lectura ha supuesto lo mismo que en su día creo que me supuso la escucha del temazo de Nirvana, a saber, un entusiasmo difícil de sofocar. Este libro publicado en 1999 !!!el primero del autor!!!, suena distinto. Da gusto refocilarse y chapotear en sus párrafos. Esto no es una fiesta, es una orgía del lenguaje, donde sus párrafos penetran todos nuestros orificios. Pastor exprime el diccionario y saca de él todo el ju(e)go de palabras que podamos imaginar y de paso crea otras nuevas. Leo sismografirma, leo Horroris causa, leo Canalillo de Soez, leo Aleluyástico, y no reproduzco más términos porque no me sale de las falanges. Ahí radica para mí, en esa torsión del lenguaje, el gran placer y asombro que me ha deparado su lectura.
Pastor va sobrado de caletre. Leyéndolo tengo la sensación de que Pastor es capaz de cualquier cosa, incluso que las Musas son una invención suya.
Rito de paso, Restauración -erre que erre- son pa(i)sa(na)jes literarios gloriosos.

Y qué decir del humor que gasta Pastor. El texto es una continua chufla, un atentado continuo al envaramiento, a las normas de ortografía que casi se agradece porque ofrece una mayor libertad al leer sin los cedas el paso y los stop que suponen las comas y los puntos seguidos y los pu(n)tos finales

me sentí sandiós hasta que rompí la hoja conservé el mango como recuerdo de lo bien que se pasa con un machete de destazar pototos

Sobre la felicidad a ultranza (Ugo Cornia 1999)

Sobre la felicidad a ultranza portada libro Ugo CorniaSi en el libro que comentaba el otro día de Edoardo Nesi, Una vida sin ayer, se nos mostraba un escenario apocalíptico, sin futuro ni esperanza, esta novela de Ugo Cornia titulada Sobre la felicidad a ultranza es todo lo contrario porque rezuma optimismo y felicidad, otro caso distinta es que tanto buen rollo cale en el ánimo del lector: en mi caso no.

Un libro así es de esos que a priori te entra por los ojos, poniéndote las pupilas a punto de nieve, porque todo es bello, hermoso, optimista, esperanzador, armónico y suave. La historia está contada por un tal Ugo, se entiende que es el propio autor, que en esta novela, la primera que escribió allá por 1999 y que en España se publicó en 2011 en Editorial Periférica, hace un ejercicio de memoria, y saca a pasear a todos sus muertos. Todo el libro es una colección de anécdotas, de momentos recordados en compañía de su padre, de su madre, de su tía, de esos seres queridos que marcaron su existencia y todo gira en torno a eso, y a poco más, porque todo se centra en los muertos, en los moribundos, que van camino del hoyo y en los recuerdos que dejan a los que se quedan.

Ugo además de dar cuenta de como el horno crematorio nos convierte en polvo a todos, sin importar raza ni condición, también nos da cuenta de sus otros polvos, los terrenales y saca a pasear a unas cuantas mujeres con las que folló, unas a las que amó, otras a las que quiso, alguna de la que se enamoró, y otra a la que no le dijo lo que le tenía que haber dicho en el momento preciso: como la vida misma.

La forma de narrar de Ugo Cornia es muy simple. No hay rebuscamiento alguno ni tampoco ningún esfuerzo en que lo escrito tenga algún recorrido (una apreciación mía subjetiva, porque seguro que Cornia aspira a convertirse en un clásico y ya hay quien tilda esta novela de Obra maestra, que aplicado a la literatura son como esos diez partidos del Siglo que se juegan cada temporada), basta con ir despachando anécdotas, ensartando recuerdos sobre el papel, a lo que también contribuye la traducción que en algunos casos chirría como cuando uno lee varias veces eso de «la mar de ….«. Digo yo que ahí el autor, o el traductor deberían echar mano de otros sinónimos porque sino la lectura acaba pecando de reiterativa, tanto que el argumento banal y la felicidad a ultranza de este prenda, me resultan indiferentes.
Vamos, que la cosa empezó más o menos bien (con Lalli y Brown y con la madre en vida y las singularidades de su padre), pero acabó regular tirando a mal (con sus devaneos amorosos y el ensimismamiento propio del aburrimiento)

Como Ugo es filósofo en algunos momentos nos endiña unas disertaciones filósoficas que no vienen muy al caso, con la pretensión quizá de que lo escrito coja algo de vuelo, ciertas hechuras u honduras, pero ni con esas.

Eso sí, el título me gusta mucho y lo ratifico, hay que ser feliz a ultranza o al menos intentarlo, porque a día de hoy la lectura de un periódico cualquiera o un telediario de la primera, de esos de hora y media, le dejan a uno al borde del llanto, o de la ira, o de la furia, o de la depresión, o de la inmolación, o de.