Archivo del Autor: Francisco H. González

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222 patitos (Federico Falco)

Ya no compro novelas, hay una edad en la que las historias inventadas dejan de interesar. Ahora solo me llaman la atención las biografías, los ensayos, las memorias de los grandes hombres que ayudan a entender el mundo, que explican cómo fueron, cómo son las cosas.

Esto lo afirma Ada, la protagonista de uno de los doce relatos del mismo nombre, de Federico Falco (General Cabrera, 1977) que conforman 222 patitos. Un sentimiento el de Ada que comparto. A veces al leer novelas acuso cierto cansancio como si lo ahí expresado fuera una fotocopia deslucida de la realidad o una fotografía mate del pasado, algo apagado y mortecino. Es cierto que en los ensayos, biografías y autobiografías uno encuentra a menudo el aliento que necesita, así Ordesa, por ejemplo, sin que sea necesario acudir si quiera a los grandes hombres, ni pretender el entendimiento del funcionamiento del mundo.

En todos los relatos está muy presente la muerte, humana y animal, a saber, un perro que es atropellado, en Muerte de Beba, y al que hay que buscar la manera de enterrar. Un perro que tiene una camada, en Un perro azul y su dueña va apagando, ahogándolos, uno a uno, todos los cachorros alumbrados. Otro gato, en El hombre de los gatos, cuyo dueño que está trastornado encierra en una jaula, cual pájaro, hasta que los barrotes pasan a ser una segunda piel y no queda otra que matarlo para aliviar su sufrimiento. Una madre, en Doscientos veintidós patitos, que en su juventud trató de suicidarse y en su senectud cuando acaricia la posibilidad de rematar lo que empezó se va al otro barrio merced a una bala perdida mientras toma el fresco en la fachada de su casa. O bien, en El pelo de la virgen, una niña cuyo hermano pequeño muere, mientras un compañero de clase de su hermana (de la que está prendado) se piensa culpable al sustraer los cabellos que la joven había dejado en una capilla junto a una Virgen, buscando así la sanación del hermano. O bien en Historia del Ave Fénix, el que muere es un pajarraco, en una atracción de feria, llamado a ser el Ave Fénix, reducido todo a un ardid para sacar dinero a los lugareños. Encontramos un respiro en Un hombre feliz, donde tras muchos ires y venires, el protagonista del relato encuentra la paz y la felicidad. No falta tampoco en algún relato como en Las casas en la otra orilla, el manejo de lo desconocido, la figura de ese extraño que se acerca a un menor con no sabemos qué intenciones, donde una cosa lleva a la otra, y donde salir corriendo resulta la mejor opción. Hablaba de muertos, y los muertos siguen. En El tío vidente, hay un incendio que el tío prevé y una sobrina, hacia la que siente algo que se barrunta sin llegar a explicitarse, que sería víctima del fuego, pero donde a la parca le dan cambiazo. En Pinar hay más muerte, con un relato que me recuerda mucho a Fin de Monteagudo. Se reúnen un grupo de amigos, en unas cabañas, y suceden cosas extrañas, fantásticas, donde una chica se volatiliza. En Cuento de Navidad, las reuniones familiares son el momento propicio para sacar los muertos a pasear y dejar que el pasado fluya por el presente, invocando a los que ya no están y sentándolos en el banquete del ahora.

No entresacaría ningún relato porque algunos como Doscientos veintidós patitos que ofrecen muchas posibilidades como la intención de un sucidio en una familia, narrado por una madre a toro pasado, se queda en agua de borrajas, o en Ada, esa imposiblidad de arraigar de Ada, al pasar de la ciudad al campo al casarse, su posterior desamparo, su consumirse en aquel páramo que para su marido es un oásis, tampoco me acaba de cuajar.

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Ordesa (Manuel Vilas)

Para qué escribir, se pregunta Manuel Vilas (Barbastro, 1962) en un momento de esta novela.

¿Para qué escribir? resulta una pregunta retórica después de haber leído y habitado Ordesa.

Escribir para que luego, a lectores como nosotros se nos parta el alma. Lo dice Millás y lo suscribo. Leer para pasar un buen rato, unas cuantas horas, unos pocos días. Leer para sentir y emocionarme mucho, como me pasó leyendo, por ejemplo, La hora violeta o Te me moriste de Peixoto. Leer para transformar nuestras mejillas en improvisados torrentes. Escribir sobre la muerte para dar sentido -y amar más- la vida. Sacar a pasear a los muertos, ya convertidos en fantasmas, evocarlos y encarnarlos y especular, como hacía Vicente Valero en Los extraños.

Ordesa es un canto (aquí requiem) a la vida y también a la bebida, hasta que en esa dislexia de bes y uves y antes de caer en un coma existencial -que sería un punto final- Vilas deja las bes y opta por vivir, aunque las horas abstemias sean entonces más pesadas y plomizas.

Morir no es necesario. No, no lo es.

¿Escribir para qué?.

Leía Ordesa y yo entendía Odisea y en cierta manera el libro de Vilas lo es. La vida no es si no tránsito, viaje, dejar el nido, y a toro pasado (si llegamos a ese momento) echar la vista atrás, regresar a casa, al pasado -que aquí es adic(c)ión- y en perspectiva, hacer balance sobre el papel, de lo que una vida ha ido siendo, una Ítaca que aquí sería el Barbastro de cuando Vilas tenía siete u ocho niños –años 70, cuando la vida iba más despacio y podías verla. Los veranos eran eternos, las tardes eran infinitas, y los ríos no estaban contaminados– y agarraba la mano de su padre y caminaba por las calles, ufano, exhibiendo a su progenitor. El viaje de Vilas es un regreso a su pasado familiar, un repliegue donde brilla con la luz inextinguible de un faro su padre Manuel, muerto a los 75 años y al que Vilas regresa una y otra vez, tejiendo y destejiendo su figura de anécdotas familiares.

Vilas no escribe desde el resentimiento, sino desde el sentimiento (me desarma la madre punki de Vilas), no desde el reproche, la censura, la reprobación o el resquemor, sino desde la comprensión, desde la aceptación (ahí quedan las palabras sobre Monteverdi), desde el amor en definitiva. Suena cursi: amor. Pero sin amor, todo es ausencia, vacío y precipicio. Siempre. Lo sabemos.

¿Escribir para qué?

Ordesa es una carta de amor hacia su padre, su madre, sus tías, hacia aquellos familiares que quedaron orillados, que la muerte sepultó y ya todos olvidaron (como sus abuelos), a veces adrede, incluso con saña. Hay también en el texto fotografías familiares, imágenes insertas en el texto, historias desveladas con especulaciones, reconstruyendo las vidas de esos rostros y cuerpos ahí im-presos.

Leer Ordesa, a pesar de que Vilas esté continuamente hablando de la muerte y del tiempo que le resta, y saque a pasear una legión de muertos, insufla vida, quita gravedad a ésta, la vivifica, la aligera, la expande, la despoja de pesos innecesarios, la deja en su esencia, la acrisola con el fuego de su verdad.

Ordesa es un viaje espacial a la España pobre de los años 60 y 70. La España negra, la España del desarrollismo, la España de la transición, la España de los odios atávicos. La España de la clase mediobaja. La España polarizada entre Barcelona y Madrid. La España actual de la crisis, de la corrupción, de los macrojuicios interminables.

Ordesa la siento como una autobiografía sincera, honesta, donde Vilas nos habla, sin sustraerse al humor, de su divorcio, su alcoholismo, sus hijos adolescentes (que pasan de él, como pasaba él de su padre a su misma edad. Sí, el eterno retorno), su trabajo como profesor de literatura al que renunciará después de dos décadas, su inasistencia a los funerales de sus seres queridos, su soledad (que te espere alguien en algún sitio es el único sentido de la vida, y el único éxito), sus quebraderos de cabeza sobre la cremación de sus padres, etc.

Ordesa es raíz, es arraigo, es el cordel que uno no quiere soltar porque de hacerlo, sabe que todo lo que le precede (todos los muertos familiares, todo lo que él es) se olvidaría. Escribir aquí es pelear a la contra, una lucha sin cuartel y feroz contra el olvido, opugnando palabras, a veces, en forma de potentes aforismos, con un fraseo constante y magnético.

Prefiero ser mi padre, dice Vilas. Me causa terror llegar a tener una identidad propia, dice Vilas.

¿Escribir para qué?.

Escribir porque a veces la literatura es amparo, lar y lumbre.

Leía el otro día un relato de Andrea Jeftanovic titulado La necesidad de ser hijo. Bien podría ser el título de este libro de Vilas. La necesidad de ser hijo, sí y la necesidad perentoria de sentirte y saberte amado y protegido, de que un ser querido te quite, como hizo Rachma, la culpa de encima y te devolviera la inocencia.

¿Escribir para qué?

Para leer esto:

Cuántas veces llegaba yo a mi casa, cuando tenía diecisiete años, y no me fijaba en la presencia de mi padre, no sabía si mi padre estaba en casa o no. Tenía muchas cosas que hacer, eso pensaba, cosas que no incluían la contemplación silenciosa de mi padre. Y ahora me arrepiento de no haber contemplado más la vida de mi padre. Mirar su vida, eso, simplemente.
Mirarle la vida a mi padre, eso debería haber hecho todos los días, mucho rato.

Acabo.

Dice Vilas que la maternidad y la paternidad son las únicas certezas. Sabes que darías tu vida por tu hijo sin pensártelo un segundo, sí, puro instinto, pura vida, pura y límpida literatura es esta Ordesa de Vilas.

¿Escribir para qué?.

Escribir para que un lector te dé las gracias por un libro, por un presente como este.
Gracias, Vilas. Así de sencillo.

Me comentaba un conocido que no visitaba librerías porque entre tanto libro se aturullaba y no sabía qué libro comprar, a no ser que alguien le recomendase encarecidamente y con determinación un libro, en cuyo caso iba a tiro hecho y lo compraba. Animo a comprar este libro de Vilas, a cursar una desiderata en una biblioteca pública, a reservarlo si ya lo tienen, a pedírselo a tu vecina, a comprarlo (algo improbable) en un librería de viejo, a instar a tus vástagos para que te lo regalen en el día del padre (o cualquier otro día) o bien dirigirte a una librería-cafetería cogerlo de la estantería e irlo leyendo a pequeños sorbos.

Lean a Vilas, sus muertos se lo agradecerán.

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Biblioteca bizarra (Eduardo Halfon)

Heteróclito y muy apetecible (lo edita Jekyll & Jill, así que está todo dicho) y godible artefacto narrativo este que nos ofrece Eduardo Halfon, bien conocido por estos pagos literarios.

El texto explicita el amor de Halfon por los libros, como buen bibliófilo, al hilo de lo cual dedica un apartado a hablar de distintas bibliotecas, y esto me recuerda al libro de Marchamalo, Tocar los libros, como cuando aborda esas bibliotecas particulares de varios miles de ejemplares, como la de Eco, ante las cuales siempre surge como espectador la inevitable pregunta ¿te los has leído todos?, que da pie para respuestas de lo más ingeniosas. En esa miríada de bibliotecas, entresaco La biblioteca mojada, entre otras cosas porque el protagonista es un tal doctor Sancha, un riojano con el que Halfon pasea por la calle Laurel y siendo uno oriundo de Logroño el texto me resulta sorprendente.

Otras páginas son recuerdos de Halfon. Unos tienen que ver con su padre, que ya abordó al detalle en Saturno, como su acto de desobediencia filial en su adolescencia, al no estar Halfon por cumplir con los ritos judios tradicionales. En otros se menta a su abuelo, que ya aparecía en los relatos de Signor Hoffman, o se desgranan otros recuerdos como se hacía en Monasterio.

Reflexiona Halfon sobre la escritura y la memoria. Escribir es volver atrás, poner en pie los recuerdos, rellenar los huecos, «Tras beber simultáneamente de los ríos Lete y Mnemósine, narramos nuestros lugares infantiles desde un punto intermedio entre el recuerdo y el olvido«.

Otro capítulo lo dedica Halfon a su inmimente paternidad (viene al caso hoy que es el día del padre)
La paternidad Halfon
Sentimientos, los que manifiesta Halfon que me recuerdan a otros parejos de Pablo Cerezal en Breve historia del circo.

Halfon nos cuenta sus inicios como escritor, su poco gusto por la lectura hasta pasada la treintena que le llega la iluminación, el leer compulsivo, el enamorarse de las palabras, el aprender a escribir, el ser un lector exigente, el comenzar a publicar. Recuerda a los escritores guatemaltecos que se han visto obligarse a exiliarse: Miguel Ángel Asturias, Augusto Monterroso, Carlos Solórzano, y cómo él mismo se tuvo que ir (un partirse por la mitad) como un día un fulano se plantó en su casa dejó un arma sobre la mesa y se puso a contarle lo mucho que adoraba a Hitler, pues era mejor no andar hablando demasiado y no hablar, opinar, escribir y en caso de hacerlo censurarse, para no causarse problemas.

Me ha gustado mucho la anécdota del laureado Antonio Di Benedetto compitiendo en un certamen de relatos con otros jóvenes que hacían sus pinitos, como Bolaño.

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Escritoras latinoamericanas

Por estos devaneos literarios míos -aunque unas novelas las haya disfrutado más que otras- he descubierto a lo largo de los meses, y de los años, el talento de muchas escritoras latinoamericanas nacidas entre 1970 y 1988, como las que siguen:

Matate amor de Ariana Harwicz (Buenos aires, 1977)
Distancia de rescate de Samanta Schweblin (Buenos aires, 1978)
Seres queridos de Vera Giaconi (Montevideo, 1974)
Nefando de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988)
Temporada de huracanes de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982)
La condición animal de Valeria Correa Fiz (Rosario, 1971)
Fruta podrida de Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970)
Wakolda de Lucía Puenzo (Buenos Aires, 1976)
La visita de Mariana Graciano (Rosario, 1982)
El matrimonio de los peces rojos de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973)
Valeria Luiselli (La historia de mis dientes, Los ingrávidos, Papeles falsos) (Ciudad de México, 1983)
El pájaro de hueso de María Carman (Buenos Aires, 1971)
Conjunto vacío de Verónica Gerber (Ciudad de México, 1981)
La dimensión desconocida de Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971)
La abuela civil española de Andrea Stefanoni (Buenos Aires, 1976)
La ciudad invencible de Fernanda Trías (Montevideo, 1976)
La mucama de Omicunlé de Rita Indiana (Santo Domingo, 1977)
Los niños de Carolina Sanín (Bogotá, 1973)
Las constelaciones oscuras de Pola Oloixarac (Buenos Aires, 1977)
La perra de Pilar Quintana (Cali,1972)

A otras muchas como Cynthia Rimsky, María Moreno, Margarita García Robayo, Alia Trabucco Zerán, Paula Ilabaca, Mariana Enríquez, Paulina Flores, Laia Jufresa, Gabriela Wiener, Selva Amada, Liliana Colanzi, espero poder leerlas próximamente. Una lista, que por otra parte, no dudo que no dejará de crecer.