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De ruta por el Camero Nuevo

Me habló Enrique de lo literario que le parecían los pueblos en los que acaba la carretera. Nestares es uno de ellos. En lugar de ir directamente, optamos por dar un pequeño rodeo. A tal fin, por el Camino de Santiago, entre una riada de peregrinos de diversos países: Brasil, Suiza, Estados Unidos, Japón, etc, llegamos a Navarrete, ascendimos a lo más alto del pueblo para proseguir hasta Sotés, que dejamos a nuestra derecha, para encaminarnos hacia Hornos de Moncalvillo. Es entonces cuando la cosa se va poniendo interesante y comienza la larga ascensión hasta las antenas de Moncalvillo. Me llamó la atención una señal de tráfico que indicaba un peligro indeterminado. En caso de ir en bici puede ser, por ejemplo, que te dé una pájara o te moche una vaca o te arrolle un vehículo o te dilapide un árbol, a saber.

Moncalvillo

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Nosotros íbamos con las bicis eléctricas, que lo hace todo más llevadero, pero si no mantienes una buena cadencia de pedaleo la bici se para, y volver a coger ritmo con un desnivel de un 14% no resulta nada fácil.

Ya en las antenas, a un lado de la pista, las vacas negras ensimismadas en el rumiar de sus pensamientos se mantenían ajenas a nuestra presencia. De allí parte una pista de tierra, y más tarde de gravilla, que aboca a Nestares.

Nestares

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Merece mucho la pena echar pie a tierra para contemplar los bellos paisajes circundantes, asimismo la llegada a Nestares, entrevisto en la distancia, situado en la parte baja; un poco más lejos se ve también Torrecilla en Cameros. Nos encontramos en el Camero Nuevo.

Llegamos a la ermita de la virgen de Manojar, en lo alto del pueblo de Nestares. Estaba cerrada. Me resultó curiosa la cúpula de la cabecera y regresamos por la carretera de Soria. Carretera peligrosa al combinar un arcén estrecho con otros momentos en los que no hay arcén, y cuando los vehículos se cruzan en ambas direcciones pasan algunos coches acariciándote la pantorrilla.

La vía de servicio hace que los últimos kilómetros hasta Logroño sean un paseo, a pesar de llevar el viento de cara. En total, 72 kilómetros.

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Cúbit (Vicente Luis Mora)

En un correo, un amigo me hablaba el otro día del calor de la belleza, de leer y no entender nada (algo relativo a la mecánica cuántica), pero disfrutarlo.

Cúbit, de Vicente Luis Mora, ofrece la cálida belleza de la palabra bien escrita que requiere una lectura atenta y así comprensible. Y como le reprocha Alcio -uno de los personajes-, a su mujer, el que sus ideas sean las de cualquiera, los lugares comunes, los tópicos en su escritura, Vicente trata y consigue en su novela superar todo esto y ofrecernos una novela muy original, desubicada, poliédrica y proteica, que nos ofrece muchos textos con múltiples narradores y cuyo final me recordaba el de relato de Don DeLillo, Momentos humanos de la tercera guerra mundial, la guerra que libran aquí también los humanos y las máquinas, las cuales han dado un paso más en su evolución hasta la IAR, la inteligencia artificial real (la cual, al contrario de lo que creemos, no trabaja para nosotros, sino nosotros para ella); la guerra concluirá con una desconexión de las máquinas.

Y dentro de la novela, una de las grandes creaciones es Cúbit, la que vemos en la cubierta del libro; ni humana ni máquina, tampoco extraterrestre, más bien intraterrestre o supraterrestre, o diluida en la tierra. Paradójicamente la escasa presencia de Cúbit es pura esencia, como la de un mineral denso, ese mercurio que desborda la mesa y cuyo lento avance nos mantiene embobados, aquí subyugados por su inteligencia y lo mejor: por su “personalidad”. Cúbit y los Itrios. El Itrio, cuyo elemento químico es “Y”. ¿Casualidad? No lo sé, pero aquí, el espíritu de la novela, si lo hay, y creo que lo hay, es la de la cópula, la del ineludible hermanamiento, la pretendida fraternidad, el necesitado sentido comunitario, no solo entre los humanos, sino entre todas las formas vivas.

Y como en los cómics de la Marvel, Cúbit debe tener un rival igual de poderoso: Ibris, epílogo de la IAR. Y al lado de Cúbit, en su cruzada, esta se verá acompañada por una humana, Selva Preston, y su palabra como herramienta de construcción masiva.

El mensaje que nos deja el final de la novela, ese mensaje que puede ser una sonda galáctica, o una botella lanzada al mar con un mensaje dentro, es la poderosa idea de que aún estamos a tiempo de cambiar la cosas, que el planeta cada día más vejado, recalentado y vandalizado, emboscado en guerras, precisa de seres que luchen por la supervivencia y el mantenimiento de tanta belleza, por la preservación de los ecosistemas, sin hacer ascos a la técnica, pero regidos por la ética en nuestras acciones.

La narración bascula entre el pasado y el futuro (vemos cómo se cifra en la imaginación del autor ese escenario a través de holocines, visiochips, algoritmes de tercera generación…) pero nos la jugamos en el presente, en el ahora.

Muchas más cuestiones son las que aborda Vicente en su fascinante narración, ya sea con sus interesantes reflexiones, valiéndose por ejemplo de Alcio y Cúbit, acerca de la personalidad (y su naturaleza), la conciencia, el subconsciente (infravalorado), la memoria (no siempre tan completa y dispuesta como nos gustaría) o cuestiones como la valoración (negativa) de la autoficción en la escritura o la diferencia entre el conocimiento y la inteligencia o el tratamiento del lenguaje (la manera en la que maneja Cúbit los tiempos verbales y su rápida adaptación; el lenguaje que emplearía una rutina, ni masculino ni femenino, así las piezas de Ibris y elle misme se conectó; o incluso la búsqueda, no del asesino como en las novelas de Agatha Christie, sino del posible narrador, y hay donde elegir: Cúbit, un archinarrador, la IAR, Hansi, Nadia B, Hibris…).

Hay aquí calor y belleza, en este libro tan especial cuya prosa (deslumbrante) parece manar de un hontanar bien escondido.

Lecturas periféricas2222, Psicojuego, Últimas noticias de la humanidad.