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Yo tuve un sueño. El viaje de los niños centroamericanos a Estados Unidos (Juan Pablo Villalobos)

Yo tuve un sueño. El viaje de los niños centroamericanos a Estados Unidos (Juan Pablo Villalobos)

Hace poco más de un mes Eduardo Halfon y Juan Pablo Villalobos pasaron por la ciudad de Logroño, y dentro del festival de narrativa Cuéntalo estuvieron charlando, frente a un público entregado, moderados por Cristina Hermoso de Mendoza, acerca del desarraigo, en una charla que llevaba por título Partirse en dos.

Juan Pablo habló de un libro que había escrito recientemente de crónicas de niños centroamericanos que habían emigrado a los Estados Unidos. Un libro de no ficción que empleaba técnicas narrativas de la ficción, fruto de las entrevistas a diez niños que habían tenido suerte y habían podido quedarse definitivamente en los Estados Unidos. Un libro que le había acarreado problemas, pues la ficción es algo que da impunidad, mientras que tocar temas reales y denunciar una realidad sangrante provocó, como tuvo la ocasión de comprobar, la ira de muchos manifestada con insultos, amenazas, etc.

Los niños migrantes protagonizan también, cierta parte de la última y espléndida novela de Valeria Luiselli, Desierto sonoro y que Luiselli ya había abordado como ensayo en Los niños perdidos.

Las diez historias son muy representativas -mediadas por el buen hacer de Villalobos- del infierno al que se ven sometidos estos niños. Primero en el origen, en sus países centroamericanos que como explica Alberto Arce son fosas comunes donde el ciudadano es un ente de extracción, esquilmado por las pandillas, el estado, el ejército, la policía, que sacarán de él todo aquello que tenga algún valor. De esta manera muchos niños visto el percal y con familiares, madres o padres en los Estados Unidos se despiden de las abuelas y deciden emprender un viaje incierto, donde sufrirán el sol inclemente del desierto, el frío y la humedad de los ríos que deben cruzar, los viajes extenuantes a lomos de la Bestia expuestos a toda clase de amenazas. Si logran llegar a los Estados Unidos, en los centros de detención, en las hieleras, ateridos de frío, sufrirán el hacinamiento de no tener ni un trozo de suelo en el que poder cuando menos dejarse caer como un fardo y descansar. Si les dejan quedarse algunos logran estudiar, acceder a la universidad, tener un futuro, cumplir un sueño. Los menos afortunados serán devueltos, deportados, regresados a los países de origen, a la boca del lobo pues. Otros muchos se quedarán por el camino. Su rastro, su no rostro, será quizá unas floras agostadas dejadas en un poste, junto a unas rocas. Allá donde yacieron, solos, carne de estadísticas luctuosas.

El epílogo de Alberto Arce no es nada alentador, porque las crisis migratorias parecen que lejos de remitir van a más. Los muertos y la violencia van en aumento en todos estos países (Honduras, Guatemala, El Salvador), en los que las pandillas cada vez tienen más presencia, (totalizadora) ocupando por ejemplo a 70.000 jóvenes en El Salvador. Huyendo de estas pandillas se calcula que han huido al menos 190.000 menores de edad centroamericanos en los últimos cinco años rumbo a Estados Unidos.

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Escritoras latinoamericanas

Por estos devaneos literarios míos -aunque unas novelas las haya disfrutado más que otras- he descubierto a lo largo de los meses, y de los años, el talento de muchas escritoras latinoamericanas nacidas entre 1970 y 1988, como las que siguen:

Matate amor de Ariana Harwicz (Buenos aires, 1977)
Distancia de rescate de Samanta Schweblin (Buenos aires, 1978)
Seres queridos de Vera Giaconi (Montevideo, 1974)
Nefando de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988)
Temporada de huracanes de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982)
La condición animal de Valeria Correa Fiz (Rosario, 1971)
Fruta podrida de Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970)
Wakolda de Lucía Puenzo (Buenos Aires, 1976)
La visita de Mariana Graciano (Rosario, 1982)
El matrimonio de los peces rojos de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973)
Valeria Luiselli (La historia de mis dientes, Los ingrávidos, Papeles falsos) (Ciudad de México, 1983)
El pájaro de hueso de María Carman (Buenos Aires, 1971)
Conjunto vacío de Verónica Gerber (Ciudad de México, 1981)
La dimensión desconocida de Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971)
La abuela civil española de Andrea Stefanoni (Buenos Aires, 1976)
La ciudad invencible de Fernanda Trías (Montevideo, 1976)
La mucama de Omicunlé de Rita Indiana (Santo Domingo, 1977)
Los niños de Carolina Sanín (Bogotá, 1973)
Las constelaciones oscuras de Pola Oloixarac (Buenos Aires, 1977)
La perra de Pilar Quintana (Cali,1972)

A otras muchas como Cynthia Rimsky, María Moreno, Margarita García Robayo, Alia Trabucco Zerán, Paula Ilabaca, Mariana Enríquez, Paulina Flores, Laia Jufresa, Gabriela Wiener, Selva Amada, Liliana Colanzi, espero poder leerlas próximamente. Una lista, que por otra parte, no dudo que no dejará de crecer.

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Los ingrávidos (Valeria Luiselli)

Hasta la fecha había leído dos libros de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983): Papeles falsos y La historia de mis dientes.

Los ingrávidos es con diferencia el que más me ha gustado de los tres.

Una lectura apresurada de esta novela puede llevarnos a considerarla como una divertida fantasmada, con personajes que se difuminan, pierden cuerpo y gravidez hasta su desaparición. Bajo esa apariencia superficial, si dedicamos algo más de tiempo a releer ciertos fragmentos, podemos apreciar entonces el humor gamberro y desinhibido que impregna la narración, la prosa filosa e intersticial, las jugosas reflexiones sobre el acto de escribir y sobre la literatura; «escribir novelas es tratar de congelar el tiempo sin detener el movimiento de las cosas«, como escribir sirve para afirmar su existencia -en el caso de la narradora, quien reconstruye su pasado transformándolo: una ficción que infecciona la realidad, cuando su pareja lea lo que su mujer escribe y la ficcion actúe entonces como acicate para tomar decisiones y también en el caso de Owen- como si posar las palabras sobre un papel equivale a fijar nuestro cuerpo sobre una balanza que acredite nuestra corporeidad, el juego de espejos que permite la dilatación espacial y temporal, donde el tiempo se repliega, tal que los dos narradores de la novela, a pesar de haber vivido en décadas distintas puedan confluir -siempre con el metro como espacio de encuentro, transición, descubrimiento y ocultamiento-, en ese espacio que construye Luiselli, un espacio real, irreal y verosímil, fantástico y subyugante, porque lo que la autora perpetra, logra lo que muy pocas novelas materializan, que es nada menos que dejar perplejo -perplejidad (pareja a la experimentada por mí al leer a Yuri Herrera) que aboca a la fascinación- al lector, no porque Luiselli invente un lenguaje nuevo, que no es el caso -donde aquejada del buen espíritu Vila-Matiano no faltan un buen número de referencias literarias: Federico García Lorca, Emily Dickinson, Ernest Hemingway, Walt Whitman, Francisco de Quevedo, Ezra Pound, William Carlos Williams, Louis Zukofsky, Herman Melville, Roberto Bolaño…, sino porque la lectura de estos fragmentos narrados en primera persona, vividos, fantaseados, ficcionados, friccionados, tamizados por el talento de Luiselli, deparan una lectura gozosa.

Aparecen en la narración niños y mascotas y hay ahí algo esencial que puede pasar desapercibido en los breves diálogos que los niños mantienen con la narradora, su madre, o con el padre menguante. Ahí vemos cómo en la labor de educar por parte de los adultos, sus continuas correcciones, no hacen otra cosa que lastrar o castrar la imaginación de sus hijos.

Editorial Sexto Piso. 2011. 144 páginas.