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Las voladoras (Mónica Ojeda)

Las voladoras
Mónica Ojeda
Páginas de Espuma
Año de publicación: 2020
128 páginas

Las voladoras es el primer libro de relatos de Mónica Ojeda formado por Las voladoras, Sangre coagulada, Cabeza voladora, Caninos, Slasher, Soroche, Terremoto, El mundo de arriba y el mundo de abajo. Ocho relatos en los que la escritora ecuatoriana (y residente en España; ¿no me digan que esto no les recuerda al Un, dos tres?), sigue indagando en la ontología del miedo, la violencia, el sexo, como hiciera en sus anteriores novelas Mandíbula y Nefando.

En Las voladoras anida el mito visto con los ojos de una niña que ve cómo las voladoras que visitan su lar afectan de distinta manera a su padre y madre, el aliento es sexo, lo seminal, la pulsión del deseo aboca al incesto con la fuerza del aluvión de una voz inacallable, la noche sea entonces caballo, alado, de melosas axilas chorreantes.

En Sangre coagulada sentimos el páramo rulfiano en las pupilas. Una niña y su abuela en un andurrial. Jóvenes que acuden queriendo abortar. La niña siente atracción por la sangre que viene a ser lo oculto, el cuerpo que se nos ciega pero que nuestro es, y que a través de coágulos se manifiesta. Cóagulos embarazosos que piden justicia vengandora, el filo del cuchillo, el traje de tierra, polvo al polvo.

Cabeza voladora aporta otra palabra a nuestro vocabulario: cefalóforos. Aquellos que llevan su cabeza entre las manos. Otra vía más que se abre en este circo o círculo infernal de los horrores; la decapitación y el elemento fantástico que flotan en el éter, como una gasa invisible y que cifra la capacidad que tiene Mónica para explorar, palpar, viviseccionar el miedo y sus atributos.

En Caninos, pienso en lo que escribiera Fabián CasasTodo lo que se pudre forma una familia”. En los mecanismos familiares capaces de ampararnos y dejarnos a la intemperie, espacio en el que se cuece el amor y el odio, a veces es cárcel. Una pareja de borrachos y dos hijas. Como en Enero de Sara Gallardo, vemos cómo hablar de una violación sin hacerla explícita. Viendo la sombra de aquel acto abyecto. La hija a la que le toca bregar con su padre, encargada de sus cuidados, a la fuerza. Los recuerdos hibernan hasta que una conversación propicia el deshielo, la escorrentía, agua que es fuego que quema. Duele recordar y es mejor dejar el pasado a oscuras, la puerta cerrada, la mente en suspenso, el relato en suspense.

En Slasher Mónica ilumina esas zonas oscuras que nos dan pavor, aquí acerca del ruido, con esos sonidos que llevan nuestra imaginación en volandas y aceleran nuestro corazón de tal manera que pareciera irse a salir del pecho. Dos hermanas sufren el acoso decibélico nocturno que les infringe involuntariamente su madre doliente. Las Bárbaras las llaman, pues tienen un grupo de música en el que insertan toda clase de ruidos, de esos que erizan el espinazo y nos hacen fantasear con lo peor. Dos jóvenes, una de ellas sordomuda que laten como un mismo corazón, que fantasean con mutilaciones de manos amputadas, lenguas seccionadas, con convertir la vida y la muerte en una puerta giratoria.

En Soroche vemos el daño que causará la difusión de un vídeo porno casero en una mujer de mediana edad que en ca(r)nal abierto alimenta así todos sus fantasmas personales, cifrando todo su ser en su carcasa, en un cuerpo que el paso y el peso del tiempo va posando, prensando, menoscabando, arrugando, volviéndolo mórbido, fláccido. ¿Tan dramático es? Sí, cuando un ser humano se convierte, o se ve, o se siente (somos como nos ven podemos llegar a creer si descuidamos las enseñanzas de aquel aviador que escribía o aquel escritor que volaba, a saber, que dejó dicho que lo esencial es invisible para los ojos), únicamente como un amasijo de carne y el cerebro le sirve para recrearse en su drama, de dimensiones trágicas.

La ferocidad humana como en el juego ese de “tú la llevas” pasa a la tierra y esta exhibe entonces todo su malestar, ferocidad, ira, con estallidos, a modo de estertor, manifestados mediante un Terremoto, por ejemplo, que marcase el final de la humanidad.

La poética más desarmante la maneja Mónica en El mundo de arriba y el mundo de abajo. Aquí lo terrorífico cuando uno: lobo, chamán, deidad o mortal, trata de burlar a la muerte para constatar que ciertos regresos son infinitamente peores que una ausencia, por muy filial que sea, por mucho que duela y supure, ausencias que a menudo solo se saldan con más ausencias.

Ocho relatos que marcan claramente el camino elegido por Mónica Ojeda, un camino que unos cuantos lectores ya estamos siguiendo, camino fértil abierto al relato, la novela e incluso a la poesía, en manos de una autora que tiene muchas cosas que decir, empleando para ello un lenguaje que hace de su prosa una materia vivaz.

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Mandíbula (Mónica Ojeda)

La ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, Ecuador,1988) me enganchó con Nefando, su anterior novela, con una temática que sustanciaba muy bien el término que daba título a la misma. Allá era un videojuego con humanos, aquí son los Creepypastas. Algo había oído de los mismas, en relación a un juego, La ballena azul, que al parecer se hizo viral no hace mucho entre los adolescentes y donde acababa el juego con el suicidio de los jóvenes.

Ojeda se acerca aquí al terror desde un punto de vista intelectivo y arma un ensayo (ahí está la redacción de Annelise, el Dios Blanco, la ontología del miedo) con hechuras de novela, en la que una profesora secuestra a una joven para “darle una lección” a una de sus alumnas, Fernanda, de quien iremos leyendo previamente sus testimonios ante un psicoanalista con el que trata de superar lo que hizo de niña. Testimonios abonados de palabras en inglés que no parecen venir mucho a cuento. Ese el principio, luego la historia irá dando saltos atrás y volviendo de nuevo al presente. Conocemos así mejor la personalidad atormentada de la profesora, Clara, sus ataques de pánico y ansiedad, su empeño enfermizo por canibalizar o vampirizar a su madre (por esos apegos feroces que devienen enfermizos, esas relaciones madre-hija tortuosas, donde desnacerse a veces acaba convirtiéndose en la única razón de (no) ser de los alumbrados) torturada por su columna deforme, por reemplazarla físicamente tras su muerte, por convertirse en un calco de la misma, replicando también su actividad laboral, pues Clara se mete voluntariamente en la boca del lobo (sin sustraerse a esas sensaciones previas a las clases en la que la adrenalina bate en los corazones con la misma fuerza que en los de los corredores de los Sanfermines) y a pesar de sus problemas mentales decide ser docente y enfrentarse a adolescentes (las cuales han de arrostrar esa sensación permanente de adolecer, agravada con su metamorfosis corporal diaria, como el horizonte menstrual en el caso de estas jóvenes) para quienes ella pasará a ser objeto de todas las miradas, afrentas, ataques, más o menos velados e incluso de un secuestro (y su retahíla de vejaciones) por parte de dos alumnas, en un centro anterior, que la dejará tocada de por vida. El centro donde imparte clases ahora Clara pertenece al Opus, y la religión marca una represión no solo sexual, en la que una pandilla integrada por seis chicas, protagonizan la narración. Ojeda se centra -y ahí la narración creo que flaquea- en los pormenores de la actividad en el centro, en la relación de Clara con otros profesores, y se aviva cuando vemos a las jóvenes llevando a cabo acciones con jóvenes del sexo opuesto (donde se manifiesta la buena mano de Ojeda para los diálogos, si bien ese estirar las palabras para registrar el habla juvenil me ha resultaaaado muuuy cargaaaante) en un edificio abandonado, que les permiten explorar sus límites, ya sea a través del sexo, la violencia, el dolor, como fuentes de autoconocimiento que las sitúan al borde del precipicio, no sólo físico, también mental.

Ojeda dice que “el miedo no es el qué, sino el cómo” y no es casual que en la novela estén presentes Poe (La narración de Arthur Gordon Pym), H. P. Lovecraft, Shelley (Frankenstein), Melville (Moby Dick), Stephen King… aquellos que hicieron y hacen muy buena literatura con el terror, pero aquí Ojeda creo que no tiene en mente tanto lo explícito, el horripilarnos a mandíbula batiente, sino más bien hacer volar nuestra imaginación, ponernos en disposición de tener miedo al miedo: ese miedo hacia lo desconocido, hacia lo inenarrable, hacia lo indecible, hacia lo innombrable, el miedo a uno mismo, el miedo hacia una pulsión sexual desconocida, inconfesa, el miedo a dejar salir de nosotros al monstruo latente que espera su oportunidad y convertir por ejemplo a Clara en artífice de un secuestro que transformará al secuestrado en marioneta, amasijo de carne inerme, víctima del secuestrador y de sus propios olores, secreciones, humores, temores; fijar en nuestra mente, como hacen las Creepypastas imágenes gusano, aquí hechas de palabras, que quedarán rondando en nuestras cabezas una vez acabada la novela, algo así como un pensamiento urticante, que se alimenta y escuece en nuestro interior a medida que regresamos, queramos o no, a él.

Candaya. 2018. 288 páginas.

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Escritoras latinoamericanas

Por estos devaneos literarios míos -aunque unas novelas las haya disfrutado más que otras- he descubierto a lo largo de los meses, y de los años, el talento de muchas escritoras latinoamericanas nacidas entre 1970 y 1988, como las que siguen:

Matate amor de Ariana Harwicz (Buenos aires, 1977)
Distancia de rescate de Samanta Schweblin (Buenos aires, 1978)
Seres queridos de Vera Giaconi (Montevideo, 1974)
Nefando de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988)
Temporada de huracanes de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982)
La condición animal de Valeria Correa Fiz (Rosario, 1971)
Fruta podrida de Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970)
Wakolda de Lucía Puenzo (Buenos Aires, 1976)
La visita de Mariana Graciano (Rosario, 1982)
El matrimonio de los peces rojos de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973)
Valeria Luiselli (La historia de mis dientes, Los ingrávidos, Papeles falsos) (Ciudad de México, 1983)
El pájaro de hueso de María Carman (Buenos Aires, 1971)
Conjunto vacío de Verónica Gerber (Ciudad de México, 1981)
La dimensión desconocida de Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971)
La abuela civil española de Andrea Stefanoni (Buenos Aires, 1976)
La ciudad invencible de Fernanda Trías (Montevideo, 1976)
La mucama de Omicunlé de Rita Indiana (Santo Domingo, 1977)
Los niños de Carolina Sanín (Bogotá, 1973)
Las constelaciones oscuras de Pola Oloixarac (Buenos Aires, 1977)
La perra de Pilar Quintana (Cali,1972)

A otras muchas como Cynthia Rimsky, María Moreno, Margarita García Robayo, Alia Trabucco Zerán, Paula Ilabaca, Mariana Enríquez, Paulina Flores, Laia Jufresa, Gabriela Wiener, Selva Amada, Liliana Colanzi, espero poder leerlas próximamente. Una lista, que por otra parte, no dudo que no dejará de crecer.

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Nefando (Mónica Ojeda)

Pero también en el dolor se esconde
placer, si no lo tratas como a un enemigo

Carlos Alcorta (Ahora es la noche)

Nefando: Que resulta abominable por ir contra la moral y la ética.

La ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) va a derechas desde el título. No hay que llevarse pues a engaño. Lo que el texto ofrece es toda clase de vilezas y abyecciones, las de unas mentes monstruosas o simplemente las de una humanidad abyecta. Como cebo, Nefando, un videojuego que opera como Macguffin que está ahí y actúa como aglutinante de las opiniones (de usuarios o del creador del juego) que se vierten sobre dicho juego, que sería clausurado por las autoridades al ofrecer contenidos que violaban las leyes y superaban los límites de la moral, o eso parece, porque la autora sagazmente va construyendo su historia a retazos, a cachitos, con una prosa poética poco habitual, donde lo porno y lo gráfico de la narración se alimenta de microensayos que tocan las similitudes entre el BDSM y la religión católica en su vis más gore o sangrante, el artista y la propiedad intelectual, el rol de la víctima de abusos sexuales, las novelas porno y de ciencia ficción, cuestiones metaliterarias, o todo aquello que tiene que ver con la deep web (el interesante libro de Ivan Mourin, Un paseo por el lado más oscuro de internet, descendiendo hasta el infierno, nos acerca a lo que hay por debajo del internet normalizado e indexado que manejamos habitualmente).

Lo interesante de la novela, además de lo extraño y morboso de la propuesta es lo bien que Ojeda maneja la expectativa del lector ante lo que leemos, ante la página como abismo, o esa sensación de incertidumbre, de amenaza ante lo desconocido, ante la presencia de esa caja negra emocional que en el caso de abrirse sería como una caja de Pandora, que me recuerda a la casa de la novela de Stig, A través de la noche o el concepto del arte que manejaba Montes en Intento de escapada de Miguel Ángel Hernández: la literatura entendida no como un pasatiempo, ni siquiera como una radiografía (colonoscopia en todo caso) o representación de la realidad macilenta, sino más bien como sal en la herida, como alfilerazos en las pupilas, como puños en la garganta. Algo así.

Editorial Candaya. 2017. 208 páginas