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Siete casas vacías

Siete casas vacías (Samanta Schweblin 2015)

Samanta Schweblin
2015
Editorial Páginas de espuma
123 páginas

Con respecto a su novela Distancia de rescate, estos relatos de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978), con los que la argentina ganó el Premio internacional narrativa breve Ribera del Duero 2015, me han resultado mucho más flojos.

Busca y encuentra el golpe de efecto la autora en cada relato, con personajes que están más allá de un proceder convencional, en cierto modo, se sitúan estos fuera del redil, de su perímetro de confort, cuyas acciones generan sorpresa, extrañeza, temor o estupor.
Samanta saca lustre en sus relatos a aquello que a menudo incomoda al lector complaciente, a saber: el duelo por la pérdida de un hijo, la violencia, la enfermedad, lo arbitrario…

Y si en Distancia de rescate, en sus 124 páginas, la autora conseguía crear un climax asfixiante de principio a fin, aquí la prosa se me antoja funcional y rutinaria, en pos del golpe de efecto pretendido, así como escasamente atractiva y a ratos, lo que es imperdonable en relatos de corto aliento, tediosa.

Mención aparte para el relato «Un hombre sin suerte» que no formaba parte del manuscrito y que resultó ganador del Premio Internacional del Cuento Juan Rulfo 2012.
A menudo, sin darnos cuenta, reaccionamos de forma automática ante determinados estímulos, o aquí, conductas ajenas, como los perros de Pavlov, y si visualizamos a un desconocido acompañando a una niña sin bombacha, entonces nuestra mente completa todos los elementos lolitescos o pedofílicos. En este relato, Samanta juega muy hábilmente con todos esos elementos y una historia donde apenas pasa nada, más allá de algo que a la postre resultará ser trivial, inocuo e inconsecuente, deviene fruto de nuestras maquinaciones, en puro misterio e intriga, cuando a cada personaje le asignamos un rol que quizás nada tenga que ver con la realidad. Es en ese terreno donde la literatura, más que convertirse en una muestrario de personajes rarunos, reos de procederes extravagantes, obra la magia de la evocación, de hacer volar nuestra imaginación, siendo nosotros entonces como lectores, quienes reescribimos lo que leemos en nuestra mente.

Signor Hoffman

Signor Hoffman (Eduardo Halfon 2015)

Eduardo Halfon
Libros del Asteroide
2015
144 páginas

Signor Hoffman de Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971) lo conforman seis relatos.

En el último relato que cierra el libro y el más extenso, titulado «Oh gueto mi amor«, el protagonista se traslada a Łódź, a fin de conocer el pueblo y la casa en la que vivió su abuelo judío, antes de ser éste enviado a distintos campos de concentración, para salir vivo, y sin ninguna gana de volver a Polonia, ni a su pueblo, al considerar a los polacos unos traidores a los que no les tembló el pulso al confinar en el gueto de Łódź, a un tercio de la población judía, que sumaba más de 200.000 almas, cuando los alemanes comenzaron su exterminio y tomaron la ciudad en 1939, pasando a llamarse Litzmannstadt.

El protagonista de este relato es el mismo que el de Monasterio y quizá el mismo autor de la novela, porque lo narrado parece autobiográfico. Lo tenemos de nuevo ataviado con un gabán de color rosa (a falta de nada mejor al haberse extraviado su maleta), visitando Auschwitz, avivando la memoria de su abuelo a través del recuerdo de este, como si visitando los mismos lugares en los que éste vivió, llegara a entenderlo algo mejor, y afianzar así mejor sus recuerdos, acompañado en su periplo por madame Maroszek, si bien una vez en la casa donde antaño moró su abuelo, no sabe bien verbalizar por qué motivo está allí. Nada extraño, porque a veces necesitamos sentir cosas que hurtamos a nuestro cerebro, o que no necesitamos procesar mediante la razón.

Los relatos me resultan todos ellos bastante tristes.

El protagonista, que es el mismo en todos los relatos, viaja mucho, aunque como afirma en un momento determinado, quizás todos los viajes no sean otra cosa que un único viaje.

Primero va a Italia, a Calabria, donde descubre que allí Mussolini, en Ferramonti di Tarsia, también creó durante la II Guerra Mundial campos de concentración donde confinaron a los judíos y donde le invitan para hablar de su abuelo judío, y al acontecer en esos días la muerte del actor Philip Seymour Hoffman y él apellidarse Halfon, acaba adoptando el nombre del primero y emborrachándose junto a la mujer que ejerce de cicerone, a base de ginebras, con las que quiere enturbiar el narrador su raciocinio y quitarse de encima esos billetes, para él sucios, que le han entregado a cambio de sus palabras, cuando piensa que esa réplica, esa reconstrucción, del campo de concentración que ha visto, no es otra cosa que un parque temático dedicado al sufrimiento humano, a lo que él, con sus palabras y en su empeño de honrar la memoria de su abuelo, no hace sino contribuir a ese teatro.

En otro relato coge su coche y en un par de horas se traslada desde la capital (en Guatemala) a una playa del Atlántico, donde constata que mientras él vive a cuerpo de rey, a otros les falta casi de todo, cercenado su futuro por múltiples limitaciones (física, mentales, sociales, culturales), como constata al ver a un joven encerrado, cual ave, entra las cuatro paredes de su jaula bambú.

En el siguiente relato la acción se traslada hasta una población sita en la frontera con México, donde una familia de cafeteros le demuestra con hechos que a través del trabajo duro, la adquisición de conocimientos y la formación necesaria, uno puede ser dueño de su presente y de su fortuna, sin que venga ningún europeo o norteamericano a mangonearlos, ni a robarles el fruto de su trabajo, mientras en el ambiente flotan las muertes violentas de todos aquellos jóvenes asesinados, que les fueron así arrebatados a sus padres, ya por siempre mutilados estos y ya perdidos para siempre en sus selvas interiores, donde no entra la luz.

Seguimos viajando. Nos vamos a Belice, frontera con Guatemala. El protagonista ve como sus planes se desbaratan, mientras perdido en un pueblo de mala muerte, espera que le reparen el coche, y pueda poner pies en polvorosa a todo meter, pues todo a su alrededor, fuera de su fortaleza de confort, se le antoja precario y peligroso.

Más tarde vuela a Harlem, a Nueva York y descubrimos cómo sobrevivir a esos domingos tediosos, gracias a los recitales de música que ofrece una mujer que ha perdido a su hijo.

En estos relatos no creo que Halfon llegue al nivel de Monasterio, pues la mayoría de ellas van poco más allá de su entidad anecdótica, no obstante, al menos un par de ellos muy buenos, el primero y el último, no carecen de interés.

Creo que para Halfon la literatura es enmascaramiento, adopción de otros roles, suplantación, un ejercicio de memoria, un punto de fuga, un alejamiento del ser, pues como afirma el autor en un momento de su narración, este aprovecha cualquier ocasión para distanciarse de su condición de Guatemalteco «tanto literal como literariamente”.

En Monasterio (reseña) sucedía algo parejo, pues ahí Halfon se cuestionaba valientemente y con mucho humor, qué implicaciones tenía para él ser judío y en qué medida renunciar, o distanciarse de una religión (entendida como un yugo), o no vivirla o sentirla como otros quieren imponernosla, a veces es la única manera de ser dueños de nuestras propias vidas.

Novienvre

Novienvre (Luis Rodríguez 2013)

Luis Rodríguez
KRK Ediciones
2013
168 páginas

Hasta el momento Luis Rodríguez (Cosío, 1958) ha publicado tres novelas. Ya he referido aquí mis impresiones de su primera novela, La soledad del cometa (KRK Ediciones, 2009), y de la última, La herida se mueve (Tropo editores, 2015). Ahora le toca el turno a Novienvre, publicada en 2013.

Novienvre me parece más convencional que la primera y la tercera novela, todo lo convencional que puede resultar una obra de Luis Rodríguez.

El relato es lineal. Arranca en un pueblo de Cantabria con un niño de dos años buscando la teta de su madre, para quien su retoño es la caraba. El niño es un tal Luis Rodríguez, lo que recuerda, no sabe si es tal o si son anécdotas injertadas. Es un pueblo más, de los de aquellos años, en los que los adultos zurraban la badana a los niños, ya fuera en el colegio y/o en las casas, mientras los niños, luego adolescentes, se masturbaban y afanaban en tocar los pechos femeninos que tenían más a mano, mostrando su inexperiencia en las cosas del meter y similares. Luis se juntará con prendas como él, entre ellos un tal Genaro.
La vida avanza. Luis crece, deja el pueblo, estudia en la ciudad, se aplica, comienza a trabajar en un banco, gana dinero, busca sensaciones fuertes, como que lo ahostien, para luego buscar el placer en la mejoría desde el dolor a la cura.
Asiste a un taller de escritura.
Escribe.
«Por la mañana, en el trabajo, vivo tan alejado del niño que fui que parece un antepasado mío. De noche, en la cama, el niño regresa y crecemos juntos».

Luis conoce a Teresa. Tienen algo parecido a una relación, cada uno entra en el otro. Él buscaba sensaciones fuertes. Las tendrá. Ella le pide que le prometa que se suicidarán juntos. Él calla.
Entra Genaro. El amigo de mocedad de Luis. Entra en escena y en Teresa. Podría ser un triángulo sexual. No lo es. Al contrario que en La soledad del cometa, Luis, nos hurta las sodomizaciones.

La vida fluye. Luis también, cuando va de putas.

El capítulo cinco empieza bien.

Anoche maté a mi padre y lo enterré en el jardín. Fue un accidente.

Y como todo lo que empieza acaba, el sexto capítulo dará matarile al libro. Un sexto capítulo que comienza «parecido» al quinto, pero si me dedico a reproducir aquí y ahora todos los párrafos de esta novela que me han gustado, al final tendríamos una versión online de la novela, y es mucho mejor hacerse con este ejemplar en papel, en esta edición de KRK ediciones que es una maravilla y darse un homenaje.

Luis Rodríguez no deja de sorprenderme. Aquí, de nuevo, el cántabro se gasta un humor demoledor, su personaje hace cosas absurdas, patéticas, irreflexivas, y mantiene diálogos que son la monda. Y al mismo tiempo todo resulta tan veraz, tan humano, tan próximo y tan jodidamente sorprendente e INTENSO, SÍ, INTENSO, que ahora tras haberme leído las tres novelas leídas publicadas por Luis, no sé si ponerme a leer a Kant, si dejar de leer, si dedicarme a ver la televisión como si no hubiera cerebro, o bien buscar autores inéditos de calidad similar a Luis.

El discurso vacío

El discurso vacío (Mario Levrero 2007)

Mario Levrero
2007
Caballo de Troya
169 páginas

Llego a esta novela de Levrero después de leer Últimas noticias de la escritura de Chejfec, donde se habla de este libro, con el que Levrero se obliga a ejercicios de cambio de caligrafía como un modo de mejoramiento del propio carácter moral y de las virtudes de su creación.

No tengo claro que a Levrero estos ejercicios de caligrafía le mejoraran su carácter moral ni las virtudes de su creación, pero en tanto en cuanto la razón de un escritor es escribir y si es lo de los que saben que todo lo que escriban verá la luz, Levrero se puede permitir una novela como esta, sin apenas argumento, donde a modo de diario el autor irá plasmando su día a día, tanto caligráfico como existencial, y ante textos como este siempre me pregunto ¿dónde acaba la cháchara intrascendente y empieza lo trascendente?.

Es esta una pregunta sin respuesta.

El libro presenta momentos interesantes, pero esto no es algo claro de ver, sino que atenderá más bien a los gustos del lector, que en esta novela y en cualquier otra, encuentre algo en el texto que de una u otra manera le interpele y le permita rellenar este, aparentemente, discurso vacío.

De todo lo dicho en la novela, me interesan las reflexiones que Levrero (con su particular humor) se hace acerca de la convivencia con su mujer, sobre como maridar la necesidad de estar acompañado, con su necesidad de que respeten su soledad, en pos de la paz y la tranquilidad, anhelante de un silencio benéfico. También la necesidad de ese Levrero creador y autoral, de «ver mi nombre, mi verdadero nombre y no el que me pusieron, en letras de molde. Y más que eso, mucho más que eso, quiero entrar en contacto conmigo mismo, con el maravilloso ser que me habita y que es capaz, entre muchos otros prodigios, de fabular historias o historietas interesantes«.
Y muy jugosa es su reflexión final, el epílogo, sobre lo que acontece cuando uno llega a cierta edad, donde «uno deja de ser el protagonista de sus acciones: todo se ha transformado en puras consecuencias de acciones. Lo que uno ha sembrado ha crecido subrepticiamente y de pronto estalla en una selva que lo rodea por todas partes, y los días se van nada más que en abrirse paso a golpes de machete, y nada más que para no ser asfixiado por la selva: pronto se descubre que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria, porque la selva se extiende con mayor rapidez que nuestro trabajo de desbrozamiento y sobre todo porque la idea misma de «salida» es incorrecta: no podemos salir porque al mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde salir, porque la selva es uno mismo y una salida implica alguna clase de muerte o simplemente la muerte. Y si bien hubo un tiempo en que se podía morir cierta clase de muerte de apariencia inofensiva, hoy sabemos que aquellas muertes eran las semillas que sembramos de la selva que hoy somos.

Este epílogo, es para mí sin duda lo mejor de la novela, en la que Levrero ejerce de funambulista, caminando durante 169 páginas sobre el alambre, suspendido sobre un vacío que se afana en devorar la paciencia del lector.
Y al final, Levrero logra llegar al otro lado y nosotros con él.
Aplausos.
Levrero, aquel ilusionista