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Tales. La revista del relato corto

Tales

El número 12 de Tales, la revista del relato corto, no puede resultarme más interesante. Comienza con un relato de Campos Reina autor que deseaba leer hacía ya un tiempo, desde que compré Trilogía del Renacimiento. Relato titulado Las noches de Li Bao, sedoso y sugerente. Le sucede luego otro relato, este a cargo de Enrique Vila-Matas titulado Un cuento sin Navidad. De un recuerdo, una anécdota, una observación de la que también participa Tabucchi, Vila-Matas pergeña un relato portátil, siempre hilando autores y referentes.

El siguiente relato es obra de Marco Llull y lleva un título muy literario, Djuna y Sylvia P. . Una Plath y una Barnes, que son aquí dos jóvenes que van de farra, ven algo monstruoso en un río, sin riesgo de caer en el vientre de aquel cachalote de performance, se proyecta la joven en internet dejando un rastro que desasosiega a la madre de Sylvia. Una Djuna que se interna en el Dédalo urbano para ser vomitada tras un escarceo y poco después en cualquier parte de la ciudad, que la amparara poco después en su vientre, en el subte.

Avanzamos y nos encontramos con una conversación -introducida por Almudena Sánchez– entre Eloy Tizón, uno de los mejores cuentistas en mi opinión, y Juan Casamayor editor de Páginas de Espuma, editorial fundamental para entender el relato en España.
Interesantes reflexiones las que vierten para comprender mejor el lector las inseguridades y la solitaria labor del escritor y el papel fundamental que desarrolla el editor en el acompañamiento y gestión de los egos de los autores.

Sigue un relato, El precio de la amistad, de Kjell Askildsen, que me ha parecido muy flojito. Luego otro, de Spiros Vretós, El robo de las granadas, que juega con lo simbólico, en donde la creación artística es algo tan absorbente que deja en suspenso cualquier acción moral. Inacción que luego revertirá sobre el lienzo. Cuando la pintura muda en sangre.

Con fruición devoro la entrevista que Gonzalo Campos Suárez le hace a Samanta Schweblin. Me interesa lo que afirma sobre los talleres literarios. Estos le adelantaron lecturas fundamentales, a saber, Cheever, Puig. Una escritura que a Samanta le permite acercarse a lo que le asusta, angustia, de una manera más activa, de preguntarse cosas que no puede contestarse desde el mundo real.

Y acabamos con dos cuentos muy buenos, el primero de Cristina Sánchez Andrade, El niño que comía lana. En la línea de Las inviernas, pero aquí todo más tensionado, más feroz, en un ambiente rural cerrado en el que las ausencias ahogan el porvenir de un niño, al que un cordero le abre un portal, episódico, a otra realidad, inasible.

Acaba la revista con un relato inédito de 1987 de Queirós, En la playa, con traducción de Javier Coca, en el que el luso arremete contra una señora sita en una playa de Normandía que encarna lo peor de esa clase de personas más preocupadas de sus ca(r)nes que de la suerte de los propietarios de las piernas que sus dientes desgarran.

Siete casas vacías

Siete casas vacías (Samanta Schweblin 2015)

Samanta Schweblin
2015
Editorial Páginas de espuma
123 páginas

Con respecto a su novela Distancia de rescate, estos relatos de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978), con los que la argentina ganó el Premio internacional narrativa breve Ribera del Duero 2015, me han resultado mucho más flojos.

Busca y encuentra el golpe de efecto la autora en cada relato, con personajes que están más allá de un proceder convencional, en cierto modo, se sitúan estos fuera del redil, de su perímetro de confort, cuyas acciones generan sorpresa, extrañeza, temor o estupor.
Samanta saca lustre en sus relatos a aquello que a menudo incomoda al lector complaciente, a saber: el duelo por la pérdida de un hijo, la violencia, la enfermedad, lo arbitrario…

Y si en Distancia de rescate, en sus 124 páginas, la autora conseguía crear un climax asfixiante de principio a fin, aquí la prosa se me antoja funcional y rutinaria, en pos del golpe de efecto pretendido, así como escasamente atractiva y a ratos, lo que es imperdonable en relatos de corto aliento, tediosa.

Mención aparte para el relato «Un hombre sin suerte» que no formaba parte del manuscrito y que resultó ganador del Premio Internacional del Cuento Juan Rulfo 2012.
A menudo, sin darnos cuenta, reaccionamos de forma automática ante determinados estímulos, o aquí, conductas ajenas, como los perros de Pavlov, y si visualizamos a un desconocido acompañando a una niña sin bombacha, entonces nuestra mente completa todos los elementos lolitescos o pedofílicos. En este relato, Samanta juega muy hábilmente con todos esos elementos y una historia donde apenas pasa nada, más allá de algo que a la postre resultará ser trivial, inocuo e inconsecuente, deviene fruto de nuestras maquinaciones, en puro misterio e intriga, cuando a cada personaje le asignamos un rol que quizás nada tenga que ver con la realidad. Es en ese terreno donde la literatura, más que convertirse en una muestrario de personajes rarunos, reos de procederes extravagantes, obra la magia de la evocación, de hacer volar nuestra imaginación, siendo nosotros entonces como lectores, quienes reescribimos lo que leemos en nuestra mente.

Distancia de rescate

Distancia de rescate (Samanta Schweblin 2015)

Samanta Schweblin
Mondadori
2015
124 páginas

Esta novela de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) es tan terrorífica como potente.

Háganse un favor. Apaguen la televisión después de cenar. Siéntense en un sofá orejero, déjense iluminar por la luz que derrama la bombilla, cojan esta novela y durante dos horas no hagan otra cosa que leer/sufrir/padecer/gozar.

Apenas media docena de páginas permiten ya ir leyendo entre jadeos, cuando leemos que un niño deja de reconocerse como tal, como si lo hubieran cambiado, que es lo que sucede, cuando gravemente enfermo sus padres a la desesperada y con el único objetivo de salvarle la vida, la mujer de la casa de verde lo transmigrará, lo sacará de sí mismo, y así vencerá el mal, aunque las consecuencias luego sean irreparables.

El niño se llama David, su madre Carla y ésta se desespera al no reconocer a su retoño en esa figura infantil.
Arranca la novela con Amanda en un hospital, agonizando, a su lado David, preguntándola, de modo inquisitivo, y así Amanda se ve relatando los acontecimientos previos a su llegada al hospital, mientras David, va fiscalizando la narración, evitando que ésta se desvíe, actuando como una voz que le dice a la autora de la novela, qué es lo importante, aquellos detalles que no debe dejar pasar por alto, lo que sintió y experimentó en cada momento, y el recurso funciona porque cada que vez que David habla, lo visualizamos, y la saliva se atraganta, y el ambiente que crea la autora es tan asfixiante, tan sórdido y demencial que una vez que el lector se imagina caminando por este particular «campo del terror», cualquier cosa lo horripilará, ya sean presencias nocturnas, la sola mención de la curandera, la soja que se mueve mecida por el viento, sin animales a la vista, o el deambular de la hija de Amanda, Nina, que en todo momento parece que vaya a correr el mismo infortunio que David a medida que ésta aparece y desaparece de plano.

Samanta aterroriza al lector, lo envenena, lo narcotiza, y se da la paradoja de que uno quiere que acabe ya la novela comprobar si de una vez se rompe ese hilo que materializa la distancia de rescate (aquel vínculo que una a una madre con sus hijos), pero al mismo tiempo que se siga dilatando hasta que la novela implosione de una vez por todas.

Lo dicho. Dejen dos horas para leer esta novela, y luego me dicen si ha valido la pena o no el esfuerzo (en mi caso, deleite)

Quiero seguir leyendo a Samanta. Creo que lo haré con Pájaros en la boca (2009)