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LaMucamadeOmicunle

La mucama de Omicunlé (Rita Indiana)

A veces leer resulta una experiencia fascinante, cuando uno se topa con una lectura magnética que encandila, así La mucama de Omicunlé de Rita Indiana (Santo Domingo, 1977).

Podemos hablar de un tres en uno, de distintos planos espacio temporales, del florido lenguaje que maneja Rita, que convierte el aliento de la literatura en una bocanada de vida caribeña, de la inserción en el relato de la pintura goyesca, las performances, la música de los DJ, la conciencia medioambiental, el mecenazgo, la figura del artista y del crítico de arte, la llegada de los españoles a la República Dominicana en el siglo XVI (en capítulos buenísimos como Angelitos negros) todo estos mimbres, espacios y tiempos los entrevera Rita de tal manera que nada chirría, solo la dulce armonía de las esferas, la de la prosa bien engrasada y sustanciada.

Algo parecido a lo que he experimentado leyendo esta novela de Rita sentí cuando leí Señales que precederán al fin del mundo o Trabajos del reino de Yuri Herrera, que sobre la tradición y el pasado, crean potentes y adictivos artefactos narrativos que como palimpsestos ofrecen distintas capas de lectura y significado, prosa que tiene más de construcción que de demolición.

Hay aquí estilo, no moda, búsqueda, no tendencia. Rita: filón en el que abundar o prospectar (felicitémonos de que haya dos novelas más de Rita publicadas en Periférica).

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No aceptes caramelos de extraños (Andrea Jeftanovic)

Andrea Jeftanovic (Santiago de Chile, 1970) plantea en estos once relatos incómodos, situaciones límite que buscan remover (y en mi caso consiguen) al lector, a través por ejemplo de la relación incestuosa mantenida entre un padre y una hija, bajo el curioso título de Árbol genealógico, donde la incitadora en esta ocasión es la hija que da la vuelta a la moral imperante como una media de seda o de esparto, creando entre ellos un mundo o paraíso al margen de todo y de todos.

En Marejadas, una llamada nocturna alertará a una madre del accidente de su hijo, lo cual da pie para que sus padres separados se reencuentren, se fundan, se renueven y arrostren la pérdida filial, siempre imposible de remediar, siempre indeseada: más abismo que horizonte, más devenir que porvenir.

En Primogénito la llegada de un bebé a una familia impele a la hermana mayor, que es una niña pequeña, a tomarla con la recién nacida llegada y hostigada y la niña (o demonio) se ensaña y se desquita con ella, borrándola del mapa, a fin de que no la saquen del tablero de juego, ante una convivencia que se piensa imposible.

En Medio cuerpo afuera navegando por las ventanas una pareja en la cincuentena trata de renovar o avivar su amor, sin saber bien qué hacer con el sexo, con su pasión extinta, con su deseo orillado o fijo-discontinuo, rescoldo avivado con el lanzazo de la infidelidad, dándole una oportunidad a una realidad virtual y pixelada, que les brinda un deseo renovado, otra piel más brillante, otro cuerpo que es el mismo y distinto, un anonimato –que no es tal- que muda lo trillado en esperanza.

En La necesidad de ser hijo (relato que ya había leído dentro de la recopilación titulada Mi madre es un pez), la autora reflexiona sobre los hijos ninguneados, marginados, ante las ínfulas revolucionarias de sus padres, crecidos estos a la buena de Dios, mientras sus progenitores trataban de cambiar el mundo, anteponiendo sus ideales políticos o su egoísmo o su irresponsabilidad, a la crianza de los hijos, los cuales llegados el momento, reivindican su necesidad de ser hijos antes de ser padres, pues hay ahí una falla, un vacío, un error proclive a repetirse.

La desazón de ser anónimos, cifra la incomunicación en la que nos movemos, la impersonalidad, ese vacío que sustituye al aliento vital, y la necesidad de nombrar las cosas, para dotarlas así de identidad, de cuerpo y sustancia, de dar un nombre al otro, para que deje de ser un fantasma, un eco, una sombra, un cuerpo ocupado, impersonal e innominado.

En la playa, los niños, lo que podría ser un día de fiesta y alegría se malogra con algo tan habitual como el ahogamiento, en este caso de un niño, y el remordimiento de una madre que no estuvo atenta y el mar, siempre vomitando cuerpos con ojos de agua.

Mañana saldremos en los titulares, uno de mis relatos favoritos, con un triangulo sexual donde un hombre se aviene con dos mujeres y luego entre ellas, con un aliento homicida que aviva la narración.

No aceptes caramelos de extraños aborda el tema de las desapariciones de niños. Aquí una niña de once años que nunca regresó del colegio. Un dolor infinito el de su madre, compartido, por todos aquellos que han vivido y viven situaciones análogas.

En Miopía, hay celos entre hermanas y abusos paternos -hacia una niña miope que a los doce años ya descubre que los labios de un hombre son más ásperos- e indiferencia materna.

En resumen, lo que aquí ofrece Andrea Jeftanovic con una prosa descarnada y depurada, sin hacer concesión alguna a lo sentimentaloide, puede llegarnos a saturar (como me pasó cuando vi Biutiful), o incluso a estrangularnos con este rosario de cuentas infelices, pues parece que no hay auxilio, ni amparo que valga ante tanto dolor y tanta tristeza y tanta pérdida, para estos humanos que pueblan los relatos, cuyo sino es fatal y trágico y quizás la única puerta a la esperanza es la que se ofrece en el último relato, en Hasta que se apaguen las estrellas, donde la muerte hace su trabajo cuando toca, no antes, aunque medien la enfermedad, los hospitales, los medicamentos, las pruebas y aunque ese estar en las últimas parezca el cuento de nunca acabar; un irse, natural, al aire libre, acompasado con el apagarse de las estrellas.

Editorial Comba. 2015. 172 páginas.

Estos últimos meses y años por estos devaneos literarios míos -aunque unas novelas las haya disfrutado más que otras- he descubierto el talento de muchas escritoras latinoamericanas, como las que siguen:

Matate amor de Ariana Harwicz (Buenos aires, 1977)
Distancia de rescate de Samanta Schweblin (Buenos aires, 1978)
Seres queridos de Vera Giaconi (Montevideo, 1974)
Nefando de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988)
Temporada de huracanes de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982)
La condición animal de Valeria Correa Fiz (Rosario, 1971)
Fruta podrida de Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970)
Wakolda de Lucía Puenzo (Buenos Aires, 1976)
El matrimonio de los peces rojos de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973)
Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983)
Conjunto vacío de Verónica Gerber (Ciudad de México, 1981)
La dimensión desconocida de Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971)
La ciudad invencible de Fernanda Trías (Montevideo, 1976)

A otras muchas como Cynthia Rimsky, Rita Indiana, María Moreno, Margarita García Robayo, Alia Trabucco Zerán, Paula Ilabaca, Mariana Enríquez, Paulina Flores, Laia Jufresa, Lilianza Colanzi, Pola Oloixarac, espero poder leerlas próximamente.

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El cuerpo secreto (Mariana Torres)

Lo siniestro y lo macabro se hermanan -ya desde la portada, con una joven ahorcada- en estas piezas breves -algunas de apenas un párrafo- donde la sustancia narrativa brilla por su ausencia en la mayoría de las piezas, que son como imágenes que se nos presentan cual fotografías espeluznantes que en todo caso tendrían la capacidad de revolvernos y horripilarnos, pues la mayoría de los cuentos abundan en lo escabroso, en lo sórdido, en lo tenebroso. El efecto de los textos de Mariana Torres (Angra dos Reis, 1981) me resulta demasiado limitado, tanto como su alcance, que va poco más allá del de una declaración de intenciones, de los relatos que estén por venir, si fuera el caso.
Leyendo esto tengo la sensación de hallarme ante la presencia de unos textos que parecen elaborados en un laboratorio y madurados no al aire libre, sino en una cámara frigorífica, la de una sala de autopsias, por ejemplo.
Relatos que son como esa fruta que tiene muy buena presencia (aquí serían manzanas con gusano), pero que no (me) saben a nada.

Páginas de espuma. 2015. 136 páginas

Marceline Loridan-Ivens

Y tú no regresaste (Marceline Loridan-Ivens)

Transcurridos más de 70 años del holocausto judío hay un sinfín de películas, documentales, novelas y relatos autobiográficos que lo han abordado en profundidad. La pregunta que cabe hacerse es qué aporta este libro de Marceline Loridan-Ivens (Épinal, 1928) publicado en 2015 al relato de esta historia genocida. Aporta mucho, porque este testo tiene el valor del testimonio, sintetizado y puesto sobre el papel 70 años después de que Marceline saliera con vida de los campos de exterminio y de concentración, al contrario que su padre, al que le va dedicado el libro, que no es otra cosa que una carta de amor muy poderosa, sentida y emotiva que se lee con un nudo en la garganta.

El padre y la hija son enviados, él a Auschwitz y ella a Birkenau, en abril de 1943. Él le dice «Tú podrás regresar porque eres joven, pero yo ya no volveré«. La profecía desgraciadamente se verá cumplida. Marceline en el campo de exterminio quiere vivir, no abdica y regresa a la vida acabada la guerra, si bien después de tanto empeño por sobrevivir en las condiciones más adversas, luego como le sucedió a Primo Levi y a tantos otros supervivientes, le viene muchas preguntas en mente, ¿por qué sobreviví yo? ¿mereció la pena sobrevivir?. Muchos se formularon estas preguntas y anduvieron dándole vueltas a las mismas hasta el momento de su suicidio, como en el caso de Levi.

Marceline comprueba que tras abandonar los campos, en Pilsen donde será repatriada no le permiten montar en un tren porque ella es judía y no es considera como una prisionera de guerra. Al final logra subir porque los prisioneros se posicionan a su favor. No le faltan tampoco manifestaciones antisemitas después de haber salido de aquel infierno, al tiempo que descubre que la gente a su alrededor solo quiere mirar hacia adelante, que sus recuerdos en caso de manifestarlos molestan, pues como le pasó a Levi cuando trató de publicar su novela autobiográfica Si esto es un hombre en 1946, hubieron de pasar 10 años hasta que se viera la luz, pues los editores como Einaudi estaban convencidos de que era una historia que la gente no estaba interesada en leer.
Los que salen de los campos, regresan a la vida como resucitados, como fantasmas cuya presencia molesta e incomoda a los que no estuvieron allí, como afirma Marceline de su hermano Michel, que no le perdonó a su hermana que volviera ella en lugar de su padre y que sufría la enfermedad de los campos sin que hubiera estado en ellos.

Algo a destacar es el momento en que el gobierno francés da por desaparecido a su padre. La madre se convierte entonces en la viuda de un héroe y la hija va a ser reconocida por las autoridades (que no quieren oír hablar de Auschwitz) como la hija de alguien que murió por Francia. Marceline puntualiza. No moriste por Francia (se refiera a su padre). Francia te envió a la muerte. A su vez comenta que a la Francia colaboracionista le faltó tiempo para quitarse de en medio a los judíos ante la primera requisitoria de los nazis.

Marceline describe su estancia en el campo de exterminio en los mismos términos que podemos ver en la película El hijo de Saúl, en la cual seguimos el día a día de un Comando (también se citaba en la película al comando Kanada, del que supongo que Bárcena tomaría el nombre para su novela) encargado de llevar a los recién llegados a las duchas, luego a las cámaras, la posterior limpieza, el transporte de los cuerpos a los hornos crematorios…

Marceline confiesa a su padre «Te quería tanto que estoy contenta de haber sido deportada contigo«. Luego lo que le marcó no fue tanto su paso por los campos, sino la ausencia de su padre «Es haber vivido sin ti lo que me pesa«, al que perdió a sus 15 años. Su padre con el que podía haber compartido sus recuerdos, el peso de su existencia, aquello que vivió y no podía compartir con nadie.

Volviendo a la pregunta antes citada. Marceline espera que si alguien le formula algún día la pregunta, espera poder decir que sí, que valió la pena.

Ediciones Salamandra. 2015. 94 páginas. Traducción de José Manuel Fajardo.