Equilo

La Orestíada (Esquilo)

De las 90 obras que escribió Esquilo solo nos han llegado siete, tres de las cuales forman parte de la trilogía conocida como La Orestíada, formada por Agamenón, Las coéforas y Las euménides.

A pesar de que esta obra se titula Agamenón, y hace referencia al rey de Micenas, y hermano de Menelao, líder de las tropas aqueas que tomaron Troya y liberaron a Helena, la obra se centra principalmente en la mujer de Agamenón, en Clitemnestra, la cual tras el regreso después de diez años de su marido del frente, sólo tiene una idea en mente. Matarlo. De tal manera que mientras éste está en la bañera, valiéndose de una red, lo última con una hacha de dos filos. No me queda muy claro si el cobarde Egisto participa o no en la ejecución, pero lo evidente es que es Clitemnestra la que quiere hacer justicia, ante una injusticia, pues nunca pudo perdonar a Agamenón que este inmolara a su hija Ifigenia a los dioses, a fin de tener los vientos favorables que les permitiera tener una singladura exitosa rumbo a Troya. Tampoco ayuda que Agamenón, como vencedor, se trajera como botín de guerra a Casandra (la cual predijo el engaño llevado a cabo con el caballo de Troya, profecía que cayó en saco roto, pues tras dejar plantado a Apolo y no acceder a tener trato con él, este, la condenó a que nadie creyera en sus profecías; don que Apolo le había ofrecido si había cópula), hija de Hécuba, la cual ya en su profecía ve como tiene los días contados, pues al igual que Agamenón, también morirá a manos de la cólera clitemnestriana.

Antes de este luctuoso final, Clitemnestra recibirá la feliz noticia que llevaba tantos años aguardando: que Troya finalmente ha caído, buena nueva a la que le suceden los actos atroces anteriormente referidos.

Tras su criminal acción Clitemnestra y Egisto quedan en el poder, convencida la primera de que ha hecho lo correcto, secundada por los dioses que no ven mal que ante una injusticia (la cometida por Agamenón) se haga justicia con otra injusticia, la de Clitemnestra.

A Agamenón le sucede Las Coéforas, donde Clitemnestra y Egisto morirán, a manos de Orestes y Electra, hijos de Agamenón, que quieren así hacer justicia a su padre, por la vía del matricidio.

Al tratarse de mitos y leyendas, no importa tanto el final, que ya conocemos sino el tratamiento y el estilo del autor, aquí el de Esquilo, muy depurado y siempre conciso y directo.

Las coéforas, segunda parte de la trilogía tras Agamenón, versa sobre la venganza -esa sed infinita- que lleva a cabo Orestes.

Como en otras tragedias, hay un alma en pena, Electra, que tras el asesinato de su padre no levanta cabeza, añorando a su hermano Orestes; hay un extranjero que llega, y quienes lo reciben no saben lo que el lector sí conoce, que el extranjero en este caso es Orestes, el cual viene a matar a Egisto y a Clitemnestra, para así rendir tributo a su padre, vilmente asesinado por su madre. De tal manera que Orestes consuma su engaño, y logra presentarse ante Egisto y Clitemnestra, matar a ambos y hacer justicia, o no, porque está por ver, si la ley del ojo por ojo es la solución a este tipo de males que se suceden de generación en generación, pues Egisto, hijo y nieto de Tiestes también parece provenir de una estirpe maldita, cuya aniquilación parecer ser la única solución posible, por eso, tras la barbarie perpetrada por Orestes, con la connivencia de su hermana Electra (a quien Sófocles y Eurípides dedicaron sus respectivas tragedias), el Coro se pregunte, si Orestes es un salvador, o bien si es la muerte.
Un matricidio que Orestes dudará en cometer, pero que al final realizará, pues le importa más la opinión de los dioses que la voz en contra del resto de los mortales.

Si en Agamenón veíamos a Clitemnestra consumar su venganza, larvada a lo largo de una década, asesinando a su esposo Agamenón a su regreso de Troya, en Las coéforas eran los hijos de Clitemnestra, Electra y Orestes quienes devolvían el golpe, asesinando a su madre. La trilogía se cierra con Las euménides. A Orestes le asedian las Erinias que quieren que este pague por su vil acto matricida. Orestes es protegido por los dioses, por Apolo y por Atenea, pero deciden que sea la justicia quien decida, tras instaurar Atenea el Areópago -tribunal de justicia- donde Apolo defiende a Orestes (y en el cual se condenó a muerte a Sócrates acusado de corromper a la juventud) y el corifeo a las Erinias. Una defensa que es mínima y que se resuelve merced al voto de calidad de Atenea, favorable a Orestes, que es absuelto. A fin de calmar los ánimos de las siempre belicosas Erinias, Atenea les ofrece un cargo como defensoras de la ciudad, de ahí el término Euménide, o benefactora.

La puesta en escena en su día de Las euménides sería espectacular, pero leída no tiene ni chicha, ni mordiente.

Turner Fondo de Cultura Económica

El camino de los griegos (Edith Hamilton)

Llegué a este ensayo a través de una conferencia de Carlos García Gual. En términos Herodotianos, decir que este ensayo me ha parecido una maravilla.

Llevo todo el mes de enero entregado a la lectura de los trágicos griegos: Esquilo (aquel que despojó la guerra de toda gloria, aquel hombre que vio la vida tan dramáticamente que para expresarse, tuvo que inventar el drama), Sófocles y Eurípides, y este ensayo de Edith Hamilton (1867-1963), que no había sido traducido al castellano hasta 2002, ha sido el perfecto colofón -palabra griega, por cierto-. Hay unos cuantos ensayos dedicados a cada uno de los integrantes de este trío inmortal, matizando sus diferencias -y estableciendo analogías con otras obras de Shakespeare (como Macbeth), así como a Aristófanes, el comediógrafo que se mofaba y satirizaba todo, quien no pudo (o no quiso) burlarse de Sófocles a quien Edith considera el griego quintaesenciado: directo, lúcido, sencillo, razonable, a Píndaro (el poeta griego más difícil de leer, y el más imposible de traducir, nos dice la autora), y a otros escritores historiadores y viajeros como Heródoto (una rara avis, un amante de la humanidad, refiere Edith), Tucídides o Jenofonte, autores de obras como Anábasis o Historia de la guerra de Peloponeso, que no veo el momento de leer.

Unos ensayos que además de breves y amenos, pues Edith emplea un lenguaje sencillo y directo, nada pomposo, resultarán sumamente interesantes para todo aquel interesado en conocer mejor el espíritu de los griegos clásicos, y descubrir de paso todo aquello que fueron capaces de cimentar hace más de dos mil años, en ciudades como Atenas, ciudades de hombres libres (una libertad entendida no solo como la igualdad ante la ley, sino una libertad de pensamiento y de expresión, en contraste con el imperio persa donde todos los ciudadanos eran súbditos, con los que el Rey podía hacer lo que le viniera en gana), que paradójicamente asumían la esclavitud como algo consustancial, hasta que Eurípides, por vez primera, en su obra Hécuba, la cuestiona.
Se nos refieren las Batallas de Salamina, de las Termópilas, plantando los griegos cara al imperio persa, defendiendo estos su libertad -su don más preciado-, venciendo, cuando lo tenían todo en contra. Hay también espacio para abordar la literatura griega (llana directa y objetiva) y la religión griega, que supera la magia y su lugar lo ocupan los dioses olímpicos de Homero y más tarde Dionisios.

He disfrutado mucho con este libro de Edith, esa clase de libros, cuya consecuencia primera -además de deleitarnos aprendiendo- es conducirnos a nuevas lecturas, abriendo así nuevos caminos, pues al final leer, es atar cabos, seguir caminos, perderse por ese mundo de letras.

Turner Fondo de Cultura Económica. 2002. 331 páginas. Traducción de Juan José Utrilla.

Adolfo García Ortega

El evangelista (Adolfo García Ortega)

Nada había leído de Adolfo García Ortega (Valladolid, 1958) hasta la fecha; error que pienso reparar poco a poco. Lectura a lectura. Libro a libro.

Si leemos la contraportada, nos refiere que los cabecillas de una rebelión llevaba a cabo en Jerusalén y Galilea, fueron crucificados en tiempos del emperador Tiberio. Lo cual no es aplicable a Iskariot Yehudá que según nos cuentan se quitó la vida tirándose desde una muralla.

La novela aborda la vida de Jesús, El Mesías, aquí bajo el nombre de Yeshuah, más conocido como El Visionario.

Lo que leemos nos viene referido por un escriba fariseo que casualmente está en el sitio justo en el momento preciso, de tal manera que sin creer a pies juntillas en lo que dice Yeshuah, capta no obstante su interés como para decidirse a seguir sus andanzas. Por otra parte Yeshuah quiere tener cerca a alguien que dé testimonio de lo que sucede.

Sobre este marco histórico de sobra conocido, en donde hallamos a Poncio Pilato, Herodes, César Tiberio y demás autoridades romanas que se encargarán de ajusticiar a Yeshuah y de sofocar la revuelta, ayudados los romanos, por los jueces locales como Shimeon y Kaifás, el autor cuenta los hechos por boca del escriba de otra manera -y esta es la sustancia y la razón de ser de la novela- tal que los milagros no son tales, y todos esos elementos fantásticos que aureolan a Jesús, son fruto más de la receptividad del destinatario que quiere sanar y sana aunque sea temporalmente, que de las capacidades milagreras de El Visionario; así que cuando una niña vuelve de un sueño profundo, aquello tiene ya, por ejemplo, para sus seguidores, el estatuto de resurrección.

Adolfo resulta preciso, certero; lo narrado (que como si de una investigación policial se tratara se articula como una suma de testimonios: de cartas enviadas y no enviadas por el escriba, de testimonios de personajes primordiales, cartas escritas por Poncio Pilato, a lo que sumamos lo que el ubicuo escriba conoce en primera persona y otras tantas acciones que le refieren) resulta fluido, apasionante y muy godible, con elementos dramáticos, suspensivos, misteriosos, en ese periplo profuso en aventuras donde todo es un continuo moverse, hacia un final esperado por Yeshuah y por el lector, que nos permite acercarnos a la muy humana vida y obra de Jesús con otros ojos.

Una figura, la de Yeshuah que a pesar de su parquedad y de sus silencios, trasmite algo poderoso en sus alocuciones, merced a una personalidad que, como le sucede al escriba, creo que también seducirá e interesará al lector, quizás por su determinación, por su firmeza, no exenta esta de belicosidad, pues como Jeshuah afirma «él había arrojado fuego, espada y guerra contra el mundo, que había hecho tambalear el viejo Reino…».

Yeshuah es una (re)creación, de Adolfo García Ortega, muy potente, así como la de Iskariot, que le va a la zaga.

Una historia, la referida, que serviría de base, posteriormente a la religión cristiana, propalada y recogida en la Biblia: una antigua e imaginativa sucesión de desgracias, según el autor.

Galaxia Gutenberg. 2016. 269 páginas.

www.devaneos.com

Medea (Eurípides)

Medea es el espíritu de la contradicción: la pugna feroz entre la razón y el instinto. En este caso Medea no puede dar su visto bueno a que su marido Jasón la expulse de su lecho para poner en su lugar a otra mujer, a Glauce.

Medea ve que la mejor manera de aniquilar a Jasón es servirse de sus hijos, matándolos y de paso acabar también con Glauce y con su padre Creonte.
Medea se debate entre hacerlo o no, y al final vence su instinto asesino, su ansia de venganza, pareja a la Electra sofoclea.

Si leemos la prensa o vemos los telediarios -reducidos a poco menos que una concatenación de hechos escabrosos- veremos que servirse de los hijos para hacer daño al otro cónyuge, es práctica habitual, y que incluso hay quienes obran como Medea. Resulta la lectura tan terrible y espeluznante como real.

Si en Sófocles ya leímos parricidios, matricidios, suicidios…, con esta obra de Eurípides, hemos de añadir a los ingredientes de la tragedia griega el infanticidio.

Medea es otro clásico teatral, que no pasa de moda.

Lo curioso, tanto en las tragedias de Eurípides, como en las de Sófocles, y en las tragedias griegas de cualquier otro autor, es que la estructura es casi fija, y lo que varía es el enfoque que le da el autor, y el tratamiento que hacen de un mismo mito, que a menudo se repite, como sucede por ejemplo con la Electra de Sófocles y la de Eurípides.

Gredos Editorial. 2010. 96 páginas. Traducción de Alberto Medina González.