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Fantasmas del escritor (Adolfo García Ortega)

No existía. Existía. Ya no existo. ¿Ha importado?

Epitafio

Fantasmas del escritor, de Adolfo García Ortega (Valladolid, 1958), recoge un puñado de opiniones contundentes como él dice -según expresión de Nabokov-.

Supongo que los fantasmas del escritor serán el miedo a la página en blanco, a escribir siempre la misma historia, a no ser capaz de ir más allá de los límites que establecen el talento y la imaginación del escritor, a no tener ningún lector.

En los textos, además de cine (aparecen por ahí Gonzalo Suárez o Sorrentino entre otros. Comparto lo que dice sobre Toni Servillo, para mí también es un actor extraordinario, posiblemente el mejor actor vivo hoy en día), pintura (El Greco), o la política (centrada en las guerras que podrían venir a cuenta de las religiones, con el tema de la autocensura sobre la mesa a raíz de los crímenes de los empleados del semanario satírico francés Charlie Hebdo, o los nacionalismos: los nacionalismos reescribe el pasado con las palabras del presente, y deforman los hechos de ese pasado hasta que caben en el molde reducido de lo que llaman «la reivindicación justa de lo nuestro». Las banderas, cuando se vuelven demasiado «nuestras», arden como antorchas en el corazón de las personas cortas de miras. Lo mismo que hierven en su cabeza), la mayor parte de ellos tienen que ver con la literatura, con ese mapa de lecturas que Adolfo ha ido trazando durante estas seis décadas (en su web también ha dedicado su tiempo a este asunto ofreciéndonos un sinfín de posibles lecturas que podemos llevar a cabo, leyendo a autores como Flaubert, Cortázar, Borges, Pascal, Rimbaud, Benjamin, Wittgenstein, Barnes, Faulkner, Cervantes y un largo etcétera.

Algunos textos sirven para encarecer ciertas novelas, como Los ingenuos de Longares, Karoo de Tesich, Intemperie de Jesús Carrasco, El ángel esmeralda, de De Lillo, que sí que leído, y otros que no, como Cámara Gesell de Guillermo Saccomanno el Bolaño argentino según Adolfo), La bibliotecaria de Auschwitz de Antonio G. Iturbe, Días de Nevada de Bernardo Atxaga, L’usage de la photo de Annie Ernaux, Insumisión de Michel Houellebecq, Memorias de ultratumba de Chateaubriand (Un océano infinito), Lolita de Nabokov, El río del Edén de José María MerinoCanción de cuna de Julián Herbert, Enemigos. Una historia de amor de Isaac Bashevis Singer, El crimen del soldado de Erri de Luca, Una librería en Berlín de Françoise Frenkel o Los Diarios de Hélène Berr. En otros artículos Adolfo va en contra de autores para él ya obsoletos como Thomas Mann, y su Doktor Faustus por ejemplo, o La infancia de Jesús de Coetze, que según Adolfo no es novela, no es literatura, no es ficción, no es nada. Nada. Se habla de Günter Grass, su confesión y arrepentimiento, no muy creíble según Adolfo.

Se habla mucho del oficio de escribir, y se da su importancia también al lector, así como a la crítica literaria, con la que Adolfo se despacha a gusto empleando para ello las sabias palabras de Diderot (más al detalle aquí), que hablan de la insignificancia tanto del escritor como aún más de la del crítico.

Oigamos a Sartre: un escritor es escritor porque eleva las nimiedades de la vida corriente a rango de grandes hechos vividos.

Adolfo reflexiona sobre su labor en estos términos:

Porque el escritor, digan lo que digan, siempre pretende ser otro, apropiarse como un Dios de su mundo inventándolo ex novo, ser parte de sus propios personajes, definirse mediante la alteridad. Y la plenitud de esa alteridad es fingir un yo ofrecido a los demás para ser leído.

El escritor busca y rebusca en un mundo propio que reproduce el mundo de otros hasta mitificar lo, para crear un sistema en el que incluso el mismo puede llegar a existir. Como decía Wittgenstein, la literatura es la proveedora de espacios por excelencia. Es más, la literatura es el espacio en que se funden recuerdo y realidad para dar origen a otra cosa que participa de ambas que se acerca el mito.

La lectura crea con los escritores un raro vínculo de proximidad o pertenencia.

Los libros siempre desvían: desvían del origen y del destino, proponen un camino diferente para llegar a un lugar inesperado.

Para mí, Modiano (la protagonista de su novela Dora Bruder, da nombre ahora a la calle de París en la que nació. Fue deportada y asesinada en Auschwitz a sus 15 años) es una especie de Balzac contemporáneo, el creador de un fresco parisino, privado y universal a la vez. Y también lo tengo por un escritor tan titánico como Victor Hugo, a la hora de crear personajes en claroscuros, oblicuos, de los que no deja de apiadarse o asombrarse con una sutileza inocente.

Los escritores ofrecemos lo que tenemos: una vida privada. Procuramos que el lector sienta . Solo así, mediante la emoción, mediante sentimiento, se puede comprender al otro.

Aparecen por ahí las Iluminaciones también de Walter Benjamin y su Libro de los pasajes.

El caso es que leyendo este libro uno va siguiendo huellas, por un camino que a pesar de ser ignoto resulta cada vez más conocido y sumamente fruitivo, pues sacia nuestra curiosidad (que no es más que vanidad si hacemos caso a Pascal. Se quiere saber más de algo para poder hablar de ello, dice), porque leer estas opiniones y reflexiones (como esta definición de escritor: Dícese también de una persona necesitada que pide ayuda y el mundo le da las gracias o esta otra: Los escritores somos necesarios mientras se sigan celebrando fiestas con uniformes y banderas) de Adolfo García Ortega, me hacen sentirme «como en casa«.

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Mejor la ausencia (Edurne Portela)

Me parece muy complicado abordar algo tan complejo como lo que sucedió en el País Vasco desde mediados de los años setenta del pasado siglo, hasta la primera década del siglo XXI en una novela. Edurne Portela (Santurce, 1974) que había publicado anteriormente el ensayo El eco de los disparos: Cultura y memoria de la violencia) lo intenta con Mejor la ausencia, su primera novela publicada hace tres meses, con una historia contada en dos partes: una que va del 79 al 92 y la otra con el regreso de Amaia a su tierra en 2009. La historia comienza con su final, con el cadáver de un hombre en la cama de un hotel, que no deja nota de suicidio pero sí unas cuantas llamadas perdidas a su hija Amaia, la misma voz que narra desde su infancia hasta la mayoría de edad.

El mundo lo vemos a través de sus ojos, los cuales levantan acta de una realidad (emplazada en un pueblo de la margen izquierda del Nervión) hosca, violenta, exacerbada, de una cronología dramática cuyos nutrientes son: una madre alcohólica, un padre ausente o intermitente y maltratador (y un txakurra para la comunidad, un traidor de la causa) un hermano drogadicto -o camello, como rezan las pintadas que le tributan en las paredes del inmueble donde vive-, otro borroka, otro que se llama Andana y se pira a Madrid a estudiar filosofía. El hermano drogadicto muere, el padre que no se desprende de sus “prontos” pasará de pegar a la madre a pegar a la hija, el hermano borroka acabará en la trena, Amaia irá creciendo y agostándose sola, desamparada, y encontrará algo de consuelo en los libros, coqueteará con las drogas y con nefastos escarceos sexuales y tendrá un cara a cara con su progenitora de dramáticas consecuencias.

Pero todo esto es la máscara, aquellas etiquetas que nos permiten abordar la novela grosso modo, la punta del iceberg, bajo la cual fluye el magma de la historia, el latido vital que brota con unos diálogos muy logrados que demuestran que Edurne tiene muy buen oído y permiten que sintamos a flor de piel la violencia, no solo la mortal del atentado, sino la violencia del maltrato filial, del desempleo, de la droga, de la ideología criminal y regresar también a los noventa y a las canciones de entonces de grupos como La Polla, Eskorbuto, Extremo, Kortatu…

En El retorno de Amaia, hija pródiga de recuerdos que querrá aquilatar en su escritura, es donde la autora se extiende más y donde las frases más cortas dan paso a largas parrafadas y creo que ahí la historia pierde fuelle, la narración se resiente y se enmaraña en un querer explicar las acciones del comienzo con las circunstancias que en mayor o menor medida explicarían o justificarían ciertas conductas del padre y de la madre, validando aquello de Gasset de que soy yo y mi circunstancia, cierto, pero también que si no la salvo a ella, no me salvo yo. Y esa es la clave, en qué medida me salgo del papel, hago trizas mi rol, y hago no lo que se supone que tengo que hacer, sino hago aquello que decido que quiero hacer, salvando así mi circunstancia, dejando de ser un títere y en qué medida ese posicionamiento era posible entonces, en aquella sociedad, cuando ante cada asesinato etarra, cada palada de tierra llevaba aparejada otras tantas de silencio, miedo, rabia e impotencia.

Y una curiosidad, ¿el libro cuya lectura abandona Amaia, es Todas las almas?

www.devaneos.com

Párpados (Toni Quero)

En algo menos de cuarenta páginas, ya se nos desvela la historia que pesa sobre los protagonistas, sus devaneos amorosos, las heridas que se lamen, por qué razón están en el Delta del Ebro. Así buena parte del suspense e intriga que podría tener la novela se ha disipado a las primeras de cambio, en un afán por contar, tan explícito, que parece que las palabras, como tizones, queman y hubiera que soltarlas a toda prisa, cayendo en el papel, construyendo frases cortas, que dotan a la narración de fluidez y poco más.

Tiene lo suyo que un libro en el que los dos personajes, un chico y una chica, un fotógrafo y una pintora, pasen tras abandonar el Delta dos meses viajando por España, Francia, Bélgica, Alemania, Dinamarca y Suecia, resulte tan aburrido, cargante y plomizo. No le vamos a pedir a Toni Quero (Sabadell, 1978) que sea Bruce Chatwin o Patrick Leigh Fermor, pero sí que alimente su relato de algo de intriga, de emoción, de chicha.

La voz que narra, la de él, es totalmente insulsa, la de Duna, le va a la zaga. Personajes muy deslavazados los dos. Ambos repelen el conflicto, el diálogo. Como cuando vamos en un tren de alta velocidad mirando por la ventanilla, y todo pasa ante nuestros ojos de una manera tan rápida, que apenas podemos asimilar algo de lo que vemos, reducido todo a un escorzo, algo parecido me sucede con este libro, que no deja ningún poso, nada mencionable.

Los personajes que pululan por la novela, son todos ellos episódicos, aparecen y desaparecen sin pena ni gloria. No vemos cómo el viaje les afecta interiormente, solo que él se siente dolido porque ella le dejó (!malditos Erasmus!), le puso los cuernos, y luego tras un intento de suicidio volvió a él, como un segundo plato recalentado.

Como todo este viaje no les conduce a ninguna parte -ni a ellos ni al lector- al final hay que acabar de alguna manera y Toni opta por el golpe de efecto, esperado por otra parte, pues Duna como su nombre indica tiene una naturaleza tan volátil como etérea.

Galaxia Gutenberg. 2017. 220 páginas.

Adolfo García Ortega

El evangelista (Adolfo García Ortega)

Nada había leído de Adolfo García Ortega (Valladolid, 1958) hasta la fecha; error que pienso reparar poco a poco. Lectura a lectura. Libro a libro.

Si leemos la contraportada, nos refiere que los cabecillas de una rebelión llevaba a cabo en Jerusalén y Galilea, fueron crucificados en tiempos del emperador Tiberio. Lo cual no es aplicable a Iskariot Yehudá que según nos cuentan se quitó la vida tirándose desde una muralla.

La novela aborda la vida de Jesús, El Mesías, aquí bajo el nombre de Yeshuah, más conocido como El Visionario.

Lo que leemos nos viene referido por un escriba fariseo que casualmente está en el sitio justo en el momento preciso, de tal manera que sin creer a pies juntillas en lo que dice Yeshuah, capta no obstante su interés como para decidirse a seguir sus andanzas. Por otra parte Yeshuah quiere tener cerca a alguien que dé testimonio de lo que sucede.

Sobre este marco histórico de sobra conocido, en donde hallamos a Poncio Pilato, Herodes, César Tiberio y demás autoridades romanas que se encargarán de ajusticiar a Yeshuah y de sofocar la revuelta, ayudados los romanos, por los jueces locales como Shimeon y Kaifás, el autor cuenta los hechos por boca del escriba de otra manera -y esta es la sustancia y la razón de ser de la novela- tal que los milagros no son tales, y todos esos elementos fantásticos que aureolan a Jesús, son fruto más de la receptividad del destinatario que quiere sanar y sana aunque sea temporalmente, que de las capacidades milagreras de El Visionario; así que cuando una niña vuelve de un sueño profundo, aquello tiene ya, por ejemplo, para sus seguidores, el estatuto de resurrección.

Adolfo resulta preciso, certero; lo narrado (que como si de una investigación policial se tratara se articula como una suma de testimonios: de cartas enviadas y no enviadas por el escriba, de testimonios de personajes primordiales, cartas escritas por Poncio Pilato, a lo que sumamos lo que el ubicuo escriba conoce en primera persona y otras tantas acciones que le refieren) resulta fluido, apasionante y muy godible, con elementos dramáticos, suspensivos, misteriosos, en ese periplo profuso en aventuras donde todo es un continuo moverse, hacia un final esperado por Yeshuah y por el lector, que nos permite acercarnos a la muy humana vida y obra de Jesús con otros ojos.

Una figura, la de Yeshuah que a pesar de su parquedad y de sus silencios, trasmite algo poderoso en sus alocuciones, merced a una personalidad que, como le sucede al escriba, creo que también seducirá e interesará al lector, quizás por su determinación, por su firmeza, no exenta esta de belicosidad, pues como Jeshuah afirma «él había arrojado fuego, espada y guerra contra el mundo, que había hecho tambalear el viejo Reino…».

Yeshuah es una (re)creación, de Adolfo García Ortega, muy potente, así como la de Iskariot, que le va a la zaga.

Una historia, la referida, que serviría de base, posteriormente a la religión cristiana, propalada y recogida en la Biblia: una antigua e imaginativa sucesión de desgracias, según el autor.

Galaxia Gutenberg. 2016. 269 páginas.