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Vida secreta (Pascal Quignard)

Intento escribir un libro que me haga pensar al leer. He admirado sin reservas lo que Montaigne, Rousseau, Stendhal o Bataille intentaron. Mezclaban el pensamiento, la vida, la ficción y el saber como si se tratase de un solo cuerpo.
Los cinco dedos de una mano agarran algo
.

La primera lectura la considero una mera aproximación, una toma de contacto. El texto, suma de aforismos, microensayos, etimologías, autobiografía y ficción, da cuenta del ser humano, de su nacimiento y muerte, y en medio de este camino, el horizonte copulativo, y el amor, concepto sobre el que Quignard se explaya, casi tanto como lo hace sobre el lenguaje y la escritura: «La mejor manera de pensar es escribir«.

Nada rebaja y envilece tanto como dejar de ser amado.

En primer lugar, el amor es un dolor, a la edad que sea. A la edad que sea, porque lo que los hombres reconocen como amor es una segunda vez.
El dolor tan agudo de sentirse de nuevo enamorados, a pesar de la edad, el desgaste, el saber, la memoria, el pesar.
¿Qué es el amor? No es la excitación sexual. Es la necesidad de estar todos los días en compañía de un cuerpo que no es el propio.
En el angulo de su mirada.
Al alcance de su voz
.

Quignard cumple con creces el objetivo que se fija en el primer párrafo. Es este un libro que hace pensar, que incita a la reflexión, con el que uno aprende muchas cosas, aunque haya algunos párrafos más inaccesibles, más escarpados, donde ahí sí que cuesta avanzar.

Seguiré pues releyendo, pues creo que esta es la naturaleza de este texto, que me da pie para coger con ganas sus Pequeños tratados que se acaban de publicar por vez primera en castellano, en dos volúmenes, en más de 900 páginas.

Espasa. 2004. 296 páginas. Traducción de Encarna Castejón.

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Los ingrávidos (Valeria Luiselli)

Hasta la fecha había leído dos libros de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983): Papeles falsos y La historia de mis dientes.

Los ingrávidos es con diferencia el que más me ha gustado de los tres.

Una lectura apresurada de esta novela puede llevarnos a considerarla como una divertida fantasmada, con personajes que se difuminan, pierden cuerpo y gravidez hasta su desaparición. Bajo esa apariencia superficial, si dedicamos algo más de tiempo a releer ciertos fragmentos, podemos apreciar entonces el humor gamberro y desinhibido que impregna la narración, la prosa filosa e intersticial, las jugosas reflexiones sobre el acto de escribir y sobre la literatura; «escribir novelas es tratar de congelar el tiempo sin detener el movimiento de las cosas«, como escribir sirve para afirmar su existencia -en el caso de la narradora, quien reconstruye su pasado transformándolo: una ficción que infecciona la realidad, cuando su pareja lea lo que su mujer escribe y la ficcion actúe entonces como acicate para tomar decisiones y también en el caso de Owen- como si posar las palabras sobre un papel equivale a fijar nuestro cuerpo sobre una balanza que acredite nuestra corporeidad, el juego de espejos que permite la dilatación espacial y temporal, donde el tiempo se repliega, tal que los dos narradores de la novela, a pesar de haber vivido en décadas distintas puedan confluir -siempre con el metro como espacio de encuentro, transición, descubrimiento y ocultamiento-, en ese espacio que construye Luiselli, un espacio real, irreal y verosímil, fantástico y subyugante, porque lo que la autora perpetra, logra lo que muy pocas novelas materializan, que es nada menos que dejar perplejo -perplejidad (pareja a la experimentada por mí al leer a Yuri Herrera) que aboca a la fascinación- al lector, no porque Luiselli invente un lenguaje nuevo, que no es el caso -donde aquejada del buen espíritu Vila-Matiano no faltan un buen número de referencias literarias: Federico García Lorca, Emily Dickinson, Ernest Hemingway, Walt Whitman, Francisco de Quevedo, Ezra Pound, William Carlos Williams, Louis Zukofsky, Herman Melville, Roberto Bolaño…, sino porque la lectura de estos fragmentos narrados en primera persona, vividos, fantaseados, ficcionados, friccionados, tamizados por el talento de Luiselli, deparan una lectura gozosa.

Aparecen en la narración niños y mascotas y hay ahí algo esencial que puede pasar desapercibido en los breves diálogos que los niños mantienen con la narradora, su madre, o con el padre menguante. Ahí vemos cómo en la labor de educar por parte de los adultos, sus continuas correcciones, no hacen otra cosa que lastrar o castrar la imaginación de sus hijos.

Editorial Sexto Piso. 2011. 144 páginas.

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El anarquista que se llamaba como yo (Pablo Martín Sánchez)

A Pablo Martín Sánchez (Reus, 1977) le sirve una anécdota mínima, a saber, buscar su nombre y apellidos en google y descubrir que hubo un anarquista que tenía su mismo nombre, para armar una novela de más de seiscientas páginas -que me trae en mientes este artículo de Jaime Fernández. Arriesga Pablo cuando en la adenda final, después del epílogo, incorpora sus dudas sobre lo que ha escrito, sobre si el final de Pablo es tal como nos lo cuenta o no, a la luz de la carta que le envía alguien que pone en tela de juicio la versión del suicidio.

La escritura siempre es una lucha del escritor consigo mismo y Pablo se mide con una narración que comprende desde el nacimiento de Pablo en 1890 hasta su muerte en diciembre de 1924, a los 34 años, uno menos de los que tenía Pablo cuando escribió la novela. Un proyecto sin duda ambicioso, pues leerlo es como contemplar un mural, o una obra de El Bosco, con cientos de figuritas dispersas por el lienzo.

Pablo tiene entre manos la ardua tarea de enhebrar en su relato -en el oximorónico fresco histórico que pergeña- más de tres décadas de la historia de España; la narración transcurre en Béjar, Salamanca, Madrid, Barcelona, y sale también fuera de nuestras fronteras: París, Nueva York, Buenos Aires…- donde pululan decenas de personajes, donde se suceden un sinfín de acontecimientos, donde Pablo, que parece estar dotado con el don de la ubicuidad, estará en todas las salsas.

El narrador omnisciente no solo sigue las andanzas y las desventuras amorosas de Pablo -que alimentan buena parte de la narración y del suspense de la novela, en su vis más folletinesca, cuando ya desde niño, Pablo mientras acompaña a su padre, inspector de educación, se enamora en Béjar de una niña, de Ángela, con la que su relación, será una no relación, una imposibilidad amorosa- sino que ejerce de faro panóptico que registra una realidad aumentada, o una historia enriquecida, de tal manera, que no sólo sabemos lo que le sucede a Pablo, sino también, el contexto donde aquello sucede, con hechos que se suceden al mismo tiempo, actos pretéritos o incluso futuros, y también, merced al halo fantástico de la literatura somos capaces de saber qué dicen esas cartas que escriben los que van a morir, sin que sus destinatarios nunca lleguen a recibirlas.

Una novela de estas características o deviene una obra maestra, que no me lo parece –amén de que resulte entretenida-, o es proclive a la dispersión, por mucho que el autor se haya visto en la necesidad de condensar la narración. La corrección es el segundo turno del talento, decía Andrés Neuman en un aforismo. Creo que la novela sí que hubiera precisado una buena poda, porque el riesgo que se corre es que ante tal sinfín de aventuras y de personajes, ante semejante maremágnum, la narración languidezca y el interés se diluya. Creo que hacía falta centrar más la narración en Pablo, en su figura, pues la narración no deja de ser una biografía, y es más lo que ocurre de puertas hacia afuera –casi toda la novela- que lo que sucede de puertas de Pablo hacia adentro. Echo de menos una mayor introspección; incidir menos en el contexto y más en el personaje. Tengo fresca la lectura de la que ha sido para mí –de momento- la mejor novela que he leído este año, me refiero a No cantaremos en tierra de extraños, una novela donde también les acontecen muchas cosas a un exanarquista y a un exsoldado republicano, pero donde Ernesto logra en 300 páginas, a través de un magnífico trabajo de precisión y de concreción, y de un sobresaliente ejercicio de estilo, ofrecer un relato excepcional, en un marco también histórico –al final de la Segunda Guerra Mundial en Francia y en la España de la posguerra-, donde la pareja formada por Manuel y Montenegro resulta memorable.

Pablo quería rescatar del olvido con su novela a su homónimo y lo consigue. Quería rendir tributo a todos aquellos anarquistas que quisieron acabar con la dictadura de Primo de Rivera, y lo logra. Decía Barrunte, el personaje de Será mañana “Todos morimos, pero sólo unos pocos lo hacen por los demás”, así Pablo Martín Sánchez.

Acantilado. 2012. 624 páginas

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Los antepasados (Mary Ann Clark Bremer)

Poco me gustó Una pasión parecida al miedo de Mary Ann […] Bremer (1928-1996). Los antepasados me ha gustado aún menos. Me sorprende que una sucesión de naderías, jirones de recuerdos y grises remembranzas, den a luz un libro como el presente. La prosa de Bremer me resulta plomiza y tediosa y cuando se nos va por la vía lírica aquello es el anticlimax. Además, después de ver lo que un escritor como Vicente Valero fue capaz de hacer en una situación análoga -al echar mano de recuerdos, fotografías, cartas, diarios, para entender mejor la historia de sus antepasados- en su espléndida novela Los extraños, por comparación, estos apuntes de Bremer son pocos más que eso, apuntes o pespuntes o descartes o…

Lo edita Periférica con traducción de Hugo Bachelli.