Archivo de la categoría: Pascual Quignard

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Lecciones de solfeo y piano (Pascal Quignard)

Pre-Textos editora este cortito libro de Pascal Quignard con traducción de Luis Pérez Oramas y Adalber Salas Hernández escrito en 2013.

Las Lecciones de Solfeo y Piano es un texto de corte familiar, íntimo, en el que el autor maneja fotografías para volver a sus orígenes familiares, evocar a su padre, madre y tías. Clases de solfeo y piano que eran impartidas por las señoritas Quignard. Fotografías en las que aparecen con sus alumnos, en 1920.

La docencia y la música de sus progenitores muy presentes en su vida, mísera vida marcada por la pobreza. Nada que ver con la fortuna de Gracq, Roussel, Proust, Leiris. Para Quignard, una tetera y una cama y miles de libros sacados de las bibliotecas, fueron suficiente para sus días.

Aparecen varios nombres propios, uno es Gracq. Por qué Gracq, años más tarde, decenas de años más tarde, sesenta y siete años más tarde, hincaba el cuchillo en la llaga de un destino infeliz?, Gracq arremetiendo contra las tías abuelas de Ancianis, a las que trató, Quignard tratando de justificarlas. Orígenes familiares detallados con la solvencia de las vidas minúsculas de Michon, al que Quignard menciona.

Quignard escribe, porque se puede escribir lo que uno no está en condiciones de decir.

Otros dos nombres propios son Celan y Bobillier. El primero le enseñó a traducir, a él le debe su pasión por la traducción. Y para recordar a ambos brilla la pulsión etimológica de Quignard, regresa a los griegos a su lengua y nos ofrece la definición que estos daban a la amistad. Habla Zenón, El amigo es el yo más yo que yo
Así, dice Quignard, No es la periferia lo que se afecta por la muerte del amigo. Es el corazón quien revienta.

El libro concluye con unas palabras de Quinard sobre Celan (de quién recientemente comenté por aquí el libro Bajo la cúpula. Paseos con Paul Celan), aquel que fue enmascarándose tras distintos nombres, hasta quedar finalmente con el pseudónimo de Celan. Autor de una poesía hermética, cuenta Quignard que un día Primo Levi cogió violentamente a Celan y le dijo Escribir es transmitir, No es cifrar el mensaje y lanzar la llave entre los arbustos. Pero según Quignard: Escribir no es transmitir. Es llamar. Lanzar la llave sigue siendo llamar a una mano más allá de uno mismo que busque, que hurgue entre las piedras y los espinos y los dolores y las hojas empapadas, negras, viscosas de lodo crujientes o cortantes de frío, de noche, al oeste del mundo.

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Terraza en Roma (Pascal Quignard)

De Pascal Quignard (1948 -) había leído anteriormente Vida secreta. Aquel me resulto tan árido como subyugante pues el libro estaba recorrido por toda suerte de hallazgos, de apuntes etimológicos y de un desvelamiento de las pasiones humanas poco corriente.

Terraza en Roma me ha parecido un relato más convencional. Todo lo convencional que puede resultar Quignard.

La novela son una suma de fragmentos que recomponen la figura de Meaume grabador o aguafuertista lorenés nacido en 1617, el cual sufre el derramamiento de ácido en su rostro lo cual le supondrá arrostrar esa carga de por vida, al tiempo que ve como Nanni la mujer que ama se separa, o desgarra, de su lado. La narración es un continuo trajín pues como Meaume dice la vida del pintor es una vida errante, siempre de país en país, de ciudad en ciudad, por Francia, Italia, España Inglaterra…

El ritmo es acelerado unas veces y sosegado otras. Hay exaltación y quietud, plenitud y vaciado, un narrar depurado, elegante, preciso -como la composición muy precisa que podemos hacernos de los aguafuertes que Meaume va creando y los momentos que los originan-, adensado, cifrado en un código existencial binario, no de ceros y unos, sino de blancos y negros, aquellos colores con los que trabaja Meaume, dos colores suficientes para mostrar su mundo desgarrado, su dolor inmanente, su vaciado interior, para ir de un extremo al otro, de la luz a la oscuridad, de la exaltación a la ira, del cielo a la tierra, pues al final es como si todo esto de los colores con los que se ensimisman sus colegas pintores, no fueran más que un montón de velos para ocultar el abismo que hay detrás, aquel precipicio por el que despeñarse, al tener que dejar este mundo de una manera atroz: después de más tres de meses sin probar bocado. Así Meaume.

Espasa. 2000. 140 páginas. Traducción de Encarna Castejón.

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Vida secreta (Pascal Quignard)

Intento escribir un libro que me haga pensar al leer. He admirado sin reservas lo que Montaigne, Rousseau, Stendhal o Bataille intentaron. Mezclaban el pensamiento, la vida, la ficción y el saber como si se tratase de un solo cuerpo.
Los cinco dedos de una mano agarran algo
.

La primera lectura la considero una mera aproximación, una toma de contacto. El texto, suma de aforismos, microensayos, etimologías, autobiografía y ficción, da cuenta del ser humano, de su nacimiento y muerte, y en medio de este camino, el horizonte copulativo, y el amor, concepto sobre el que Quignard se explaya, casi tanto como lo hace sobre el lenguaje y la escritura: «La mejor manera de pensar es escribir«.

Nada rebaja y envilece tanto como dejar de ser amado.

En primer lugar, el amor es un dolor, a la edad que sea. A la edad que sea, porque lo que los hombres reconocen como amor es una segunda vez.
El dolor tan agudo de sentirse de nuevo enamorados, a pesar de la edad, el desgaste, el saber, la memoria, el pesar.
¿Qué es el amor? No es la excitación sexual. Es la necesidad de estar todos los días en compañía de un cuerpo que no es el propio.
En el angulo de su mirada.
Al alcance de su voz
.

Quignard cumple con creces el objetivo que se fija en el primer párrafo. Es este un libro que hace pensar, que incita a la reflexión, con el que uno aprende muchas cosas, aunque haya algunos párrafos más inaccesibles, más escarpados, donde ahí sí que cuesta avanzar.

Seguiré pues releyendo, pues creo que esta es la naturaleza de este texto, que me da pie para coger con ganas sus Pequeños tratados que se acaban de publicar por vez primera en castellano, en dos volúmenes, en más de 900 páginas.

Espasa. 2004. 296 páginas. Traducción de Encarna Castejón.