George Perec

Un hombre que duerme (Georges Perec)

Georges Perec
Impedimenta
Traducción: Mercedes Cebrián
2009
130 páginas

Un hombre que duerme es mi primera aproximación al universo de Georges Perec (1936-1982), y no será la última. La novela es lo suficientemente breve como para, si es posible, leerla del tirón, a fin de que el impacto de la lectura sea mayor.

El protagonista de la novela es un joven que tiene: veinticinco años, veintinueve dientes, tres camisas y ocho calcetines, algunos libros que ya no lee, algunos libros que ya no escucha. No tiene ganas de acordarse de nada, ni de su familia, ni de sus estudios, ni de sus amores, ni de sus amigos, ni de sus vacaciones, ni de sus proyectos. Ha viajado y no ha traído nada de sus viajes.

Sirva esto como declaración de principios o de precipicios, porque viendo su manera de afrontar el presente, de arrostrar su realidad, uno no sabe si acabará defenestrándose, haciendo puenting sin cuerda, o convirtiéndose en un nini francés más.

El caso es que imbuido de un espíritu que me resulta muy Cosseryano y Bartlebyano el joven no quiere hacer nada, ser nada, más allá de acumular tiempo, convertirse en una masa de tiempo inerte, alejada de la ambición, de las pulsiones humanas, del mundanal tráfago circundante, reducido a ser algo que se alimenta para vivir y cuyo corazón late por inercia.

En una buhardilla de la última planta de un edificio parisino se amorra al tedio, al aburrimiento, siendo el no hacer nada su quehacer principal, su única ocupación. Y mientras cierra los ojos sueña, y no sabemos si sus visitas al pueblo son reales o mentales. No importa.
El joven echa un órdago al mundo, y no lleva malas cartas: la soledad, la indiferencia, su pasotismo, su juventud. Pero acaba la partida y comprueba que su indiferencia es inútil, su soledad también, que da igual lo que haga, o diga, o piense, por que el mundo, que es más listo por viejo que por mundo, se las sabe todas, y pone el contador a cero a diario para que cada empeño humano, cada desafío sea aniquilado, y todo se renueve, y el pasado, el presente y el futuro, se funden en un punto, cordel del que tirar hasta la eternidad, o hasta la Explosión final.

Todo esto son elucubraciones de quien lee, porque el texto de Perec, da para eso y para mucho más, pues está abierto a toda clase de interpretaciones, y se me antoja ese uno de sus dones más preciados, porque el significado, el mensaje del libro, no es tan diáfano como las ristras de enumeraciones que Perec desparrama en su narración.

Seguiré con 53 días, su última novela, inacabada, porque ha sido un placer llegar a Perec, leer esta novela y dar pie (o tomarlo) para seguir abundando en su obra.

Me gusta que Impedimenta, editorial que edita esta novela, ponga el nombre de la traductora, en este caso, Mercedes Cebrián en su portada.

La novela fue llevada a la pantalla grande y obtuvo el Premio Jean Vigo en 1974

José María Pérez Álvarez

Nembrot (José María Pérez Alvárez)

José María Pérez Alvárez
Trifolium
2016
500 páginas

El título, Nembrot (Transmigraciones y máscaras), es acertado, porque si creemos que las palabras nos conducen al corazón de la historia, erramos, dado que las palabras a menudo son la pulpa, las máscaras que nos imposibilitan llegar a ver el hueso, así Bralt, quien cuanto más «escribe», más desleído resulta para Horacio, pues leer los libros de la Serie Rosa de Bralt, a pesar de sus tintes autobiográficos, no le aportará nada a Horacio sobre la esenciabraltiana, tal que Bralt en su «quehacer literario» lejos de ofrecerse se enmascara, en su registrar la realidad, la alteridad, y la diseca, operando como un taxidermista, sacando el jugo a las presencias reales circundantes para fijarlas luego negro sobre blanco. Bralt, «escritor» quien se ve más como un traductor (o como un plagiario, o como un falsario, o como.) que como un demiurgo, pues si todo está ya escrito, si todo lo han dicho ya otros antes, al final, la literatura sobrevive jugando con la desmemoria de la humanidad, para de ese aliento, creer(nos) que lo leído es nuevo, original, singular, pues como para decirlo con Heráclito, nos bañamos cada vez en un libro distinto, aunque el agua, fluya o no, no nos engañemos, siempre sea agua, y al hilo del escritordemiurgo, pienso que si un autor cuando entrega un libro a la editorial para su publicación, obra como tal demiurgo, como el creador de un mundo poblado de sus personajes y sus historias, pienso la tentación que asediará a menudo a los escritores al querer modificar su libro ya publicado; corregirlo, aumentarlo, minorarlo, prenderle fuego, y no sé si a esta pulsión de querer rehacer el mundo ya creado atiende que Nembrot, publicado en 2002, ahora casi 15 años después, vea un nuevo alumbramiento, con quince capítulos que en su día no se publicaron, pero que ya estaban escritos, y con otros capítulos que incorporan algunos cambios, y aquí sería interesante haber simultaneado las dos lecturas, de cara a determinar en qué medida esta obra que nos ocupa es mejor que la anterior, si la expansión es justificada, si la novela que entonces leí y me pareció notable, ahora resulta sobresaliente, o si como todos damos por bueno, de tanto que nos dan la brasa, no conviene nunca cambiar el pasado, así con los libros ya escritos.

Leo que el autor, José […] Álvarez dudaba acerca de la publicabilidad de este manuscrito. Después de leer a lo largo del presente año a Joyce, Cortázar, Bayal, Pastor, RMG, esta novela es más de lo mismo: CAZA MAYOR (y no hablo de elefantes regios ni de felinos mostrencos). El autor emplea un aluvión de palabras, durante casi 500 páginas, para referirnos no solo una historia de desamor entre dos hombres: Bralt y Horacio: líneas paralelas que ni concurren ni horadan, sino otras muchas historias que transcurren en París, Dublín, Vigo, Cangas (que me traen ecos de Rayuela, de Joyce, con capítulos gloriosos como Mollyday) donde Bralt verá asomar su homosexualidad, sin llegar a asumirla, hasta que un buen día llega a compartir techo, que no lecho, con Bralt, y es la tensión sexual no resuelta, la imposibilidad, lo que alimenta la f(r)icción de la novela de desazón, de desgarro, superado lo pornográfico (y evitando por tanto esa prosa ramplona que coge, perdón, ase todo minga por hombre), incluso lo erótico, por la búsqueda de la ternura, del afecto, del cariño, en pos de un amor ideal que busca la tranquilidad y no la sordidez, la luz y no la oscuridad, los arrumacos frente al televisor en lugar de los escarceos en urinarios fétidos e inmundos, la posibilidad de vivir una historia de amor que no resulte más trágica o dolorosa que la del resto de mortales heteros, que no sea una sima, una continua bajada a los infiernos, cada vez que se busca aquello por lo que no se debiera pagar un precio emocional tan alto.

En la narración juegan un papel importante las digresiones, sean las bolas de Horacio, bolas de papel que arroja en la papelera de la pensión a la que va a parar tras salir de la vida de Bralt, y que nos permiten acercarnos a Horacio tanto como lo permiten unos pensamientos vomitados en un papel arrugado y arrumbado, sea Uno, o Pedro, que nos retrotraen hasta la guerra civil española, donde esa guerra, y cualquier guerra, viene a ser una representación donde unos tienen el papel de víctimas, otros de verdugos y donde la historia, se reserva el papel de guionista y directora, para pergeñar una tragedia griega, ibérica en esta ocasión, donde quizás toda guerra se reduce, por ejemplo, a que un padre se vea obligado a tener que elegir el hijo que se salvará y cual será fusilado. Una guerra en la que nadie gana, en la que todos, en mayor o menor medida, pierden algo.

Decía que son casi 500 páginas donde el autor no deja de jugar con las palabras, de sacarles jugo, construyendo al estilo Joyceano otras, echando mano de un léxico profuso, expansivo, en el registro de otras voces, como los argentinismos de Bralt. Precisamente ese esfuerzo, el reto que se nos plantea al lector (hembra o no) fruto del talento autoral, recompensan nuestra lectura, tornándola una singladura gozosa y proteica, abundante en hallazgos, pues no sólo este quehacer denodado y creativo, sino los distintos cambios de rumbo, los saltos temporales (que permiten por ejemplo completar una suerte de elipsis madamebovaryflaubertiana, paseo en carro mediante), las narraciones en primera, segunda o tercera persona, son técnicas que al tiempo que hacen la narración más prolija y enrevesada, la enriquecen, merced a la mirada del autor que reflexiona y abunda mucho y bien en: la soledad herida que convierte a los humanos en lúcidos pecios, el envejecer con cierto decoro; un envejecer que se alimenta más de resentimiento que de melancolía; lo trágico del qué dirán, ese dedito acusador que señala, los prejuicios que desnortan y aniquilan, el miedo paralizante a ser y vivirse Uno mismo, la capacidad que tienen los personajes literarios de trascender y llegar a fagocitar a sus autores, la distancia nula entre vida o literatura, cuando no son la misma cosa, las existencias reducidas a una sisífada donde un buen día nos fallan las fuerzas y el pedrusco nos lamina y un humor, a ratos mágico como el desplegado en el brillante capítulo El viaje imposible (65) que se derrama y empapa todo el texto; todo esto y otras muchas cosas que se me quedan en el tintero, en mi opinión, alumbran una obra que creo que va a envejecer bien, dado que posee las cualidades que hacen devenir unas pocas obras en clásicos.

Unos libros se leen, otros como éste se habitan durante días.

Pensaba escribir esto mañana miércoles, pero enterado de que los miércoles no existen, lo hago ahora. Si Álvaro Cunqueiro creó Mondoñedo y las lecturas de sus obras evitaron su velamiento, a su vez, todo libro, cual contrato, se perfecciona, no con una rúbrica, sino a través de su lectura. Leyendo vivificamos el libro, y ese texto, ya alado, vuela hacia la inmortalidad. O no.

Acabo.

Sea la literatura una liturgia. Siendo esta novela la hostia. No comulgar es pecado.

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Corrección (Thomas Bernhard)

Algunos libros o los acabas o corren el riesgo de aniquilarte, así Thomas Bernhard, así Corrección. Con Bernhard me pasa algo curioso. Leí , hace un tiempo y no me gustó especialmente. Era la suya una melodía que chirriaba en mi interior. Hace unos meses leí El origen, donde Bernhard echaba pestes de sus años de mocedad, del papel letal del nacionalsocialismo y de la religión en su vida, de la educación que machaca y de los padres que tiene descendencia para machacarla. Me gustó lo que Bernhard decía, me gustó mucho el mensaje, su sinceridad, su crudeza, su no callarse, su no mirar para otra parte, su no capear su fracaso; no tanto el estilo. Pero hay algo que me llevó a reincidir. Leí El malogrado. El suicidio (la verdadera y esencial corrección), el vacío, la búsqueda del éxito sin éxito estaban presentes en el libro pero había algo que me costaba empatizar con los personajes, algo creo pretendido por el autor. Ahora he leído Corrección o he devorado Corrección y me he irritado y sorprendido con Corrección, con su argumento que no detallo, que hay que vivirlo, experimentarlo, sentir el trance y sé que habrá más Bernhard, porque si de la mayoría de los escritores, en el mejor de los casos, nos acercamos a algunas de sus novelas, alcanzando un conocimiento mínimo de su obra a través de pequeños fragmentos, de lecturas parciales, en el caso de Bernhard a medida que voy leyendo sus libros, voy cogiendo perspectiva, de tal manera que esos fragmentos, esas lecturas van encajando y me asalta la idea delirante de que cada libro de Bernhard que leo hace mejor los anteriores, o mejora el concepto que tenía de ellos, tal que esa melodía que antes chirriaba, ahora es una armonía delirante, sí, hipnótica, sí, un libro, una experiencia lectora que tiene más de vórtice que de calma chicha, más de asomarse al precipicio que de masturbarse con lubricanes, un imposible equilibrio armónico el que logra Bernhard que me lleva a pensar leyéndolo que las palabras caen sobre el papel como caen las piezas en un tetris, en la manera precisa que nos permite avanzar, pasar de nivel, así Bernhard.

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Sendino se muere (Pablo d’Ors)

Pablo d’Ors
Fragmenta
2012
80 páginas

Pablo d’Ors (Madrid, 1963) conoce a la doctora África Sendino (1960-2008), oncóloga del Hospital La Paz, cuando este oficia como sacerdote en el mismo. A Sendino le diagnostican un cáncer de mama que resultaría letal. Ella quiere dejar su testimonio antes de morir y al conocer a Pablo unas pocas semanas antes de su muerte, ella le pide que escriba sobre ella, sobre su vida y su muerte. Los escritos que conforman sus Diarios son pueriles, deslavazados, según Pablo y comprueba además que lo que Sendino escribe no le hace justicia, que su figura, para él encomiable, no se ve reflejada en sus palabras escritas, que en nada le van a la zaga a su insigne figura. A tal fin hay que literaturizar la vida y sus postrimerías, sacarle brillo, hacerla ejemplar, ficcionar la realidad para que esta resulta más potente y esa es la misión de Pablo.

El caso es que el libro de Pablo resulta a su vez deslavazado y desleído, porque más de la mitad del libro Pablo se la pasa hablando acerca de por qué ha escrito este libro y lo que es el libro en sí -resulta ser la mínima expresión- tal que si hemos de creer que Sendino fue alguien tan especial, deviene casi una cuestión de fe, pues si nos remitimos a los hechos, a las palabras de Sendino, no podemos formularnos juicio alguno.

Sí me ha gustado lo que dice Pablo de cómo Sendino vivió su muerte, porque no la capeó, porque arrostró su tragedia, sus miedos, porque quiso estar presente hasta su final por más que sus familiares tomarán decisiones sobre su persona sin tenerla en cuenta, cuando era de hecho la única implicada en esa representación letal, lo que la conduce a escribir:

Morimos a este mundo antes de que nuestro corazón deje de latir.

Sendino defiende que hay que dejarse ayudar, que en el ayudar y en el dejarse ayudar los humanos nos reconocemos como tales, al igual que en el sufrimiento, que hay que compartir, abrirlo a los demás, para aliviarnos y que si existe el sufrimiento es precisamente para entregarlo, para no dejar al mismo tiempo de sorprendernos sobre nuestra capacidad de resistencia.

Otra reflexión interesante es lo que se dice respecto a tomar consciencia de cuándo dejamos de ser nosotros mismos, una vez que la enfermedad (in-firmitas; esa falta de firmeza, de fuerza, que nos impide estar en pie) nos merma, despoja y transforma, así como el papel que deben asumir los médicos en estos trances, de cara a humanizar estos momentos tan duros para el enfermo, para el paciente (doblemente paciente, porque en una cama de un hospital, sin apenas distracciones, la paciencia se convierte, nos guste o no, en el pan nuestro de cada día), para quien una simple conversación ayuda tanto o más, que el resto de la medicación.