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El parque (Marguerite Duras)

Lo prometido es deuda. Sigo leyendo a Duras tras Los ojos azules pelo negro. Leo El parque (publicado en 1968 con el título de Le Square y recuperado ahora por Menoscuarto con la traducción que en su día hiciera Carlos Barral), que guarda ciertas similitudes con la anterior. En aquella había también una pareja, encerrada ésta en una habitación la mayor parte del tiempo, que lloraba y hablaban de la muerte, de la imposibilidad de entrar el uno en el otro, de conocerse. Aquí el escenario cambia. Estamos en un parque de París. Una joven de 20 años cuida de un niño que no es suyo. Un viajante alivia su soledad sentado en un banco buscando conversación. La encuentra. Los destinos de ambos convergen. Si los bares, los estadios, las iglesias, las terrazas, los parques están llenos, quizás sea por esa necesidad que tenemos de estar rodeados de gente, de tener a alguien cerca, de ser escuchados.

Lo que Duras plantea muy sagazmente es precisamente esa necesidad, no tanto de hablar por hablar, sino de que te escuchen, de que te hagan caso, de que incluso te comprendan, que viene a ser una muestra de cortesía, educación, afecto. Se lamenta la joven cuando afirma que después de dejar de hablar con el viajante irá a la casa en la que trabaja como empleada del hogar y ya nadie le dirigirá la palabra hasta el día siguiente. Una situación incómoda de la que quiere salir a las bravas, desposándose con algún hombre que la pretenda y ofrezca matrimonio. Ese silencio impuesto es una cruz para ella y para él, que viste el traje de la soledad y del abandono, que mendiga palabras, magro alimento con el que ir tirando, al tiempo que recuerda un viaje que lo hizo feliz durante unos días, un lugar pleno de luz, sol, enmarcado por el mar. Un recuerdo ya idealizado, que regurgitar para darse ánimos, para hacer reverdecer la esperanza. Al contrario de lo que nos dijo Freire, los dos son seres de adaptación, no de transformación, pues a fin de cuentas se conforman con lo que tienen, se han acomodado a su situación, y si viene un cambio radical vendrá de fuera, sin que medie su intervención.

Lo que depara este tête à tête es aquello que no sucede en las redes sociales. Se manejan lenguajes diferentes. Aquí los dos hablan y se corrigen sobre la marcha, van rectificando, apostillan, matizan, se retroalimentan, emplean aquello de «es un decir» “es una manera de hablar”. Aquí no hay likes, retuiteos, emoticones, sino emociones, aquí hay dos seres solitarios que encuentran alivio en la conversación, en la mutua comprensión, cuando las palabras no caen en saco roto. No olvidemos que el lenguaje nos constituye y conforma, diálogo, λóγος, que opera como fuente de autoconocimiento, como una suerte de bálsamo de Fierabrás.

Nos cuenta aquí Vila-Matas cómo fue acogida en su día esta novela cuando se publicó: muy mal. Cuenta que solo Maurice Blanchot la elogió: “Duras, mediante la extrema delicadeza de su atención, ha buscado y tal vez captado el momento en que los hombres se vuelven capaces de dialogar”.

Dijo Gadamer que leer es dialogar. Por eso el libro, como un buen amigo invisible siempre estará ahí para echarnos un cable cuando queramos hablar con alguien, aunque siempre será mejor ir al parque que tengamos más próximo al hogar y esperar a que vengan las palomas, los niños, los jubilados, las mucamas a pegar la hebra y buscar consuelo y amparo episódico en nosotros y viceversa.

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Balada de gamberros (Francisco Umbral)

La censura dijo de ella que era esta una novela soez. No me lo parece leída hoy en día. Es la primera novela de Francisco Umbral, que vio la luz gracias a Cela, en 1965, según nos cuenta en el prólogo el propio autor. En ella se recogen las andanzas de Umbral, cuando este es un adolescente, a finales de los años cuarenta y su horizonte vital queda enmarcado por los cuerpos femeninos que ansía ver desnudos, sobar y magrear, los pinitos laborales, las pillerías que comprenden actos delictivos, y el descubrimiento de las pasiones musicales como el rock, al tiempo que tratan de ser los dueños de las calles y del río, en una almidonada ciudad de provincias, que pudiera ser Valladolid.

Cuando se reedita esta obra, Umbral se refiere a ella, a la manera juanramoniana, como un «borrador silvestre«. La novela es un cúmulo de anécdotas que no presentan mucho desarrollo, pero que permiten acercarnos aunque sea de forma epidérmica a esa España que hacía una década que había finalizado la guerra civil, donde regía la censura, y la estrecha moral, que Umbral y sus amigos, esa panda de gamberros tratan de sortear o sustrarse a ella en su día a día, desafiando la autoridad, que se refiere a ellos como delincuencia juvenil, derivada de “la crisis de la sociedad y de la moral, la desunión de las familias, la educación equivocada”…

La edita Menoscuarto ediciones y he advertido que en la contraportada figura que Umbral nació en 1935, cuando lo hizo en 1932.

Francisco Umbral en Devaneos

Mortal y rosa

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El abismo verde (Manuel Moyano)

Manuel Moyano (Córdoba, 1963) con muy pocos elementos, a saber: un cura joven español que cada vez está menos convencido de su fe, conducido a Agaré, un poblado en el Amazonas, donde una papelera emplea a todos los hombres, mestizos de la zona, quienes gastan su jornal en alcohol; el empresario, un alemán orondo emparentado con una lugareña, que es la única mujer en todo el pueblo; la autoridad local, un especie de sheriff amorrado al laissez faire, que aconseja al cura que se meta en sus asuntos, lo cual traerá cola como se verá; unos seres femeninos misteriosos a quienes los mestizos, presos de la lujuria y de un porvenir muy limitado se entregan en sus correrías nocturnas e internamientos en la selva y que viene a ser como una ruleta rusa sexual; con estos elementos propios de las novelas de aventuras, otros fantásticos e incluso de índole moral en todo aquello que supone el día a día del cura que, camino de perder su fe, cada día tiene menos clara su misión de encarrilar a las almas perdidas, e incluso de si aquellos parroquianos emputecidos (que me recuerdan llegado el cenit sexual a aquellos de El entenado) llegan a tener alma o no y desplegando buenas dosis de humor, la narración irá creciendo en interés poco a poco, a ratos descolocándome, como cuando el Padrecito, haga aparecer en escena ora una lata de fabada, ora una lata de cocido madrileño, nos sitúa casi de repente ante un final abrupto que se abre ante nosotros como el abismo verde del título y donde buena parte de lo mucho conseguido se acaba despeñando, con los dos últimos capítulos, que a mi entender sobran y malogran una novela que en algún momento me recordaba la exuberancia narrativa de Lord Jim. Uno hablaba de muralla de bosques otro de dosel vegetal