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El hijo del acordeonista (Bernardo Atxaga)

Como cuando vemos el fogonazo del rayo y esperamos el estruendo del trueno, ante ciertas lecturas, como El hijo del acordeonista de Bernardo Atxaga, uno presiente el ramalazo del temblor, la emoción líquida que embarga, la espita que se abre, la flecha alcanzando su objetivo.

David, tienes todo el pasado por delante ante tus ojos ¿y ahora qué? ¿Hacer el puzle del pasado con un memorial, con un escorial de porosa lava?. En tu ánimo está dejar huella impresa de tu paso por la tierra y también un legado para tus jóvenes hijas, Liz y Sara, y quieres hacerlo en tu lengua, en vascuence. A tu entierro, en los Estados Unidos, porque hasta allí te fuiste, siguiendo los pasos de tu tío Juan, acude Joseba, tu amigo, tu hermano, tu biógrafo, aquel quien sobre el bloque de piedra de la memoria (re)construirá vuestro pasado juntos, los años que irán desde finales de los cincuenta hasta el comienzo de la democracia. Dejas en ésta, tu última despedida, a Mary Ann, la americana de la que te prendaste sin remisión, anécdota amorosa y arrebatadora, pura elipsis, que me recuerda mucho a otro momento feliz, al de Carlos Casares con Kristina.

Tu narración es una suerte de educación sentimental, la de un chico vasco en la España de los años sesenta que irá descubriendo que la vida siempre va en serio, que tú y tus amigos que os sentíais (como todo adolescente) invulnerables tendréis de pronto una amiga aquejada de poliomielitis, que la muerte -idea vaga hasta entonces- se concretará en un lista que tú, David, tendrás en tus manos, sumiéndote en la zozobra. Ahí están los nombres de los ejecutados en Obaba por los nacionales al comenzar la guerra civil. Anidarán entonces los temores en tu seno, se cernirán las negras sombras, porque creerás que tu padre, Ángel, fue uno de los responsables de las pretéritas matanzas. Verás de qué va eso del sexo, a bocajarro y casi de la mano los compromisos, los reproches: polvos y lodos, casi al unísono. David, tú y tu instrumento, el acordeón, viéndote invitado a celebraciones de las que no quieres formar parte, porque a medida que vas sabiendo, diluyendo la inopia, más difícil te resultará no tomar partido. Verás a mozos locales convertirse en boxeadores de éxito y después en pecios humanos, sabrás lo que es el amor cercenado cuando te saquen del catre de Virginia, para pasar a formar parte de la militancia que apuesta por la lucha armada, porque lo que antes era una rabia asordinada, a finales de los sesenta y comienzos de los setenta verás cómo irá cogiendo más cuerpo y volumen. Sufrirás la muerte de tu amigo Lubis, asesinado vilmente. Verás cómo poco a poco la bola de acero de la venganza y el resentimiento se irá haciendo más grande, cada vez más alta, más imprevisible su impacto letal. Las víctimas del franquismo convertidas en verdugos en la democracia. Serás militante sin espíritu y aprovecharás una amnistía para dejar la causa y clausurar así una etapa y seguir luego tu vida lejos de casa, de Obaba, en los Estados Unidos. Allá, la idea de escribir algo sobre esos años se concreta, se materializa y tu amigo Joseba, con esos mimbres elaborará un novelón, El hijo del acordeonista, para llegar a la emotiva verdad desde la ficción, a vueltas con la memoria (recuerdos en forma de cartas, relatos, revistas pornográficas, canciones, fotos, motocicletas…), el pasado (que necesita ser contado para resultar menos gravoso), la amistad, la infancia-adolescencia-madurez y sus sinergias, el compromiso, el desencanto, etcétera, recorrida toda la narración por la sutileza y el primoroso y profundo conocimiento de la naturaleza humana, examinada aquí como lo sería una mariposa ante la sagacidad de un talentoso entomólogo. Pongamos que hablamos de Atxaga.

Alfaguara. 2004. Traducción de Asun Garikano y Bernardo Atxaga. 484 páginas

Bernardo Atxaga en Devaneos

Dos hermanos
Horas extras
Esos cielos

Visionarios

Criticar o parlotear con la punta de los dedos. Sigmund Freud anticipó el Twitter y el Facebook allá por el 1905: «Aquel que tenga ojos para ver y oídos para escuchar se convencerá de que ningún mortal es capaz de guardar un secreto. Si su boca permanece callada, parloteará con la punta de los dedos».

Contra todo esto. Un manifiesto rebelde (Manuel Rivas). Alfaguara. 2018

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El material humano (Rodrigo Rey Rosa)

A los que escriben las contraportadas de los libros tenían que pasarlos por el polígrafo. Leo «thriller sobrecogedor«. No me lo ha parecido, en absoluto. Sobrecogedor y mucho, era en mi opinión la parte de los crímenes de 2666 de Roberto Bolaño. Cito el libro de Bolaño porque el comienzo de esta novela de Rodrigo Rey Rosa (RRR) me traía ecos de la anterior, en ese empeño por denunciar la injusticia, cuando RRR maneja unas fichas policiales en las que se identificaba a los detenidos tras ser detenidos en muchas ocasiones por majaderías y cosas que leídos nos parecen un sinsentido. A RRR le permiten acceder al Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala, y ahí ve el escritor un filón, sustancia narrativa para su novela. El caso es que se pone a escribir y como la novela ve que no avanza, entre quedadas y encuentros que se van posponiendo, RRR muda la novela en diario autobiográfico (Sábado 8 de junio. Día prácticamente perdido, en familia.), y cuando hay que remontar la realidad se recurre a lo onírico, a sueños que son otra forma de narrar y de explicarse a sí mismo. El macabro telón de fondo al que hace mención también la contraportada, va referido a las más de 100.000 personas que fueron muertas por miembros del Ejército guatemalteco entre 1960 y 1996 y de unos 10.000 por miembros de los varios grupos guerrilleros en el mismo período, a la limpieza étnica de indígenas (Miguel Ángel Asturias soltaba perlas como esta: que el indígena era un grupo degenerado y que debía mejorársele cruzándolo con europeos), al secuestro de la madre de RRR durante seis meses, implicado el escritor en su liberación (con el depósito del dinero) y la posibilidad de que las pesquisas que lleva a cabo Rodrigo le permitan poner cara al secuestrador más de dos décadas después, a la angustia que experimenta RRR a medida que investiga, según va jugando con fuego como le dice su padre, pues ya sabemos que al poder no le gusta que los ciudadanos remuevan el pasado y es mejor dejar la cosas quietas, fosilizadas, tanto en Guatemala como aquí. Angustia (miedo dice que llegó a sentir el autor escribiendo esta novela) que ve alimentada por ese teléfono que suena sin que se profiera luego ninguna palabra más, cuyo único objetivo es amedrentar al telefoneado. Esto se despliega en toda la narración y es muy parecido a lo que refería Eduardo Halfon, también guatemalteco en su Biografía bizarra, el cual sufre el acoso más allá de una llamada o un anónimo al recibir la presencia de un hombre en su domicilio que le recomienda que es mejor no andar hablando demasiado. Una invitación para que Halfon dejara su país, idea que también acaricia RRR, que ya se exilió voluntariamente años atrás.

Lo que más he disfrutado son las citas de Voltaire (La necesidad de hablar, la dificultad de no tener nada que decir, y el deseo de tener ingenio son tres cosas capaces de poner en ridículo al hombre más grande) y de Bioy sobre Borges. Decía Mallarmé que «el mundo solo existe para llegar a un libro» o en este caso, como se ve, para llegar a una cita (o varias).