Archivo del Autor: Francisco H. González

La excelsitud de lo breve

En el recuerdo de mis lecturas juveniles hay cuatro novelas cortas escritas por autores que más bien solían escribir novelas largas, cuatro novelas que al cabo de los años conservan toda su carga explosiva original, como si tras estallar en una primera lectura volvieron a estallar en una segunda y en una tercera lectura y así sucesivamente, sin llegar nunca a agotarse. Son, sin lugar a dudas, obras perfectas. Las cuatro hablan de derrotas, pero convierten la derrota en una especie de agujero negro: el lector que meta su cabeza allí sale temblando, helado de frío o cubierto de sudor. Son perfectas y son ácidas. Son precisas: la mano que maneja la pluma es la de un neurocirujano. Y son también una fiesta del movimiento: la velocidad de sus páginas hasta entonces eres inédita en la literatura de lengua española. Estas novelas son El coronel no tiene quién le escriba, de García Márquez, El perseguidor, de Julio Cortázar, El lugar sin límites, de José Donoso, y Los cachorros, de Vargas Llosa.

Esto nos cuenta Roberto Bolaño en su estupendo prólogo al libro de Vargas Llosa, Los jefes, Los cachorros.

El lugar sin límites, me falta de leer, pero las otras tres sí me resultaron magníficas.

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Sugerencias

Me pidieron el otro día sugerencias sobre novelas contemporáneas escritas por mujeres de corta extensión, alrededor de unas 200 páginas. Hice este listado. Ahí va.

Invierno de Elvira Valgañón (Logroño, 1977)
La mucama de Omicunlé de Rita Indiana (Santo Domingo, 1977)
Temporada de huracanes de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982)
La perra de Pilar Quintana (Cali, 1972)
Las retrasadas de Jeanne Benameur (Ain M’lila, 1952)
La luz negra de María Gainza (Buenos Aires, 1975)
Permafrost de Eva Baltasar (Barcelona, 1978)
Un invierno en Sokcho de Élisa Shua Dusapin (Còrreze, 1992)
Muerte de un silencio de Clémence Boulouque (París, 1977)
La dimensión desconocida de Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971)

Enrique Vila-Matas
www.devaneos.com

Esta bruma insensata (Enrique Vila-Matas)

Yo soy capaz de albergar dos escritores o más afirmaba Vila-Matas en una entrevista reciente. El riesgo de leer tanto y tan bien es convertirse como lector en una suerte de ventrílocuo por el que hablen Las Musas. Otra posibilidad, yendo a mayores y ante una personalidad que se sueña fragmentaria es devenir una antología de 136 personajes ficticios, pessoanos. Al tiempo.

En su día leí una novela en buena parte compuesta por letras de las canciones que formaban la banda sonora audible de la vida del narrador. Ray Loriga en su novela Héroes tiraba continuamente de citas, muchas extraídas también de las canciones, que ponía en boca de un adolescente. Vila-Matas subió la apuesta y se tiró un órdago desde sus comienzos en la escritura, tal que ahora –y siempre- se le ha criticado al autor catalán por su afición desmesurada por las citas en todos sus artículos, ensayos, novelas. A mí, el aluvión de citas ajenas (también luego reformuladas, mejoradas, incluso Enriquecidas), al igual que su web, han ensanchado tanto mi horizonte lector que solo puedo mostrar aquí mi agradecimiento. Si uno lee las Cartas a Lucilio verá que Séneca menta a Epicuro para advertirnos que esos que veneran las palabras por ser del maestro y no aprecian lo que se dice sino quien lo dice sepan que las cosas buenas son patrimonio común. Vamos, que todos andamos a vueltas con las mismas palabras desde el comienzo.

Para salir al paso de estas críticas, en su descargo y en su descaro, Vila-Matas podía haber empleado el formato ensayo, pero se ha decantado por la novela. El personaje principal es Simon un traductor previo y surtidor de citas, aquellas que proveerá a su hermano menor, convertido en el Gran Bros, un exitoso autor residente en Norteamérica quien se infla a vender libros de sus “cinco novelas veloces”, y hace de su invisibilidad su pendón flameante. Ya en harina veo que el libro no son solo citas -que el narrador defiende porque le va la vida en ello (o le da de comer, aunque poco)- sino que la narración va construyéndose sobre arquetipos autorales de todo tipo, a saber, la invisibilidad de Salinger, Banksy, Pynchon, la manía de citar o hacer literatura o arte con citas, a lo Perec, la confiabilidad o no del narrador -ahí entra Nabokov– la tensión de publicar y renegar luego de lo publicado y desear volver a la pureza del anonimato y ahí pienso en Bufalino, pensamiento que por otra parte seguramente haya sido instilado en mi cabeza a resultas de la lectura de unos de los ensayos recogidos en Impón tu suerte.

Narrar supone recordar. Narrar es también conocer, para decirlo con Piglia y también crear. Volver y revolver pues en aquellos días, años atrás. Los recuerdos del narrador se entreveran mezclados tiempos y espacios: vemos al narrador caminar por el Cap de Creus, cerca de Cadaqués y acabar en Portugal, sin abrir ninguna puerta, basta simplemente con verse allá, rememorar a su Padre muerto y redivivo en la narración, situarse en el día del advenimiento de la República catalana el 27 de octubre de 2017 y su tratamiento como relato, como ficción, como la tragedia que vuelve como farsa, sin que el narrador decida abanderar ninguna causa, ni con hunos ni con otros; sentir al narrador en su soledad unánime, trágica, unamuniana, acaso ¿un explorador del abismo?, fatigado de vivir en su mente, flotando tal vez en el mar muerto de su propio ser, para decirlo poéticamente como el luso, desubicado ante una orfandad que viene a ser como el modo avión de los móviles, aquel estado de inacción o postración del que solo te saca una llamada de emergencia, que aquí será la que propicie el reencuentro con su hermano oculto, invisible, quien se hará cuerpo y mala sangre Simon. Ocasión para contrastar sus distintas formas de entender la literatura, quizás la parte más discursiva de la novela, en donde Vila-Matas aborda la irresoluble cuestión de la ficción y la no ficción, difícil de deslindar una de otra, porque como se afirma, al pasar al papel los recuerdos ya ordenamos, filtramos, depuramos y eso implica una construcción, un artificio, una realidad ficticia. Ocasión también para reflexionar acerca del precio de la fama, del éxito, la necesidad de ocultarse, de renunciar.

Al informar a una amiga de esta lectura que comencé ayer, sin haber leído ésta nada de Vila-Matas, me preguntaba ¿Pero se le entiende? No solo se le entiende, sino que uno se divierte y entretiene mucho leyendo a Vila-Matas, valorando su audacia, su humor (aquí hay unos cuantos momentos esperpénticos que propician la carcajada, como ese Pynchon que viene a ser una actualización del aedo Homero, pues Pynchon se nos hace saber, son muchos, lo cual explicaría los altibajos de su producción novelesca), su prosa libérrima exenta de tasas, su amor por la literatura cifrada en parte en la irrefrenable pulsión citadora, con personajes nada gravosos aunque disparatados y podría abundar más pero preferiría no hacerlo, por consumar el arte de no acabar nada y dejarlo en este .

Enrique Vila-Matas en Devaneos

Impón tu suerte
El viajero más lento
Dublinesca
Perder teorías
El día señalado
El viaje vertícal
El viento ligero en Parma

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La pastilla de hormona (César Aira)

¿Microcuento, cuento, nouvelle, novela?.

La pastilla de hormona, publicada en el año 2000, es una de las diez novelas de César Aira recogidas en un único volumen publicado recientemente; novelas seleccionadas y prologadas por Juan Pablo Villalobos.

En el caso de ser una novela, es la mínima expresión y la más breve que he leído nunca: 8 páginas y media. La pastilla de hormona es la que se toma un tal Rosales (aunque se las han recetado a su mujer) un buen día haciendo la gracia, pues Rosales es muy juguetón, un gozón, un cachondo, un bromista, quién sabe también si un perfecto idiota. El caso es que construye su propio personaje, se distancia de sí mismo gracias al humor, se deja llevar en sus carcajadas, su cerebro es una fortaleza mental.

Aira levanta la mirada hacia el cielo y la luz que lo inunda todo:

Las ciudades modernas, con su exceso de iluminación nocturna, han corroído la tiniebla. Hoy día, ni siquiera se ven las estrellas ni ningún otro fenómeno celeste más allá de la cúpula de penumbra difusa, a la que parece pertenecer la luna misma, que compra su visibilidad con un espejismo de cercanía.

Nos falta el esperado matiz libresco, que siempre brota: Rosales no lee nunca, porque su vida transcurre por un canal diferente al de los libros y nunca se ha dado la ocasión de que ambos canales confluyeran, hasta que un día, merced al precio irrisorio de un libro acabará comprando la vida cotidiana en la antigua China. Rosales se aplica, se faja y consigue así leer media página al día, de noche, antes de acostarse, alimentando el caletre sobre el catre, pero se dispersa, mucho, jugando con la perilla de la luz, cediendo a la oscuridad, aquel clic que deje ¿a él, a oscuras? ¿a nosotros, a cuadros?

Diez novelas de César Aira | Diario de la hepatitis #10

César Aira en Devaneos:
Los fantasmas
El mago
Prins
Varamo
Diario de la hepatitis
Un episodio en la vida del pintor viajero