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La maestra (Clarice Tartufari)

Clarice Tartufari (1868-1933) escribe este relato en 1887, con 19 años y leído ahora me resulta simplón e insulso. La protagonista, una tal Ginevra, es una sufridora nata. Tras obtener un título como maestra consigue un trabajo en un pueblo donde el alcalde se encapricha de ella y al no plegarse ella a sus demandas amorosas, decide el alcalde hacerle la vida imposible, tal que se ve obligada a dejar su trabajo y también el pueblo, para poco después emplearse como doncella de otro tipo que la pretende, pero que va camino del altar, con otra, no con ella, así que Ginevra se ve de nuevo sin trabajo y sin maromo, hasta que en su auxilio viene un primo suyo que siempre la ha pretendido y dado que la situación de ella es precaria, se ve desprotegida y necesita la protección de un hombre, da entonces el visto bueno al enlace y colorín colorado.
No he encontrado en el relato nada reseñable.

Lo edita Ardicia con traducción y prólogo de María Ángeles Cabré.

De esta temática, no de lo que tiene que ver con el folletín, sino de lo que tiene que ver con la docencia y la lucha de la mujer por defender sus derechos y la igualdad, me gustó mucho más La maestra Annuzza.

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El ángel Esmeralda (Don DeLillo)

Don DeLillo
Seix Barral
2012
240 páginas
Traducción de Ramón Buenaventura

DeLillo (Nueva York, 1936) que ha publicado hasta la fecha más de quince novelas -de las cuales solo he leído, de momento, El hombre del salto-, recopila en este libro sus relatos -nueve- publicados a lo largo de más de 30 años, entre 1979 y 2011, que me han gustado mucho más de lo que presumía.

Me resulta interesante ver las encendidas polémicas que a menudo surgen acerca de los relatos y las novelas, pues hay quien piensa -incluidos muchos escritores- que los relatos son un género menor, como si fuera el hermano pobre de la literatura. De tal manera que aquellos escritores que se explayan en novelas de largo recorrido, miran a los escritores que escriben relatos, por encima del hombro -de los que escriben aforismos, ya ni hablamos- como si estos últimos, solo fueran capaces de defenderse en las distancias cortas -por falta de talento, ambición, tiempo, escatimar esfuerzos, etc…, pero nunca ambicionar una obra monumental, o de largo aliento -al menos en extensión-.

Respecto a esto, estoy de acuerdo con lo que decía Thomas Mann, en este ensayo que escribió sobre Chéjov, cuya obra, a pesar de ser en su mayoría relatos, más o menos cortos (que recopilados ahora por Páginas de Espuma arrojan alrededor de unas !4.000 páginas!), tenía tanta calidad, que la extensión importaba poco, y no hacía distingos Mann entre obras largas y cortas, pues lo que importa es la calidad, y esta no se cifra en la extensión, sino en lo que el escritor dice y en cómo lo dice: el estilo, en definitiva.

Todos los relatos tienen un nexo común: sobre el ser humano se cierne una amenaza, que viene de fuera. En Creación puede ser una retención en una isla, una especie de laberinto del que es complicado salir, lo cual provoca angustia en los confinados.

Momentos humanos de la tercera guerra mundial me recuerda al libro de Landolfi, Cancroregina, donde dos zumbados, a bordo de una máquina, la Cancroregina del título, se lanzaban a una odisea espacial, donde uno de ellos moría y el otro quedaba flotando en ese líquido amniótico sideral, un poco a la deriva, física y mental. En el relato de DeLillo dos astronautas están en una nave, mientras en la tierra ha estallado una guerra, y uno de ellos, el tripulante más joven, parece empezar también una especie de desconexión, una desnaturalización, que en lugar de llevarlo al nihilismo y la destrucción, se acerca más a la del demiurgo que mirando a su retoño, en este caso la tierra, se siente satisfecho, en paz consigo mismo, a pesar de que su existencia tenga una naturaleza límbica y su mundo -todo aquello que su mirada subsume y le solaza- sea cuanto ve a través de la ventanilla de su nave. Demiurgo panóptico enclaustrado orbitando hacia la Nada. DeLillo emplea una jerga sideral que al leerla crea una sensación extraña, como de elevación, como si al leer, flotaras.

En El corredor, la amenaza es el miedo ante lo desconocido, a un secuestro por ejemplo, donde el rapto hace más mella en quien lo visiona que un tiroteo. En El acróbata de marfil es ante un terremoto donde el ser humano asume su fragilidad, su contingencia, quien se siente ante esos temblores que asolan la faz de la tierra, como un barquito ante las fauces del mar. La ciudad de Nueva York se nos presenta -en el relato El ángel Esmeralda– también hostil, no la ciudad en sí misma, sino quienes la habitan y la envilecen al cometer actos atroces, como el asesinato de una niña de 12 años, que dará pie para unas posteriores apariciones del rostro de la difunta sobre un cartel publicitario, donde la fe colmará en muchos lo que la miseria y la desesperanza socavan cada día.

Hay espacio también para reflexionar sobre el arte, sobre lo que vemos cuando miramos un cuadro -a menudo un vistazo rápido que nos hace ver sin entender-, que en el relato Baader-Meinhof presenta cuadros que muestran a unos terroristas de la Fracción del Ejército rojo muertos en sus celdas, ejecutados o suicidados y aquí la amenaza es esa violencia mutua del individuo contra el estado -que se explicita matando, no al Estado, sino a las personas que lo conforman- y la respuesta del Estado contra los terroristas, ejecutándolos en sus celdas, y es también la violencia de la proximidad física, la zozobra que experimenta una mujer que permite entrar en su domicilio a un hombre que ha conocido en un museo, con quien no quiere hacer lo que él ha venido hacer y genera una tensión muy bien explicitada por parte de DeLillo.

Medianoche en Dostoievski, me recuerda al libro Peaje, donde dos jóvenes -que no trabajan en el peaje de una autopista, sino que son estudiantes universitarios- fantasean con todo lo que sus pupilas registran, tratando así de saciar su curiosidad -alimentada por Ilgauskas, docente socrático sólo en apariencia, pues quien hace las preguntas y monopoliza el diálogo -que es un monólogo-, es únicamente el profesor-, imaginando qué vidas llevan aquellos con quienes se cruzan por las calles, en su vano empeño de aprehender una realidad siempre esquiva, una realidad que deja a los jóvenes mirones como espectadores de los demás, cuyas vidas y actos numeran, cuentan, clasifican, sin atreverse a dar el paso, a romper el silencio, a pasar de lo abstracto a lo concreto, del concepto al individuo, un paso que en el caso de darse, o de intentarlo, supondrá una ruptura y todo un acontecimiento.

La hoz y el martillo me resulta el relato más divertido, donde brilla el humor de DeLillo, y también la crítica, pues situando a los personajes en una cárcel de baja seguridad que parece más un campamento, nos lleva a reflexionar sobre el sentido de las penas carcelarias, y cómo aquellas que son consecuencia de delitos fiscales, evasión de impuestos, blanqueamiento de capitales y similares, parecen no tener nada que ver con otros delitos como el asesinato, las violaciones, actos terroristas, pero como luego hemos visto, estas empresas financieras y los individuos que en ellas trabajan son muy capaces con su mala praxis de hundir la economía de un país y de destrozar a sus ciudadanos, privándolos de sus ahorros, de un presente y de un futuro y obligándonos a soportar el coste del rescate financiero de las entidades bancarias, como hemos visto que ha sucedido en muchos países europeos. Aparecen en el relato televisivo que narra la Crisis Financiera Global, Grecia, Portugal, Irlanda, Islandia, y todo aquello que en los medios aparecía con palabras rimbombantes como Crisis, como Caos, que abonarían el terreno para los ajustes, para la austeridad, para el desmantelamiento de la socialdemocracia y el advenimiento -como se comprueba recientemente-del populismo. Dios aprieta pero no ahoga, dicen. La mano invisible del mercado, aprieta y ahoga, digo.

La hambrienta, el relato más flojo, aborda como la obsesión -otra amenaza, cinéfila por ejemplo-, es un imán que nos deslocaliza de nosotros mismos, que nos aísla, un alimento visual que sacia la soledad y que para la protagonista válida que La existencia humana entera es un efecto óptico, tal que un parpadeo lo borra todo.

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Amor y vejez (François-René de Chateaubriand)

Acantilado
Traducción de José Ramón Monreal
56 páginas
Postfacio de Marc Fumaroli

Sirva esta breve y poderosa confesión de Chateaubriand (1768-1848) como entrante para el gran festín que será -presumo- leer sus Memorias de ultratumba (2753 páginas, que Acantilado sacó en -beneficio de nuestro- bolsillo por ¡39,95 euros!)

Aquí, el autor ha superado ya los sesenta, allá por 1830, y está enamorado de una joven, un amor que entiende imposible, pues si ella busca su amistad él carcomido por sus deseos, por el anhelo del goce carnal, se consumiría en un deseo insatisfecho y si sucediera lo contrario y se dieran ambos al placer carnal, poco tardaría su amada en tener que arrostrar la carga de un cuerpo decrépito y marchito tal que se vería él entonces en la obligación de arrojarla en unos brazos más jóvenes, en un cuerpo más terso, en otro hombre más apto.

La lucidez se Chateubriand -quien no reniega de la comunidad de los pecadores, de la cual es intérprete- horripila, porque cada palabra, cada párrafo es la deconstrucción de un posible castillo de arena, que a fin de ser honesto consigo mismo, sabedor de su naturaleza, no puede menos que desbaratar.

La confesión, que son 19 páginas, se enriquece con un sucinto ensayo de Marc Fumaroli, buen conocedor de la obra de Chateubriand, que nos permite situar a la obra y a su autor en su época, en beneficio de una mejor comprensión de las palabras volcánicas de ese francés definido como casto y sensual, y cerebral, tan inspirado como voluntarioso; quien salvo la vida sentimental, lo conoció todo en lo que se refiere a las alegrías y a los tormentos de los hombres.

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Un padre extranjero (Eduardo Berti)

Eduardo Berti
Impedimenta
2016
348 páginas

¿Qué tiene la literatura para que un lector y escritor -Eduardo Berti- acuda al lugar donde vivió otro escritor, Jósef (Conrad), con la devoción de quién visita los Santos Lugares?, ¿Qué le lleva al padre de Berti a escribir una novela en su últimos años de vida, que puede tratarse tanto de una confesión como de un exorcismo?, ¿En qué medida una lengua no materna, pasa a ser la nuestra, cuando hablamos y escribimos en ella, y en qué medida esa nueva lengua conquistada, nos permite pensarnos como no extranjeros?, ¿Qué sabemos realmente de una persona -de un padre, por ejemplo-, si éste es algo parecido a un iceberg, donde lo que vemos son los flecos del presente, y el pasado es un enigma, cuyo código somos incapaces de descifrar?, ¿Qué capacidad tiene la literatura para transformar la realidad y convertir a un marinero, un tal Meen, en un asesino potencial, toda vez que se vea reconocido en las páginas de una novela de Jósef?, ¿Qué es la literatura sino una enfermedad, tal que cuando Jósef se pone a escribir en su hogar -en Pent Farm-, escribe a su mujer -que convive con él- para agradecerle que siempre esté ahí, un escribir que paradójicamente mientras a Jósef le lleva a crear mundos, realidades y personajes, a su vez, le obliga a levantar un muro, a alimentar una ausencia, a pone al escritor fuera del alcance de su mujer mientras éste escribe; una mujer que se lamenta, y que prefiera que su marido, sufra de la gota, antes que de la escritura, pues así al menos puede estar a su vera, mientras que la escritura es una fiebre que se libra en soledad: la del escritor ante la cuartilla en blanco?, ¿En qué medida uno no quiere ceder al olvido que seremos, o que serán los que se van, y por tanto Berti, no quiere acabar de leer los cuadernos que contienen la obra de su padre, como si su no lectura, lo mantuviera vivo, unido a él, a través de esas hilachas de palabras no leídas?, ¿En qué medida cambiar de apellido o de fecha de nacimiento -como hace el padre rumano de Berti-, no es reinventarse, ocultar un pasado o transformarlo, no es sino darse otra oportunidad, hacer de demiurgo de uno mismo, y soñar con ser otro y conseguirlo, aunque sea a ratos?, ¿En qué medida nuestra lengua materna, cuando deja de serlo -si deja de serlo alguna vez- no pasa a ser un miembro fantasma más, que de vez en cuando, aunque sea en sueños, trata de hacerse sitio, tomar la voz, aunque sea momentáneamente?, ¿En qué medida la existencia no es más que un cúmulo de coincidencias, resonancias, réplicas, azares, explícitos o no?.

Esta novela de Eduardo Berti la leo como una suma de interrogantes, porque dado que todo está velado, y en la medida en la que uno descubre que es más lo que desconocemos que lo que sabemos con certeza, la narración no deja de ser una continua reflexión, sobre lo que somos, sobre el concepto de identidad y de extranjería, sobre el acto de escribir, sobre todo lo que entra en un papel y lo que queda fuera, sobre cómo armonizar un texto para que resulte interesante, y esta novela de Berti, donde confluyen la autobiografía, la ficción, el ensayo, y el diario de viaje, lo es y mucho, porque toca teclas, fibras, que están ahí, quien sabe si también ocultas, y que sólo la literatura es posible activar, porque toda buena narración que se precie, como todo mito, esconde un significado oculto, un sentir freático, que es el que nos engancha, el que nos conecta con la literatura y con la vida, si acaso no vienen a ser lo mismo y nos permite entrar -o soñar que entramos- en contacto con nosotros mismos.

Eduardo Berti en Devaneos | El país imaginado