Archivo de la categoría: José Ramón Monreal

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Cuando viajar era un arte. La novela del Grand Tour (Attilio Brilli)

En la conclusión leo: Los libros de viaje, según Lévi-Strauss, crean la ilusión de algo que ya no existe, pero que quisiéramos que existiera todavía.

Se pregunta Attilio Brilli si es posible hoy hablar del arte del viaje. No, no es posible. Por eso este ensayo de Attilio, o la lectura de otros libros como el estupendo Peregrinos de la belleza, viajeros por Italia y Grecia, de María Belmonte, evocan lo ya pasado, en este caso poniendo Attilio el foco en el Grand Tour, aquel gran viaje llevado a cabo entre los siglos XVII y XIX por aristócratas, burgueses, por gente acaudalada.

El viaje implicaba una minuciosa organización previa, el manejo de un sinfín de guías, planos, mapas del terreno a recorrer, la oportuna elección de la caravana (asimismo del postigón, el correo, el cochero), del personal a su servicio (cocineros, peluqueros, preceptores…), de los lugares de pernocta (casas de postas, pensiones, hoteles, posadas, habitaciones de huéspedes…), de la ubicación de las aduanas (con aduaneros, que tal como se nos refiere por algunos viajeros de la época en sus Diarios, no son de su gusto por su tendencia de estos a la corrupción), de la documentación necesaria (pasaportes, certificados sanitarios, cartas de crédito…).

En cuanto al equipaje, los hay austeros (que van con lo puesto y viajan a pie) y los que llevan toda la parafernalia imaginable: baúles, maletas, baúles cama, percheros, sombrereros…

Las formas de viajar pueden ser por tierra, en donde se nos refieren situaciones a veces peligrosas por desfiladeros y quebradas, en terrenos montañosos, al cruzar los Alpes; o bien travesías en barco. En todo caso, los viajeros se veían sometidos a las inclemencias meteorológicas, al balanceo en las caravanas o embarcaciones, con jornadas a menudo extenuantes. Se refiere algún que otro crimen, pero no parece ser lo habitual, ni nada que preocupase a esta clase de viajeros. Para muchos de los cuales, si eran jóvenes, el Grand Tour venía a ser como el epílogo a su educación sentimental, al abrírseles la posibilidad de entrar en contacto con lo foráneo, de conocer los vestigios de otras civilizaciones, y yéndonos al presente: el conocer el espíritu de los países y sus costumbres, si han de atenerse a lo indicado por Montaigne.

Si bien, leyendo a Attilio parece que unos viajeros van siguiendo los pasos de los otros. Es clave por tanto recurrir a toda la bibliografía existente en el momento de hacer el viaje (algunos libros ineludibles son Nouveau Voyage d´Italia, de Misson; Viaje sentimental por Francia e Italia, de Sterne, o Boswell on The Grand Tour; aunque el número de obras que maneja Attilio para su ensayo es muy extensa, y los numerosos párrafos ajenos e insertos en el ensayo, lo hacen muy interesante, al darle el color del folclore y los prejuicios y la variedad de la anécdota). Al ser el viaje fruto de una minuciosa planificación, dejando pocas cosas al azar, no parece que hubiera espacio para la espontaneidad, y el viaje pareciera consistir en hacer lo mismo que otros antes ya habían hecho y documentado.

Hoy que no existe el viajero, sino el turista (recomiendo leer el artículo Provincianos y cosmopolitas de Rafael Argullol, donde daba cuenta de ese Viajar mucho sin llegar a conocer nada), sucede algo parecido. Con las listas de qué ver en cada ciudad, o qué ver si solo vas a estar un día, o tres en un determinado sitio. De esta manera la posibilidad de perderse, extraviarse, errar, queda abolida, y el viaje adopta el aspecto de una formula matemática.

Cuando viajar era un arte. La novela del Grand Tour
Attilio Brilli
Traducción de José Ramón Monreal
Editorial Elba
2021
252 páginas

9788415277408

Los náufragos del Batavia. Anatomía de una masacre (Simon Leys)

Desde que leí La felicidad de los pececillos de Simon Leys andaba con ganas de ponerme con Los náufragos del Batavia. Anatomía de una masacre, editado por Acantilado con traducción de José Ramón Monreal.
Es interesante lo que cuenta Leys, pues llevaba años dándole vueltas a un libro que quería escribir sobre el naufragio del Batavia y al final se cumplió lo que se temía, que alguien escribiera el libro que él quería escribir. Fue Mike Dash, con su Batavia’s Graveyard. Leys pudo entonces tirar a la papelera sus notas o bien publicarlas. Leys escribe. «Y ahora, al publicar las pocas páginas que siguen, mi único deseo es que ellas puedan inspiraros el deseo de leer su libro«.
Esto tiene truco, porque sin duda el libro de Dash será interesante, pero las notas de Leys lo son también en grado sumo, notas con formato de libro, que se leen en un periquete, y que sin ánimo de gravedad, resultan cundidas.
El naufragio, ocurrido en 1629 en las proximidades del continente Australiano, es la excusa perfecta para que aflore lo peor de la naturaleza humana, conduciendo a un puñado de hombres a la oscuridad, sin retorno. Leyendo Trafalgar de Galdós uno ve que el espíritu humano brilla (para devenir tiniebla) parecido en parejos trances.
Cuando los escasos supervivientes del naufragio llegan a la costa, Cornelisz impondrá el régimen del terror y de la barbarie desmedida. Una locura que se alimenta a sí misma y se manifiesta en toda clase de actos abyectos, tales como asesinatos, violaciones, ejecuciones gratuitas, provocando daño y dolor sin medida a cuantos le rodean.
Parece que el destino quiera que unos pocos supervivientes que serán confinados a una isla próxima con la idea de que mueran allá por inanición, encuentren en la naturaleza aquello que precisan para sobrevivir: agua dulce y alimento, ya sean aves, animales terrestres o peces.
Esto revierte la suerte de Corneslisz y recibe finalmente su merecido, la muerte, muy magra cosecha para todo el mal sembrado.
Leys demuestra en cada texto, ya sea en La felicidad de los pececillos o En la muerte de Napoleón, que no necesita un gran recorrido para narrar una historia, que su estilo se ciñe a lo concreto, preñada eso sí la amena narración (de corte ensayístico) de inteligentes reflexiones, para desentrañar la naturaleza humana, sus luces y sombras.

Acantilado. 88 páginas. 2001. Traducción de José Ramón Monreal

Simon Leys en Devaneos

La felicidad de los pececillos
La muerte de Napoleón

www.devaneos.com

Maupassant y «el otro» (Alberto Savinio)

En Impón tu suerte, Enrique Vila-Matas dedicaba cinco páginas a la figura de Alberto Savinio y decía. «Espero que algún día alguien entre nosotros decida reeditar este ensayo inmensamente imaginativo, Maupassant y «el otro», hoy descatalogado«. Pues bien, hace tres meses Acantilado reeditó el libro con una deliciosa traducción de José Ramón Monreal. Es cierto lo que dice Vila-Matas de este ensayo-divagación que califica como divertido, irreverente y agudísimo, de prosa vagabunda, que con sus 101 notas completan la vida y obra del conteur por excelencia. Si alguien aún hoy lo desconoce la editorial Páginas de espuma publicó en dos tomos los 301 cuentos (1472 páginas) de Maupassant.

No es este un texto hagiográfico, sino más bien todo lo contrario, porque Savinio usa a Maupassant para todo menos para encarecerlo. En sus notas leemos: Maupassant tiene una forma muy eficaz de escribir pero no es escritor. Escritor es todo aquel que da peso y consistencia eterna a cada período, a cada una de sus palabras. El período, la palabra de Maupassant, sirven al momento y a renglón seguido mueren. Sus cuentos se recuerdan por la anécdota narrativa, por los personajes que pone en acción, nunca por el alma que respiran; y a decir verdad, los contes de Maupassant no dejan huella. Llegar: es el único fin de los cuentos de Maupassant. ¿No habéis notado que los contes de Maupassant producen la misma impresión a cerrado, a no poder bajar, que producen los compartimentos de un tren?

De paso, Savinio aprovecha para loar la figura de otras escritores a quienes alaba, como Proust: Los libros de Proust merecen ser populares por su sustancia, sus temas, su nivel intelectual y, principalmente, por su carácter elegante, rebuscado, preciosista, exquisito; grandes atractivos todos ellos para el lector popular. Yerran los políticos y yerran los sociólogos al creer que para contentar al pueblo hay que darles cosas de carácter popular. El pueblo gusta, ambiciona, se siente atraído, aspira a lo que no es él, a lo que no es popular […] Si los libros de Proust no son populares es por culpa de su lentísima andadura. Estos libros premiosos están escritos para ser leídos en decúbito; como, por otra parte, fueron escritos.

Alberto Savinio (1891-1952) en este breve ensayo (95 páginas, de las cuales 20 son notas) que leído del tirón conduce a la felicidad libresca, no se sustrae, sino que más bien abunda en lo jocoso, lo patético, lo absurdo y entre bromas y veras nos permite hacernos una idea bien ajustada de la figura, no sólo física, sino también espiritual, de este cuentista francés, ya sea en la relación que mantendría con las mujeres, reducida al sumatorio de sucesivos actos sexuales a los que Savinio denomina dejándose llevar por la jerga taurina de «montas«, la relación enfermiza y totalitaria con su madre, la indiferencia hacia su padre, la mala pasada que le juega a su hermano menor y que muere antes que Guy, la relación especial que tuvo con Flaubert, su padre intelectual, y ya al final de sus días su desvarío, cuando debe convivir con el otro, que lo conduce a la locura (y le permite extraer de su interior otro tipo de literatura hasta ahora inédita en él: relatos como Sobre el agua (hay otro relato de viajes de Maupassant del mismo título), El Horla o ¿Quién sabe?, del que Savinio dice: la aventura más elevada de todas, una aventura que supera los cuentos extraordinarios de Poe), hasta su muerte, a la magra edad de 43 años, el 6 de julio de 1893.

Alberto Savinio en Devaneos | Capri

Guy de Maupassant en Devaneos | Sobre el agua, Los domingos de un burgués en París, El doctor Héraclius Gloss

José Ramón Monreal en Devaneos | Amor y vejez (Chateaubriand), La felicidad de los pececillos (Simon Leys), La muerte de Napoleón (Simon Leys)

Portal sobre Guy de Maupassant del I.E.S Xunqueira I

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La muerte de Napoleón (Simon Leys)

Se trabaja con todo lo que se recuerda, pero no se crea más que con aquello que se ha olvidado. Esto lo dice Leys, Simon Leys (1935-2014). En los años 50 Leys había escrito en un diario unas líneas en la que decía que Charlie Chaplin acarició la idea de hacer una película sobre Napoleón, contando cómo se evade de Santa Elena y se va a vivir de incógnito a Francia. Esto Leys no lo recuerda, pero luego será con lo que cree esta obra de ficción cuyo argumento es la idea de Chaplin.

Comenta que una vez escrito el manuscrito recibió el rechazo de una decena de editores (esto me recuerda a lo que Lowry contaba en Detrás del volcán) hasta que al final vio la luz y se convirtió en un éxito.

Comenta también Leys que el principio y el final le vino del tirón y que luego lo fue rellenando, eslabón a eslabón. Cuenta que escribía de noche, cuando su familia dormía, unas cuantas palabras cada noche, que luego iría puliendo. Ese trabajo artesanal se nota, pues el texto tiene una musicalidad que resulta absorbente, una prosa que sin caer en el barroquismo resulta muy preciosista, basta leer el párrafo dedicado a esa aurora vista desde el barco o el postrero éxitus. Muertes en el cine estamos aburridos de verlas o de sufrirlas, pero en la literatura creo que no son tan corrientes, ni tan memorables. Recuerdo la de Stoner y creo que ésta que pergeña Leys para su personaje la recordaré, sin duda.

El libro, poco más de cien páginas (sin tener en cuenta el postfacio) las he leído del tirón, es lo propio, cuando la historia te atrapa desde sus primeras palabras (gran traducción de José Ramón Monreal) y no ceja en su capacidad de sorprender, una y otra vez, propiciando la carcajada al ver por ejemplo a Napoleón convertido en un exitoso empresario en la venta de sandías o melones, o percibiendo con intensidad que debía guardarse de las añagazas de la felicidad, cuando el amor llama a su puerta y corre el riesgo de desleerse en lo doméstico. A fin de cuentas, Leys despoja a Napoleón de su aureola, lo baja del pedestal, lo diluye entre el vulgo, le deja destacar (su mente analítica, su don de mando, lo mismo vale para el ejército que para el mundo empresarial, se ve), le da algo de relieve, pero al final, todos nuestras pasiones, afanes, sueños y desvelos acaban en el mismo sumidero, en un espacio muy reducido.
Ya nos contó aquel sabio ruso cuánta tierra necesitaba un hombre: unos seis metros cúbicos.

Simon Leys en Devaneos | La felicidad de los pececillos