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La muerte de Napoleón (Simon Leys)

Se trabaja con todo lo que se recuerda, pero no se crea más que con aquello que se ha olvidado. Esto lo dice Leys, Simon Leys (1935-2014). En los años 50 Leys había escrito en un diario unas líneas en la que decía que Charlie Chaplin acarició la idea de hacer una película sobre Napoleón, contando cómo se evade de Santa Elena y se va a vivir de incógnito a Francia. Esto Leys no lo recuerda, pero luego será con lo que cree esta obra de ficción cuyo argumento es la idea de Chaplin.

Comenta que una vez escrito el manuscrito recibió el rechazo de una decena de editores (esto me recuerda a lo que Lowry contaba en Detrás del volcán) hasta que al final vio la luz y se convirtió en un éxito.

Comenta también Leys que el principio y el final le vino del tirón y que luego lo fue rellenando, eslabón a eslabón. Cuenta que escribía de noche, cuando su familia dormía, unas cuantas palabras cada noche, que luego iría puliendo. Ese trabajo artesanal se nota, pues el texto tiene una musicalidad que resulta absorbente, una prosa que sin caer en el barroquismo resulta muy preciosista, basta leer el párrafo dedicado a esa aurora vista desde el barco o el postrero éxitus. Muertes en el cine estamos aburridos de verlas o de sufrirlas, pero en la literatura creo que no son tan corrientes, ni tan memorables. Recuerdo la de Stoner y creo que ésta que pergeña Leys para su personaje la recordaré, sin duda.

El libro, poco más de cien páginas (sin tener en cuenta el postfacio) las he leído del tirón, es lo propio, cuando la historia te atrapa desde sus primeras palabras (gran traducción de José Ramón Monreal) y no ceja en su capacidad de sorprender, una y otra vez, propiciando la carcajada al ver por ejemplo a Napoleón convertido en un exitoso empresario en la venta de sandías o melones, o percibiendo con intensidad que debía guardarse de las añagazas de la felicidad, cuando el amor llama a su puerta y corre el riesgo de desleerse en lo doméstico. A fin de cuentas, Leys despoja a Napoleón de su aureola, lo baja del pedestal, lo diluye entre el vulgo, le deja destacar (su mente analítica, su don de mando, lo mismo vale para el ejército que para el mundo empresarial, se ve), le da algo de relieve, pero al final, todos nuestras pasiones, afanes, sueños y desvelos acaban en el mismo sumidero, en un espacio muy reducido.
Ya nos contó aquel sabio ruso cuánta tierra necesitaba un hombre: unos seis metros cúbicos.

Simon Leys en Devaneos | La felicidad de los pececillos

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La felicidad de los pececillos (Simon Leys)

Disfruto leyendo. Disfruto mucho leyendo libros como éste. El mejor plan para el fomento de la lectura pasa por leer los artículos de Enrique Vila-Matas, seguir con Papeles falsos de Luiselli luego con Vida secreta de Quignard o con libros tan jugosos y capaces de entusiasmar como este de Simon Leys (1935-2014).

El libro está plagado de hallazgos. Leys es agudo, penetrante y sobre todo interesante. Dice Leys que el mayor placer de leer está en la relectura. Este texto sirve para conocer a otros autores a los que nos apetecerá leer y releer. Creo que será de interés tanto para los escritores como para los lectores.

Si sois capaces de vivir sin escribir, no escribáis, dijo Rilke. Cambiemos escribir por leer. Y leamos.

Para leer buenos libros, la condición previa es no perder el tiempo en leer cosas malas, pues la vida es corta”, dijo Schopenhauer.

Una sentencia con rango de imperativo.

Afortunadamente me queda mucho Leys (por leer) por delante.

Editorial Acantilado. Traducción de José Ramón Monreal. 2011. 144 páginas.

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Amor y vejez (François-René de Chateaubriand)

Acantilado
Traducción de José Ramón Monreal
56 páginas
Postfacio de Marc Fumaroli

Sirva esta breve y poderosa confesión de Chateaubriand (1768-1848) como entrante para el gran festín que será -presumo- leer sus Memorias de ultratumba (2753 páginas, que Acantilado sacó en -beneficio de nuestro- bolsillo por ¡39,95 euros!)

Aquí, el autor ha superado ya los sesenta, allá por 1830, y está enamorado de una joven, un amor que entiende imposible, pues si ella busca su amistad él carcomido por sus deseos, por el anhelo del goce carnal, se consumiría en un deseo insatisfecho y si sucediera lo contrario y se dieran ambos al placer carnal, poco tardaría su amada en tener que arrostrar la carga de un cuerpo decrépito y marchito tal que se vería él entonces en la obligación de arrojarla en unos brazos más jóvenes, en un cuerpo más terso, en otro hombre más apto.

La lucidez se Chateubriand -quien no reniega de la comunidad de los pecadores, de la cual es intérprete- horripila, porque cada palabra, cada párrafo es la deconstrucción de un posible castillo de arena, que a fin de ser honesto consigo mismo, sabedor de su naturaleza, no puede menos que desbaratar.

La confesión, que son 19 páginas, se enriquece con un sucinto ensayo de Marc Fumaroli, buen conocedor de la obra de Chateubriand, que nos permite situar a la obra y a su autor en su época, en beneficio de una mejor comprensión de las palabras volcánicas de ese francés definido como casto y sensual, y cerebral, tan inspirado como voluntarioso; quien salvo la vida sentimental, lo conoció todo en lo que se refiere a las alegrías y a los tormentos de los hombres.