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Tres (Roberto Bolaño)

Con contados escritores siento la necesidad de leer todo lo que han escrito, aunque sus obras sean desiguales. Aquí traigo Tres, libro de Roberto Bolaño que recoge tres poemas escritos en 1981, 1993 y 1994. El primero en Girona, los otros dos en Blanes. He dicho poesía pero el primero de los tres desmiente lo anterior desde su título, Prosa del otoño en Gerona. Bolaño las pasó putas y sin entrar a mayores y sin recrearse en su desamparo, queda claro que sus coordenadas vitales entonces fueron el desaliento y la angustia.

No tiene sentido escribir poesía, los viejos hablan de una nueva guerra y a veces vuelve el sueño recurrente: autor escribiendo en habitación en penumbras; a lo lejos, rumor de pandillas rivales luchando por un supermercado, hileras de automóviles que nunca volverán a rodar. La desconocida, pese a todo, me sonríe, aparta los otoños y se sienta a mi lado. Cuando espero gritos o una escena, solo pregunta por qué me pongo así. ¿Por qué me pongo así?.

Con un permiso de residencia de tres meses, sin estar autorizado a trabajar, extranjero en tierra extraña, yendo en busca de unas cartas a correos que no llegan (inevitable no pensar en El coronel no tiene quien le escriba) en ese otoño benigno en Girona Bolaño se ve abocado hacia la página en blanco, a la que éste se aferrará como un náufrago a la deriva. ¿Por qué lo hace?.
Bolaño nos dio la respuesta en su día:

Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura.

Bolaño se lo jugó todo a una carta, a sabiendas de que aunque tenía todas las de perder, ganaría. El tiempo le dio la razón. A Bolaño, al contrario que a otros muchos, hoy se le sigue leyendo.

Los neochilenos, el segundo poema me parece el más flojo y no creo que la presentación bajo el formato de poema ayude mucho, más bien desincentiva la lectura, que hubiera tenido más pegada en formato prosa, creo.

Un paseo por la literatura, el último poema, también en prosa, se principia con un sueño en el que Bolaño sueña que Perec a sus tres años visitaba su casa. No es casual que aparezca aquí Perec, y que Bolaño no se explaye con un Me acuerdo, sino con un Soñé… que se proyecta en 57 parágrafos. Para ambos la literatura siempre fue un juego. Qué son si no Los detectives salvajes, El tercer Reich. Puro juego. En este paseo asoman Kafka, Macedonio Fernández, Manuel Puig, Enrique Lihn, Stendhal, Thomas De Quincey, Gabriel Mistral, Nicanor Parra, Virgilio, Pascal, Baudelaire, Anaïs Nin, Carson McCullers, incluso un tal Roberto Bolaño. Y acaba de esta guisa, que a mí me desarma, me postra y me deja con la mirada perdida en el más allá, como las vacas mirando al tren:

Soñé que George Perec tenía tres años y lloraba desconsoladamente. Yo intentaba calmarlo. Lo tomaba en brazos, le compraba golosinas, libros para pintar. Luego nos íbamos al Paseo Marítimo de Nueva York y mientras él jugaba con el tobogán yo me decía a mí mismo: no sirvo para nada, pero serviré para cuidarte, nadie te hará daño, nadie intentará matarte. Después se ponía a llover y volvíamos tranquilamente a casa. ¿Pero dónde estaba nuestra casa?.

Lecturas periféricas | Sobre antihéroes y tumbas, por qué Bolaño es grande (Andrés Ibáñez)

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No aceptes caramelos de extraños (Andrea Jeftanovic)

Andrea Jeftanovic (Santiago de Chile, 1970) plantea en estos once relatos incómodos, situaciones límite que buscan remover (y en mi caso consiguen) al lector, a través por ejemplo de la relación incestuosa mantenida entre un padre y una hija, bajo el curioso título de Árbol genealógico, donde la incitadora en esta ocasión es la hija que da la vuelta a la moral imperante como una media de seda o de esparto, creando entre ellos un mundo o paraíso al margen de todo y de todos.

En Marejadas, una llamada nocturna alertará a una madre del accidente de su hijo, lo cual da pie para que sus padres separados se reencuentren, se fundan, se renueven y arrostren la pérdida filial, siempre imposible de remediar, siempre indeseada: más abismo que horizonte, más devenir que porvenir.

En Primogénito la llegada de un bebé a una familia impele a la hermana mayor, que es una niña pequeña, a tomarla con la recién nacida llegada y hostigada y la niña (o demonio) se ensaña y se desquita con ella, borrándola del mapa, a fin de que no la saquen del tablero de juego, ante una convivencia que se piensa imposible.

En Medio cuerpo afuera navegando por las ventanas una pareja en la cincuentena trata de renovar o avivar su amor, sin saber bien qué hacer con el sexo, con su pasión extinta, con su deseo orillado o fijo-discontinuo, rescoldo avivado con el lanzazo de la infidelidad, dándole una oportunidad a una realidad virtual y pixelada, que les brinda un deseo renovado, otra piel más brillante, otro cuerpo que es el mismo y distinto, un anonimato –que no es tal- que muda lo trillado en esperanza.

En La necesidad de ser hijo (relato que ya había leído dentro de la recopilación titulada Mi madre es un pez), la autora reflexiona sobre los hijos ninguneados, marginados, ante las ínfulas revolucionarias de sus padres, crecidos estos a la buena de Dios, mientras sus progenitores trataban de cambiar el mundo, anteponiendo sus ideales políticos o su egoísmo o su irresponsabilidad, a la crianza de los hijos, los cuales llegados el momento, reivindican su necesidad de ser hijos antes de ser padres, pues hay ahí una falla, un vacío, un error proclive a repetirse.

La desazón de ser anónimos, cifra la incomunicación en la que nos movemos, la impersonalidad, ese vacío que sustituye al aliento vital, y la necesidad de nombrar las cosas, para dotarlas así de identidad, de cuerpo y sustancia, de dar un nombre al otro, para que deje de ser un fantasma, un eco, una sombra, un cuerpo ocupado, impersonal e innominado.

En la playa, los niños, lo que podría ser un día de fiesta y alegría se malogra con algo tan habitual como el ahogamiento, en este caso de un niño, y el remordimiento de una madre que no estuvo atenta y el mar, siempre vomitando cuerpos con ojos de agua.

Mañana saldremos en los titulares, uno de mis relatos favoritos, con un triangulo sexual donde un hombre se aviene con dos mujeres y luego entre ellas, con un aliento homicida que aviva la narración.

No aceptes caramelos de extraños aborda el tema de las desapariciones de niños. Aquí una niña de once años que nunca regresó del colegio. Un dolor infinito el de su madre, compartido, por todos aquellos que han vivido y viven situaciones análogas.

En Miopía, hay celos entre hermanas y abusos paternos -hacia una niña miope que a los doce años ya descubre que los labios de un hombre son más ásperos- e indiferencia materna.

En resumen, lo que aquí ofrece Andrea Jeftanovic con una prosa descarnada y depurada, sin hacer concesión alguna a lo sentimentaloide, puede llegarnos a saturar (como me pasó cuando vi Biutiful), o incluso a estrangularnos con este rosario de cuentas infelices, pues parece que no hay auxilio, ni amparo que valga ante tanto dolor y tanta tristeza y tanta pérdida, para estos humanos que pueblan los relatos, cuyo sino es fatal y trágico y quizás la única puerta a la esperanza es la que se ofrece en el último relato, en Hasta que se apaguen las estrellas, donde la muerte hace su trabajo cuando toca, no antes, aunque medien la enfermedad, los hospitales, los medicamentos, las pruebas y aunque ese estar en las últimas parezca el cuento de nunca acabar; un irse, natural, al aire libre, acompasado con el apagarse de las estrellas.

Editorial Comba. 2015. 172 páginas.

Estos últimos meses y años por estos devaneos literarios míos -aunque unas novelas las haya disfrutado más que otras- he descubierto el talento de muchas escritoras latinoamericanas, como las que siguen:

Matate amor de Ariana Harwicz (Buenos aires, 1977)
Distancia de rescate de Samanta Schweblin (Buenos aires, 1978)
Seres queridos de Vera Giaconi (Montevideo, 1974)
Nefando de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988)
Temporada de huracanes de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982)
La condición animal de Valeria Correa Fiz (Rosario, 1971)
Fruta podrida de Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970)
Wakolda de Lucía Puenzo (Buenos Aires, 1976)
El matrimonio de los peces rojos de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973)
Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983)
Conjunto vacío de Verónica Gerber (Ciudad de México, 1981)
La dimensión desconocida de Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971)
La ciudad invencible de Fernanda Trías (Montevideo, 1976)

A otras muchas como Cynthia Rimsky, Rita Indiana, María Moreno, Margarita García Robayo, Alia Trabucco Zerán, Paula Ilabaca, Mariana Enríquez, Paulina Flores, Laia Jufresa, Lilianza Colanzi, Pola Oloixarac, espero poder leerlas próximamente.

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La dimensión desconocida (Nona Fernández)

La dimensión desconocida de Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971) me ha causado el mismo entusiasmo y parejos efectos que cuando leí El comienzo de la primavera de Patricio Pron, una obra maestra según nos cuenta Azúa en sus Nuevas lecturas compulsivas. Ambas novelas, la de Pron y la de Nona, las entiendo como una operación literaria con palabras como cargas explosivas con las cuales tratar de demoler la industria de la amnesia, los edificios del olvido. Nona vuelve a su pasado para hablarnos de la dictadura chilena y para ello imagina cómo fue la vida de un señor bigotudo, un torturador que confesó sus torturas y tuvo que exiliarse, no sabemos si buscando la redención o atormentado porque esas ratas que poblaban sus pesadillas se hicieran reales o simplemente porque supo que aquello era lo correcto.

Hay novelas con temáticas que versan sobre la guerra civil española o sobre los pormenores de las dictaduras de este siglo XX (la chilena, la argentina, la española, la portuguesa…) que ya de entrada nos pueden echar hacia atrás por su capacidad para estomagarnos. Pero a veces uno encuentra textos valiosos como A sangre y fuego de Nogales o Los girasoles ciegos de Alberto Méndez. Sobre las dictaduras chilenas y argentinas, hemos visto películas donde se explicitaban con todo lujo de detalles los pormenores de los torturadores en el manejo de las picanas, cuchillas y otros objetos de tortura. Lo novedoso aquí es que Nona no se sustrae a esos elementos más escabrosos, pero sin cebarse con ellos, al tiempo que va infiltrando la narración con digresiones cinéfilas, televisivas o musicales, que si en un principio me hicieron pensar que así la narración perdía músculo, luego, finalizada la novela creo que estas digresiones, a las que hay que sumar sus vivencias personales, son el gran acierto de la novela. Precisamente su título, La dimensión desconocida, como algunos ya habrán adivinado, hace mención a la serie televisiva homónima.

A menudo, ante el mal en estado puro, los porqués son retóricos, pero es muy plausible y necesario el empeño de Nona, su ansia de saber, de recrear y ponerse en la piel de un torturador arrepentido y de los que sufrieron su sinrazón, de exponer cómo la prensa y la televisión ejercieron la manipulación y la falsificación, para que el espectador viera lo que debía de ver durante la dictadura, hurtándoles esa dimensión desconocida donde el horror campaba a sus anchas y a sus largas y cómo luego la democracia posterior fue una democracia de risa, con Pinochet muriendo entre algodones.

De aquellos que desaparecían a otras personas, algunos, como el torturador arrepentido también se acabarían convirtiendo en otros desaparecidos, en fantasmas de sí mismos, en la necesidad de cantarlo todo, de ser testigo durante décadas ante quien quisiera escuchar lo que hizo. Fantasmas para los cuales nada era lo bastante real.

Los detectives salvajes

Los detectives salvajes (Roberto Bolaño)

Leí esta novela de Bolaño hace casi 20 años, cuando se publicó. La leí con escaso aprovechamiento y una gran empanada mental. Quería releerla. Respecto al acto de releer pongo aquí las palabras del sabio Juan Goytisolo:

Nuestra percepción literaria y humana de las grandes creaciones novelescas cambia con la edad. Cada relectura, conforme ascendemos al cenit de la vida y luego descendemos de él, descubre lo que no supimos ver en nuestra lectura anterior, y si el lapso transcurrido es de medio siglo, la diferencia entre lo leído y releído es proporcionalmente mayor. Lo que la obra dijo al joven que fui no interesa al viejo y curtido lector. Nuestro yo se ha transmutado y por eso leemos un libro nuevo. Así ha ocurrido con la novela de Hermann Broch, La muerte de Virgilio, a la que me asomé apenas cumplida la treintena, cuando la devoré en su reciente traducción francesa, en el mismo ejemplar marchito que ahora releo editado por Gallimard.

I

La voz narradora es la de Juan, un escuincle virgen de 17 años, poeta, lector compulsivo, integrante de los real visceralistas, que se verá cogiendo de repente día y noche con distintas mujeres, ora Rosario, ora (pro nobis) María, ora Lupe, en una narración impregnada de semen, muy lúbrica (con todo un reguero de mamadas, gargantas no lo suficientemente profundas, masturbaciones digitales, multiorgasmos, polvazos con nocturnidad y alevosía, pollas asfixiadoras y letales como alfanjes…) en sus primeras casi doscientas páginas, donde el sexo y la literatura son los dos pilares de la obra, mientras la narración es leer el diario del joven, sus andanzas por las librerías de DF en 1975, robando libros, leyendo y cogiendo, leyendo y cogiendo, leyendo y cogiendo: sexo y lectura como alimentos primarios, escribiendo sus poemas en tugurios bajo la mirada de las meseras que lo idealizan, con la pretensión de que sus poemas lleguen a formar parte de alguna antología, espectador de las correrías de los escurridizos Arturo Belano y Ulises Lima, de las hermanas Font, de Quim, el padre de las mismas, recorriendo los bajos fondos, donde hay prostitutas como Lupe, patibularios, padrotes como Alberto, y el joven observa, cuenta y toma autoconsciencia de lo que escribe y reconoce que a veces no recuerda, que no sabe, que no entiende y así el correoso diario, es ora una laguna mental, ora un oasis, donde brota el humor, la ironía, los juegos de palabras, los retruécanos, las voces de la calle, con mil referencias a los libros que Juan lee, o quiere leer, o robar, para luego leerlos, o metérselos en vena, vampirizando lecturas ajenas, pues la literatura para Juan no es un alimento primario, como decía antes, sino más bien como una droga dura, lo propio de aquellos para quienes no hay nada más allá de los libros y Juan deja a su tíos con los que vive, para a pecho descubierto y alocadamente -tras tres meses frenéticos- ir a vivir, o sea, encamarse con Rosario, para enfermar y sanar, para perderse y enmadejar sus cuerpos tantas veces como su deseo y sus fluidos les permitan y reaparecer luego bajo las hojas de un libro, a la sombra húmeda, fértil y balsámica de la poesía, para concluir la primera parte de la novela con una alocada y frenética despedida -no sólo de año- y fuga.

Creo que si lees esta primera parte con 20 años es muy posible que sufras unos cuantos derrames seminales, si lo lees con 40, con el cuerpo ya más templado y cierto distanciamiento, el derrame o con(e)moción puede ser cerebral, ante un alud de nostalgia, aunque todos sepamos que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca…

II

Cesárea Tinajero, de la que ya se habla en la primera parte, actúa en esta segunda parte como mcguffin. La narración se fragmenta y cuartea en el tiempo y en el espacio. Se suceden múltiples testimonios que irán arrojando luz tenue sobre Arturo Belano y Ulises Lima. Voces que hablan desde mediados de los setenta hasta mediados de los 90, ubicadas en DF, Barcelona, Londres, Madrid, París, California…

Bolaño va tejiendo una red con su prosa axial, una red donde los personajes se cruzan, interactúan y acuestan (a veces), una red donde caigo sin remisión, donde me dejo asperjar por la prosa de Bolaño, !bendita prosa!, con momentos (hay un sinfín de ellos) como la historia de Auxilio, la de Mary Watson (una micronovela en sí misma), o la de Xosé Lendoiro, que me resultan muy a menudo emocionantes, apasionantes, ante una narración portátil, intensa, vagabunda, andariega, aireada, poderosa, vívida, deslocalizada, reveladora, que se gasta -y nos consume, desarma y quebranta- Bolaño, mediante un maremagnum de entrevistas, algunas de los cuales se retoman para seguir avanzando algo más en los detalles, de tal manera que sobre la oscuridad, la novela irá aportando luz (aunque sea indirecta), y sobre los personajes, que son sombras o poco más que un nombre, ir dándoles sustancia y consistencia; a Arturo, que parece un trasunto de Bolaño y tiene el don de la ubicuidad, a Ulises, a Quim, a Auxilio, a Cesárea, a Xóchitl, a Lupe, a Juan, y a tantos otros, que acabarán una vez finalizada la novela revestidos con una pátina de familiaridad y cercanía, donde todas estas andanzas, aventuras, correrías, amores y desamores y trabajos precarios, de Arturo y Ulises y de su círculo (o corona de espinas) de amistades, se me antojan máscaras que encubren otras cosas: la soledad, el desamparo, la tristeza, en definitiva: ese tempus fugit que nos devora a zarpazos, mientras el correr (o despilfarro) de los años y la consiguiente responsabilidad vaya poniendo las cosas en su sitio y se busquen entonces relaciones serias, en vez de divertidas, y este enunciado que aparece en la novela “la vida era maravillosa y a los problemas los llamábamos sorpresas”, pierda la candidez, para ver ya en la madurez sólo problemas, mientras esa luz parpadeante y siempre distante que es el futuro, nos guiña un ojo o nos saca la lengua o dispone un dedo, sobre sus labios formando una cruz, y pidiéndonos silencio, un silencio fósil: arma filosa que siempre nos hiere de muerte, porque aunque la novela sea una celebración y exaltación de la oralidad, lo que queda al finalizar la novela (con una tercera parte que continua la primera y el sexo se ve reemplazado por la búsqueda por el para mí oximorónico Desierto de Sonora de Cesárea), es su reverso: el silencio y la búsqueda de un “sentido” que son ventanas en blanco por las que se asoma o entra el vacío.

III

La novela entre otras muchas cosas es una mordaz crítica contra el mundillo literario en todas sus manifestaciones y corrientes ya sean editores, escritores consagrados o arribistas, suplementos culturales, criticos literarios (que dan pie a secuencias peregrinas como el duelo con espadas entre el crítico Iñaki y el escritor Belano, a quien no acabo de entender que le siente mal una crítica cuando parece ser que él está más allá de eso) etc, por parte de un Bolaño que creo que nunca quiso vivir de la literatura, sino que escribía para vivificarse -cada palabra escrita, un latido- (perdón por la ñoñez pero a estas horas de la noche y recién acabada la novela, voy que ni toco el suelo, que cantaba aquel) y que hoy ya tiene el rango de clásico moderno. Pitol decía en Una autobiografía soterrada que Bolaño iba camino de pasar a la posteridad.

Si el realismo pasa porque leyendo nuestra vida sea más intensa, Bolaño es realista. Si el visceralismo pasa por convertir la literatura en sangre, leer los Detectives salvajes es una transfusión que no nos salvará la vida, pero que nos hará tomar al menos conciencia de ella, o no, a saber, porque ando bajo el influjo de Bolaño y sé que todo lo que diga ahora mismo podrá ser usado a favor suyo.