Archivo del Autor: Francisco H. González

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Tardía fama (Arthur Schnitzler)

Arthur Schnitzler no deja de sorprenderme -después de haber leído el otro día Morir– para bien. Con Tardía fama podemos apreciar de nuevo lo maravilloso que supone, a veces, entregarse a la lectura durante un par de horas. El título, Tardía fama, es engañoso. En manos de cualquier otro escritor la historia hubiera ido por otros derroteros más complacientes y entonces sí que se hubiera dado la tardía fama del título. Con Schnitzler esto no sucede. Apenas requiere el autor cien páginas para mostrar en toda su complejidad lo que un escritor expone, arriesga y deja en el camino cuando se decide a escribir. Una escritura que a veces va acompañada de la publicación y otras no. Y luego en el caso de ver publicada la obra, otra cosa es que ésta obtenga el reconocimiento de crítica y público del que el autor se siente acreedor, e incluso que sus lectores sean los que él desea. Ante la labor creadora surge el ego del autor como algo irremediable, así Saxberger que en su juventud fue poeta, publicó y fue olvidado y labora ahora en la administración, sufrirá la entrada en su vida de un joven poeta que lo venera a él y a su obra, como si esto fuera algo indisoluble, y quiere que Saxberger entre a formar parte de su círculo de escritores. Saxberger no desoye los cantos de sirena, no aparta las caricias de la veneración, ni hace ascos al almíbar de los elogios, y se siente renovado, parte de algo -aunque llegue a ser en el ojo del huracán-, incluso deja de ser invisible para las mujeres, que le harán sentirse corpóreo, una vez acariciado e incluso objeto del deseo femenino. Schnitzler demuestra con maestría lo inestables, correosos y hueros que son conceptos como la fama, el éxito, la veneración, pues al final no son otra cosa que pompas de jabón, gráciles sí, que estallan prontamente, para dejar al autor con un palmo de narices, siempre defendiéndose éste de los demás escritores -rivales en potencia- , de la crítica implacable, del público que lo ignora, y de aquellos que pasan de la veneración a la indiferencia en décimas de segundo. Una fama que sería una sed que nunca se apagara, tal que Saxberger acabaría añorando su vida gris, monótona y aburrida, sin sobresaltos, una medianía dilatada, sin tener que andar en todo momento buscando el reconocimiento, el aplauso -los me gusta o likes actuales- la palmada, la recensión en la prensa escrita, un anhelo, una necesidad más bien imperiosa de anonimato, de ser uno más, fuera ya de los vanidosos círculos literarios, asumiendo que las musas, otrora lozanas, ahora aquejadas de demencia senil no tienen nada que ofrecerle.
Si a menudo constato cuando cojo un libro en préstamo en la biblioteca la paradoja de quien entiende los libros más que como un objeto de culto como un basural, objeto a roturar o pintarrajear con todo tipo de anotaciones o rayaduras a bolígrafo, en esta ocasión me sorprendo al leer una nota a pie de página escrita a lápiz por un lector, que fija su atención sobre un párrafo donde Schnitzler ironiza sobre Goethe.

Acantilado. 2016. 104 páginas. Traducción de Adan Kovacsics

Arthur Schnitzler en Devaneos | Morir

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Carta de los ciegos para uso de los que ven (Mario Bellatin)

Rara, rara, rara. Esta novela de Mario Bellatin, la primera que leo, es extraña y me recuerda a NOG. Las citas de Diderot y de Mateo al comienzo nos dan unas cuantas pistas. Qué podemos esperar de una narración a cargo de una invidente, sorda pero cocleada, custodia de su hermano, también invidente y sordo, en un centro donde están recluidos desde que allí los dejara su madre y que sirven como alimento de una jauría de perros hambrientos, si osasen salirse del centro, mientras que ocupan su tiempo en so-correrse mutuamente y en un taller de escritura, a cargo de un escritor famoso, dice él, que les anima a escribir y a tomar consciencia de lo que sienten al tiempo que escriben y crean personajes y situaciones. Lo curioso aquí es ver qué sentimos nosotros al leer una narración tan peregrina, tan inasible y tan extraña, al enfrentarnos a la oscuridad con un cirio en ristre, mientras sopla el viento, una narración donde se mentan a Rulfo, Lydia Davis, Mahoma, piras de perros carbonizados…, que me traía en mientes un relato donde a unos fulanos les dio por plantar un faro en medio de un desierto a cientos de kilómetros del mar, algo de eso hay aquí, de romper las costuras de la realidad, de la razón y lo verosímil (la narradora es ella y él, según le vaya dando) e ir hacia algo más primario, como sería aprehender este mundo nauseabundo y áspero con el tacto y el olfato, no en busca de frases aseadas y pulidas, sino espigando algo de este caos, de este sinsentido, de este mundo que desde la ceguera y la sordera se antoja tan difícil de arrostrar, como para el lector será encarar esta «novela».

Anagrama. 2017. 90 páginas.

Lo que arraiga en el hueso

Lo que arraiga en el hueso (Robertson Davies)

Lo que arraiga en el hueso es la segunda parte de La trilogía de Cornish. Si en la primera parte, Ángeles rebeldes, Francis era el mecenas que moría y desempeñaba un papel secundario, prácticamente inexistente, aquí es el protagonista absoluto. La novela es una biografía, la que el padre Darcourt(al que conocimos en la primera entrega) se propone escribir, -aunque los narradores sean un par de daimones– una novela de formación, donde los lectores seguiremos los pasos de Francis desde su más tierna (de tierna tiene poco) infancia, abandonado en el terreno filial a su suerte, sustraído por ende a la férula tanto paterna como materna, arropado por personas que lo quieren y enseñan como Zadok (que tiene un punto muy Dickensiano), forjando éste su personalidad como aprendiz (un aprendizaje que actúa como una formación vital e ineludible para llegar a ser algo) y pintor en ciernes y luego consumado, aunque no reconocido, desplegando sus dotes en una funeraria con cadáveres como modelos, para más tarde aprender la gramática del dinero, que le permitirá gestionar con éxito la fortuna familiar, así como una herencia inopinada que recibirá en sus últimos años. Robertson, fiel a su estilo, logra interesarnos con su prosa vivaz, opulenta e ingeniosa, desde la primera hasta la última de sus casi quinientas páginas, gracias al humor (que aquí asoma menos que en la primera parte), la intriga, los devaneos amorosos infructuosos (su relación con Ismay y la de ésta con Charlie, deslocalizada a tierras hispanas, podría haber tenido más desarrollo) y potenciales de Francis, las referencias a Shakespeare a las citas y poemas de Ben Johnson, de Browning, sus andanzas como espía (de telón de fondo la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial, los trenes camino de los campos de concentración), los pormenores de las falsificaciones (en la novela se hace pasar un cuadro reciente por uno antiguo y se intenta también adjudicar un cuadro a Hubertus Van Eyck a sabiendas de que no es suyo. Esto me trae en mente una conversación que mantuve recientemente con un seguidor acérrimo de Bolaño, que ponía en tela de juicio que todas esas novelas que van surgiendo después de su muerte fuesen suyas, sino obra de alguien muy capaz de replicar a la perfección el estilo del chileno) o restauraciones y las jugosas reflexiones sobre el mundo del arte, concretándolas en la pintura y poniendo en tela de juicio cómo la masa se deja de seducir por lo exitoso, por lo actual (aunque Francis se quede anclado en los prerrafaelistas y no aprecie el arte moderno), por aquello de lo que hay que estar enterado, sin entrar a valorar la calidad intrínseca del producto, como le hará ver epistolarmente Picasso a Papini.

El pueblo ya no busca ni consuelo ni exaltación en las artes. Y los refinados, los ricos, los ociosos, los destiladores de quintaesencias, buscan lo nuevo, lo extraordinario, lo original, lo extravagante, lo escandaloso.

Deseoso ahora de acabar la trilogía que culminaré leyendo La lira de Orfeo, pero antes me pondré con Iris Murdoch.

Libros del Asteroide, 2008, 490 páginas, traducción de Concha Cardeñoso.

Una+pena+en+observación-1

Una pena en observación (C.S. Lewis)

Si en Morir Schnitzler mostraba lo que sucede antes de que uno de los dos miembros de una pareja fallezca a resultas de una enfermedad terminal, aquí, C.S. Lewis plantea lo que viene después: la gestión del duelo, la observación y desentrañamiento de la pena que siente el viudo, quien trata de aclarar sus ideas y pensamientos sobre el papel, mediante unos escritos en los que afirma y se desmiente. Una narración que se construye sobre tres elementos: él, ella (H) y Dios. Una confesión donde explicitar su vacío, su pena, su dolor, a medida que con las piezas del pasado vaya construyendo un relato que explique su historia de pareja en común, historia que al tiempo que le consuela, le permite coger la perspectiva necesaria como para valorar todo lo que ha perdido, pues la felicidad casi siempre se vislumbra a toro pasado, echando la vista atrás, saldando cuentas con el pasado, engordando el haber.
Por medio hay muchas reflexiones, no tanto sobre la religión, sino sobre Dios, y el papel que éste tiene en el desarrollo de este trance luctuoso e irreversible. Un Dios que puede servir primero como destinatario de súplicas y luego como paño de lágrimas.
Es esta una novela muy breve de apenas cien páginas, dotadas de gran profundidad y agudeza, cuyo desarrollo a veces parece más propio de un ensayo, pues como el título ya indica, el objeto de estudio y observación es la pena, ese nido ya vacío al que nos confina la ausencia del que se ha ido de nuestro lado, y en las páginas prima más el más pensamiento analítico que el sentimiento, no tanto «el qué mal me siento y qué pena rumio» sino «por qué me siento así, cuándo recordarla dejará de doler, en qué ocuparé este tiempo en estado casi puro, esta vacía continuidad…«. Un explicarse a sí mismo lo que va experimentando, ahora que el viudo ya no es testigo sino protagonista absoluto de su orfandad.
Estupenda la traducción, obra de Carmen Martín Gaite. Esta novela dio lugar a la película Tierras de penumbra.