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Epicuro

Epicuro (Carlos García Gual)

Me ha resultado muy satisfactoria la lectura del libro de Carlos García Gual dedicado a la figura de Epicuro. Al igual que a otros filósofos como Nietzsche a Epicuro se le atribuye una forma de ser, unas ideas que no se corresponden con la realidad. Si leemos Así habló Zaratustra entendemos mejor su idea del superhombre, un hombre (una especie la nuestra) que ha de progresar todavía, como afirma también Eudald en su Elogio del futuro. En su libro Nietzche apuesta por el hombre y por el amor. Luego hubo quien quiso ligarlo al régimen totalitario nazi que apostó por el odio y la aniquilación.

La necesidad de reducirlo todo a meras etiquetas, sin querer dedicar un minuto a las fuentes, a los textos y escritos de estos filósofos, ha permitido perpetuar ciertas ideas que por pura comodidad persisten sin visos de cambio. Si hablamos de Epicuro hoy, le achacamos un hedonismo (el placer es el bien supremo en un mundo intrascendente) a ultranza o incluso se nos antoja como alguien depravado, licencioso, disoluto, que solo buscase el placer a cualquier precio, ya sea por la vía de la comida, la bebida, las drogas, la fornicación; toda una miríada de vicios.

Leyendo a Gual y los escasos escritos del propio Epicuro esa búsqueda de la felicidad no es proactiva, no se trata de vivir al límite y cometer toda clase de excesos, sino precisamente de todo lo contrario, ya que en el comedimiento, en hacer suyo el «nada en exceso«, hallaremos lo que nos conduce a la serenidad de ánimo.
La felicidad a través de la consecución del placer (un placer tan sencillo como lo es beber cuando tienes sed o tomar el sol cuando tienes frío) se obtiene tratando de sustraerse al dolor, a la enfermedad (Epicuro fue un enfermo crónico grave), no estar perturbados en el alma, a lo que ayuda una vida mesurada, no obsesionándose con la muerte que nos llegará cuando sea su momento, sin que podamos oponer nada. Muerte que elimina el ansia de inmortalidad. «Mientras nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte se presenta, entonces no existimos«, nos advierte Epicuro.

En su concepción del hedonismo Epicuro difiere de otros hedonistas tanto como de los postulados de Platón y Aristóteles. Para este último el mero existir era algo penoso. Todo ser vivo vive con esfuerzo, nos dice Aristóteles, sin embargo para Epicuro el estado placentero es algo natural y el dolor lo extraño. Epicuro propone una felicidad sostenida sobre la calma y una modesta voluptuosidad, dice Gual.

Una vida que Epicuro consagró en su Jardín (nombre que recibió la escuela filosófica que creó) al estudio, la escritura, el pensamiento, la filosofía, que él entendía como un bálsamo para el alma, como ese medicamento que tanto bien nos hace cuando lo ingerimos.

Gual estudia la obra de Epicuro, una obra que fue extensa (curiosamente de los 300 libros que llegó a escribir apenas se conservan algunas cartas y sentencias, y lo que nos ha llegado de él se conserva gracias a escritores como Cicerón, Plutarco, Séneca (en sus Cartas a Lucilio), Sexto Empírico, y a discípulos como Lucrecio (Gual dedica unas cuantas páginas a abordar el argumento y el alcance de su principal obra, muy a contracorriente para la época, De rerum natura) o Filodemo; también para Nietzsche, Platón y Epicuro eran los únicos filósofos que le interesaban de aquella época; en El Anticristo Nietzsche escribe: volver a Epicuro es volver a un mundo inocente que ignora las ideas de pecado, de penitencia y de inmortalidad introducidas por San Pablo, pues el cristianismo ha nacido sobre el mismo terreno que el epicureísmo, sobre un suelo de podredumbre en los mismos lugares subterráneos y malsanos; si tal vez ha previsto en principio poner fin a tantos y tantos sufrimientos, muy pronto con San Pablo, ha explotado a los miserables: ha querido un aumento masivo del dolor, es decir el aumento de los remordimientos, esa tortura del alma, en provecho del aumento del poder del poderío de los sacerdotes), que abordó en profundidad tanto la física, la ética, entre otras muchas disciplinas, como la justicia y el derecho. Aquí Epicuro siente que no puede cambiar nada fundamental en el opresivo armazón de la vida en la sociedad y el Estado conduce Epicuro a un apartamiento de la vida política. Epicuro no va a subordinar la felicidad del individuo a la mejora de la sociedad, sino que la sociedad ha de ser utilizada como algo al servicio del individuo. El epicúreo, no obstante, vive en la ciudad y cumple formalmente sus deberes ciudadanos, aunque rechaza la ocupación política y se retira al Jardín, porque la amistad es algo mucho más libre y más auténticamente gratificador que el cumplimiento formal de la normativa legal. La justicia deja un vacío que la amistad puede llenar, una amistad que podría poner en peligro la pretendida ataraxia en Epicuro, esa serenidad. Ya que uno cuida y sufre por sus amigos e incluso estaría dispuesto a morir por ellos.

Su concepción atomista de la realidad (estamos aquí por puro azar) le lleva a no aceptar ni la Providencia ni la Teodicea, algo que le acarreará críticas de toda clase, viéndose Epicuro tildado de ateo. Hoy Epicuro se ha convertido en un lugar común, en una etiqueta, cuyo nombre se usa en vano (muy en línea con el abaratamiento del lenguaje imperante), en el reverso de Séneca, con el que compartía muchas cosas, pues el espíritu de Epicuro no distaba mucho, al menos en cuanto a su anhelo de serenidad, del estoicismo de Séneca.

El placer de Epicuro no va ligado a la ostentación, al derroche del que hacen gala a bombo y platillo hoy muchos futbolistas, cantantes, empresarios, aquellos que están forrados y no saben qué hacer con su dinero, más allá de gastarlo a manos llenas. El placer de Epicuro es algo más de andar por casa, más mundano, más accesible, que consiste en evitar los sufrimientos innecesarios y en satisfacer las necesidades espirituales y corporales, que Epicuro resolvía con una conversación entre amigos, un vaso de agua, unos trozos de pan y saliéndose de madre, unos trozos de queso. Un placer, como se ve, frugal, nada cristianoronaldiano.

El ensayo de Gual con su prosa ágil resulta ameno, instructivo, bien documentado, y creo que cumple con su propósito de alentar al lector a romper con las ideas preconcebidas que podamos tener de Epicuro, para leerlo y encararlo desde ahora de otra manera.

La luz de los lejanos faros. Una defensa apasionada de las humanidades

La luz de los lejanos faros. Una defensa apasionada de las humanidades (Carlos García Gual)

Esta colección de ensayos publicada recientemente por Ariel se construye sobre otro libro publicado en 1999 por Península, titulado Sobre el descrédito de la literatura y otros avisos humanistas. Esto lo comenta el autor en el prólogo. Es de agradecer porque ahora se lleva mucho coger un libro antiguo editarlo en otra editorial y hacerlo pasar por nuevo.
Comenta Gual que la mitad del libro son ensayos nuevos, que recogen tanto artículos publicados en El País como artículos publicados en revistas especializadas. Comento esto, porque el libro me ha resultado muy descompensado y deslavazado.
La editorial ha cogido un libro anterior, ha metido unas cuantas cosas de más y le ha puesto un título rimbombante que guarda poco relación con lo que el libro contiene. Esa defensa apasionada de las humanidades y la degradación de la educación universitaria es un discurso que Gual agota a las primeras de cambio en la onda de Ordine en La utilidad de lo inútil. Gual resulta reiterativo y cansino y su discurso si se salva es porque recurre a lo que otros han dicho, con mayor agudeza y profundidad. En este libro abundan las citas (algunas muy buenas como esta de Nietzsche: la filología es un arte venerable, que pide, ante todo, a sus adeptos que se mantengan retirados, que se tomen tiempo y se vuelvan silenciosos y pausados, un arte de orfebrería, un oficio de orífice de la palabra, un arte que requiere un trabajo sutil y delicado, y en que nada se consigue sin aplicarse con lentitud. Precisamente por ello es hoy más necesario que nunca; precisamente por eso nos seduce y encanta en medio de esta época de trabajos forzosos, es decir, de precipitación, que se empeña por consumir rápidamente todo. Ese arte no acierta a concluir fácilmente; , enseña a leer bien, es decir a leer despacio, con profundidad, con intención penetrante, a puertas abiertas y con ojos y dedos delicados), o párrafos en ocasiones de una página, de otros autores. Me fastidia que nadie antes de publicar el libro se haya dado cuenta de que muchas de las cosas que Gual dice se repiten, como aquello que dice Borges sobre leer la Odisea en distintas traducciones al inglés «La Odisea, gracias a mi desconocimiento del griego, es para mí una librería internacional de obras en verso y en prosa«, que aparece hasta en tres ocasiones. O la labor y reconocimiento del traductor, que Gual defiende a capa y espada. Según él cuando citemos algo de la Odisea, de la Ilíada o de textos parejos deberíamos citar al traductor que hizo la traducción. Esta apreciación la hace el autor en tres ocasiones. O la traducción de la Odisea (Ulixea) a cargo de Gonzalo Pérez, que se comenta dos veces. A mí todo esto me resulta muy chapucero y el libro deviene un cajón de sastre, donde un artículo en El País, que resulta escrito para salir al paso, a la vista de su escaso alcance, se codea con otros textos más especializados, eruditos y farragosos.
Dedicar tanto espacio para enterar al lector el número de veces que Borges (en su relación con los clásicos que tan bien recogió Gamerro en su Borges y los clásicos) citó a Homero, o a Platón o Heráclito en sus obras, me parece forraje para dormir ovejas. O convertir un artículo en un listado bibliográfico me parece muy poco serio y de nulo interés. Lo que procede aquí, al modo de las normas jurídicas, es hacer un texto refundido que evite las duplicidades.
Gual, escritor, crítico, conferenciante, traductor, tiene hoy peso específico como divulgador del mundo clásico y da gusto oír sus conferencias, y leer sus libros sobre mitología, pero este libro en concreto me parece poco atinado, a pesar de lo cual encontraremos cosas interesantes, sin duda, como lo dicho por Gual sobre Montaigne o La Fontaine, unos cuantos títulos de libros que podemos anotar para una posterior lectura, pero muy poco más para aquellos que seguimos la pista a Gual desde hace ya un tiempo.

Lecturas periféricas | Literatura griega en Devaneos

Carlos García Gual

La muerte de los héroes (Carlos García Gual)

Había escuchado recientemente un par de conferencias de Gual y este texto si probamos a leerlo en voz alta, nos deparará un resultado similar. Gual aborda en este libro el momento de la muerte de los héroes míticos y homéricos. Poco se puede aportar a la materia de cosecha propia, así que lo que Gual hace -siguiendo las recomendaciones oraculares délficas, ese «Nada en exceso» es recopilar de forma sucinta, los textos -de Sófocles, Apolodoro, Homero…- donde se describen las muertes de héroes como Edipo, Heracles, Orfeo, Sísifo, Agamenón, Aquiles, Odiseo… y lo curioso es que las muertes se prestan a distintas interpretaciones, tal que sobre una misma muerte encontramos distintas versiones.

El último apartado está dedicado a las heroínas trágicas: Clitemnestra, Casandra y Antígona, mujeres que desafiaron el papel que la sociedad les otorgaba, esa sumisión y ese silencio que debía de regir su proceder. Las tres son heroínas trágicas pues como dice Gual, esa rebeldía, ese desafiar lo establecido, les supuso sufrimiento y un final catastrófico.

Un libro, este de Gual, que permite aprender deleitándonos, y abundar más en la Odisea y en la Ilíada, con lo que Gual comenta, por ejemplo, sobre cómo Homero trata la muerte en la Ilíada, donde singulariza la muerte de más de 300 personajes que caen en el frente de batalla, donde la poesía rinde así homenaje a los mismos.

Editorial Turner. 2016. 172 páginas.