György Faludy

Días felices en el infierno (György Faludy)

La vida de György Faludy (1910-2006) fue, entre otras muchas cosas, azarosa, movida e intensa; el poeta húngaro cambió a menudo de escenario, en un marco histórico que comprende -de 1938 a 1953- los años previos a la segunda guerra mundial, la segunda guerra mundial y la posguerra.

Faludi deja Hungría acosado por demandas judiciales y ofensas a una potencia amiga y se exilia en Francia y permanece en París con su primera mujer desde finales del 1938 hasta junio de 1940, dieciocho meses en los que Faludy confiesa que no tuvo dinero ni para ir al peluquero, pero que le permiten conocer a otros exiliados de la talla de Ernö Lorsy. Ante el avance de los nazis y su inminente llegada a París deciden huir hacia el sur, hacia Biarritz, para luego desplazarse en un fatigoso viaje en barco hasta Marruecos.

La estancia de Faludy en Marruecos es un lapso de tiempo gozoso, donde se despoja de su moral, de su compromiso con el mundo en general y con la defensa de la Democracia en particular, liberado del dictado de un presente que a menudo ahoga, y se dedica a disfrutar de cada día, de los placeres que tiene a su alcance, de un ocio lenitivo. En Casablanca, en Tánger, Faludy descubre una vida más pura, más ingenua, más primitiva, dada a la indolencia, a la ociosidad, a los placeres carnales, donde lo que pasa allende las fronteras importa muy poco, donde Faludy siente su naturaleza vivificarse, dando rienda a su pasión, junto a Amar, con el que estará a un tris de mudarse a vivir al desierto. Las andanzas de Faludy por Marruecos -el espíritu del que el poeta se impregna-, me recuerda mucho a los personajes -mendigos y orgullosos- de Cossery -autor francés que también defendía a ultranza la ociosidad- que defendían la nobleza de su pobreza, confortados en su austeridad, en su falta de ambiciones materiales, en la defensa de algo más mundano como la conversación, sus tareas menestrales o el aletargamiento opiáceo.

La situación casi idílica que vive Faludy en Marruecos se ve dinamitada cuando se traslada en barco desde Marruecos a los Estados Unidos, a mediados de 1941, donde el capitalismo desmedido, la tecnificación cada día más exigente y un consumo convertido en una religión que ganaba adeptos cada día, lejos de seducirlo lo repelen, mientras él sigue anclado mentalmente en Marruecos, en las puestas de sol, en el ocio desmedido en la voluptuosidad física y espiritual de las que ha venido disfrutando durante el último año.

En Estados Unidos, el imperativo moral autoimpuesto le exige un compromiso que le llevará a fundar un periódico elaborado junto a sus compatriotas húngaros, y más tarde a alistarse en el Ejército americano, para embellecer su currículo, pues sería triste, dice Faludy, animar a defender la Democracia y la lucha contra el Fascismo y luego cruzarse de brazos cuando tiene la oportunidad de aportar su grano de arena en el desierto bélico. Su paso por la Guerra, no le acarrea ningún problema. Ya con la conciencia tranquila, aplacado su heroísmo de salón, decide volver -ya acabada la Segunda Guerra Mundial- a su país.

El regreso del hijo pródigo no es fácil. Faludy vuelve porque quiere ver a su madre de nuevo, pero todo lo que circunda a Faludy le desagrada y lo abate. Las heridas de la guerra siguen presentes en las calles, en las casas, flotando en el ambiente; Faludy ve disparos de bala en las paredes de su casa. Ve la biblioteca de su difunto padre -toda la familia de Faludy, salvo su madre han sido asesinados durante el conflicto bélico- y se pregunta desolado, si a eso se reduce la vida de un hombre: a un puñado de libros viejos sobre unas estanterías agujereadas.

Faludy no quiere comprometerse con ningún partido político, ni con el Partido Comunista Húngaro ni con el Partido Socialdemócrata, que se fusionarán en junio de 1948 dando lugar al Partido de los Trabajadores Húngaros.

El rechazo de Faludy hacia el comunismo lo expresa así:

Tenía la sensación de que algo de lo que había aprendido en mis clases de griego, de latín y de historia era la piedra angular de mi rechazo al comunismo. Cada vez que leía los textos o escuchaba los discursos de los jerarcas del régimen, las reglas precisas de la gramática latina me advertían de que los sujetos no concordaban con sus complementos, de que el empleo de los tiempos era a menudo incorrecto, de que el texto estaba plagado de impurezas. Impurezas no meramente formales, sino esenciales, porque el autor o el orador mentían con absoluto descaro, hasta acabar ahogados en sus propias mentiras. La poca lógica que había estudiado me inmunizaba contra sus argumentos, contra sus eslóganes, contra sus promesas, sus predicciones y estadísticas. El mundo grecolatino entero se alzaba como una requisitoria contra sus vidas pomposas, aburridas y angustiadas, desde sus incubadoras adornadas con retratos de Stalin hasta sus funerales profanos, donde el cadáver era menos que un pretexto para atacar a Truman en el discurso fúnebre. Vidas hechas de intriga y traición, tristes y desperdiciadas, llenas de historia desabridas de importada y nerviosa imposibilidad, carentes del más mínimo atisbo de honestidad, sensualidad, curiosidad, alegría o libertad. Sí, todo el mundo grecorromano se levantaba contra ellos, los cielos serenos de Homero, la sabiduría de Marco Aurelio, los idilios de Teócrito, los sepulcros del cementerio de Diphilon en Atenas, las eróticas de Catulo, los filósofos paseando por la Stoa Poikile; todo lo que había sido pensando, realizado, dicho o escrito en el mundo antiguo, incluso los frescos pornograficos y las maldicientes visibles aún en los muros de Pompeya.

Antes de esto el Ministerio del Interior pasa a ser del Partido Comunista y Faludy ve entonces cómo la AVO (Autoridad de Seguridad Estatal) va encarcelando a todos aquellos -no ya enemigos- sino poco entusiastas con el régimen, aniquilando toda oposición y sabe que él no tardará mucho en ir a la trena. Sus malos presagios se cumplen en 1949. En un país donde los presos no tienen ninguna garantía jurídica, donde se les detiene y después se les obliga a firmar confesiones -bajo amenaza de torturas- en las que los detenidos declaran ser traidores, lacayos imperialistas, espías, en resumen: enemigos del pueblo, queda expedito entonces el camino para conducirlos de las celdas o jaulas, al matadero, como si fueran reses o condenarlos a cadenas perpetuas o a trabajos forzosos.

A pesar de que Faludy no pierde el ánimo, el humor, ni la templanza -incluso en la celda valora la posibilidad de seguir ejerciendo su oficio de poeta y a falta de papel y lápiz escribirá sus poemas en su mente- lo que leemos es brutal, terrorífico, en la descripción de un régimen totalitario que reduce al ser humano a la nada más absoluta.

Tras su detención a Faludy no lo ejecutan, sino que es enviado a un campo de trabajos forzados. Allí lo que cuenta Faludy ya lo hemos leído en otros libros, pues la tragedia de éste es similar a la de todos aquellos que fueron internados en campos de concentración, de trabajos forzosos o de exterminio, ya fueran por los nazis o posteriormente por los comunistas. Ahí la naturaleza humana es pareja. Los carceleros son bestias y los detenidos, buscan la esperanza en cualquier parte, a fin de seguir peleando día a día y no desmoronarse, aunque su presente sea un infierno y el futuro muy magro. Faludy, a pesar de la brutalidad que lo circunda busca con su mirada los colores de las hojas, las copas de los árboles, todo aquello que suponga un soplo de aire fresco, en una atmósfera tóxica. Una mirada que se agosta al ver que los poco árboles que tienen a mano, son talados por ellos, para ser empleada la madera en el campo, dejando el paisaje cada vez más vacío: semilla de una mirada cada vez más estéril. Faludy escucha cosas tan increíbles que suceden en el campo que cree que no pueden ser menos que ciertas, dado que para concebirlas hubieran sido necesarias la penetración psicológica de Esquilo, la imaginación de Shakespeare, y la finura narrativa de Maupasant. Faludy experimenta una sensación de irrealidad. La manera de sobrevivir, pasa por conversar, por alimentarse de palabras, de mantener vivos los recuerdos. Así Faludy se entera de los motivos por los que esos hombres están allá confinados. En su mayoría por hechos absurdos, a saber, a Géza o Frente Frío del Norte lo detienen porque al dar el boletín meteorológico pronosticó «un frente frío desplazándose desde el nordeste con origen en la Unión Soviética«. Ese mismo día de la unión soviética vino una división soviética y Géza fue detenido. Otro pregunta en una reunión política si el Socialismo ya ha llegado o todavía va a ser peor y cae detenido.

El relato de Faludy no evade lo trágico, lo cruel, lo absurdo y la sinrazón en la que viven, pero es a su vez un canto a la humanidad, porque a fin de cuentas lo que le permite a Faludy salvar la vida, además de la buena suerte, es su templanza, su espíritu, su estoicismo, su empeño por mantener su dignidad, fortaleciendo su ánimo yendo al pasado y recordando, escribiendo poemas en su mente, compartiéndolos y leyéndolos a sus compañeros, forjando una amistad que es la que les une, hermana y sostiene en su tragedia común, en ese limbo en el que viven, en el que más allá de las ideologías todos se necesitan y a su manera se ayudan y se respetan. Cuando llega la noche Faludy y sus compañeros se juntan para hablar, porque son las palabras un alimento tan o más necesario que el pan, que las gachas, que la fécula que les mantiene al límite de sus fuerzas. Faludy es un resistente, pasan los meses, los años, y como dice ya en su final, hasta los propios guardas ya lo respetan, lo tratan como un animal de compañía al que se le coge cierto aprecio.

Faludy deja el campo en 1953 con un sensación amarga, porque sabe que irá caer en una democracia popular donde no tendrá ninguna libertad intelectual, que para él supone no tener ninguna libertad.

Faludy, haciendo gala de su humor socarrón titula su autobiografía Días felices en el infierno y donde otro hubiera puesto en la portada de su libro un alambre de espinos, o un barracón, Faludy, con su retranca, pone las casitas propias de una típica e ideal ciudad americana .

Dicen que la filosofía no sirve para nada. Dicen que la poesía no sirve para nada. Dicen. El caso es que a Faludy, la poesía, la palabra, le salvó la vida o le ayudó a mantenerla cada día.

Un testimonio el de Faludy muy necesario, una autobiografía espléndida, la que edita Pepitas&Pimentel con traducción de Alfonso Martínez Galilea. (less)

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Los siete locos (Roberto Arlt)

La lectura de Los lanzallamas, completaría el díptico que forma junto a Los siete locos.

Esta es la primera novela que leo de Roberto Arlt (1900-1942), y su estilo me ha subyugado. Escribió Los siete locos con 29 años, y Los lanzallamas, un par de años más tarde.

Artl gusta de arrastrar a sus personajes por el barro, no hay término medio, y todo resulta llevado al límite, ya sea de la brutalidad, del patetismo o del absurdo.

El principal protagonista es Erdosain, el Inventor –de rosas de cobre, entre otras cosas-, que debe reponer un dinero que ha afanado en su trabajo. De una manera un tanto inopinada se encuentra junto a otros personajes, a cual más estrafalario, cometiendo un secuestro, agravado con una ejecución sumaria, y unos planes de cambiar el orden mundial que resultan ser una chaladura. Junto a Erdosain tenemos al Astrólogo, al Buscador de Oro, al Mayor…

El meollo de la novela es cómo se explicita la paranoia que los aboca a un plan delirante, cuya carne de cañón serían los Literatos de mostrador, los inventores de barrio, los profetas de parroquia, los políticos de café y los filósofos de centros recreativos; buscando como materia prima de su plan infernal a los desencantados a los que a través del reconocimiento y el elogio se les ganaría para la causa. Para llevar a cabo sus planes contarían con el oro –que encontrarían en minas a raudales- y las ganancias que les arrojarían una cadena de lupanares por todo el país. El orden se mantendría usando al ejército. Se crearía una sociedad secreta que actuaría mediante atentados, creando estos en el país una ansia de revolución, de bolcheviquismo, y luego cuando el gobierno se mostrase incapaz de poner freno a los actos terroristas, el Ejército del Mayor, tomaría el mando, pasando la Administración del estado a manos de los militares. Sin tener en cuenta para nada a la clase política, dado que «Para gobernar un pueblo no se necesitan más aptitudes que las de un capataz de estancia».

Una revolución que prendería ante la falta de ideales; la mentira como espoleta de la indolencia, de la inanidad, unos líderes, Erdosain y los suyos, poco más que unos charlatanes, unos falsarios.
Un delirio que anida en la contradicción mental, tal que cuando esa panda de tarados hablan acerca de sus planes y sueños de grandeza, hablan de locura posible, de Monstruo Inocente, donde Erdosain aportaría su grano de arena con sus bacilos y viruses, convertidos casi en plaga bíblica.

Lo interesante del libro es ver qué sucede antes de cometer un crimen, qué pensamientos corroen –o no- a quien los van a llevar a cabo, y así Erdosain, antes de matar, o ser cómplice de una muerte, está decidido a suicidarse –al igual que Alexei ante Polina- si la Coja se lo pidiera; una muerte, un suicidio que resultaría liberador, toda vez que el acto de matar, atiende más a superar cierto hastío vital, cierto horizonte grisáceo, que necesita de un estímulo, algo brutal y grotesco capaz de sacar a Erdosain y a sus muchachos de su parálisis, de su inanidad.

Arlt emplea una prosa densa, concentrada, saturada, como si las palabras resultaran lastradas por su propio significado, lo cual le va al pelo a una historia como es esta: sórdida, delirante, enfermiza.

Arlt no le hace ascos al humor –negro en su mayoría- que impregna la narración; un humor fabulador, una rendija donde respirar un aire mítico que depure tanta mezquindad e ignominia.

Días hubo en que se imaginó un encuentro sensacional, algún hombre que le hablara de las selvas y tuviera en su casa un león domesticado. Su abrazo sería infatigable y ella lo amaría como una esclava; entonces encontraría placer en depilarse por él los sobacos y pintarse los senos. Disfrazada de muchacho recorría con él las ruinas donde duermen las escolopendras y los pueblos donde los negros tienen sus cabañas en la horqueta de los árboles. Pero en ninguna parte había encontrado leones, sino perros pulguientos, y los caballeros más aventureros eran cruzados del tenedor y místicos de la olla. Se apartó con asco de estas vidas estúpidas.

Y tampoco le hace ascos al amor, que brota como una imposibilidad, cuando Erdosain en el regazo de la Coja se confiesa, una Coja que ya de joven buscaba la Mala Vida en los libros –donde solo encontraba pornografía- sin encontrarla. Una coja que divide a los hombres entre: Los débiles, inteligentes e inútiles y los otros, brutos y aburridos. Una coja que fantasea con un conquistador con un tirano que la arrebate de sí misma.

Ese nuevo orden mundial enunciado allá por 1929, y que luego se vería materializado en todo su esplendor con dictaduras, la segunda guerra mundial y el advenimiento de los regímenes totalitarios.

En resumen, que me ha parecido una novela espléndida y que tengo que leer Los lanzallamas lo antes posible.

Como curiosidad comentar que creía que el orvallo era sólo asturiano, pero leo que en Buenos Aires también orvallaba. En los dos últimos libros que he leído, este y La esposa joven, se menta a Don Quijote.

Alessandro Baricco

La Esposa joven (Alessandro Baricco)

Si otras novelas y ensayos de Alessandro Baricco me han gustado, esta última me ha decepcionado. La historia se desarrolla en Italia, pero mentalmente, tal como se nos cuenta, no puedo menos que situarla en alguna localidad mexicana, con caciques, calles de tierra y prostíbulos, pues me resulta muy Pedroparamesca.

A Baricco le gusta innovar, pero a veces la jugada no sale bien. Apuesta por el erotismo, y si en ello confía el éxito de su empresa, le sale un coitus interreptus. La historia es muy simple. Una joven de 18 años deja Argentina para venir a Italia donde contraerá matrimonio -un matrimonio apalabrado por ambas familias cuando la mujer aún era menor de edad- con el Hijo. El caso es que cuando la Esposa joven arriba, el Hijo, que se fue a pasar una temporada a Londres, no está. La espera la lidia la Esposa joven siguiendo las instrucciones de la Madre del Hijo, que la inicia en esto del folleteo, la enseña a tocarse, a explorar su cuerpo y oquedades, a derretir a los hombres y la instruye en todas aquella artes que le vendrán muy bien cuando se quiera follar al Tío, restregarse con la Hija o cuando al ver que el Hijo pródigo no acaba de llegar, acabe empleándose en un lupanar local.

Si la historia erótica es un rollo, cuando el narrador -digresión va, digresión viene- reflexiona sobre lo que lleva escrito -y nosotros leído-, o nos cuenta cositas de su amante o similares, dan ganas de finalizar la lectura porque la narración ya no es solo insulsa, sino además plomiza e irritante.

Los personajes son tan irreales, abstractos y faltos de chicha -y paradójicamente, tan tópicos- que sus devaneos sexuales me la traen al pairo y sus vidas y milagros aún más, y cuando Baricco se viene arriba y escribe párrafos como este, entonces ya, ¡acabáramos¡

Por otra parte, en aquella casa interrumpida, en el secreto de nuestras liturgias demenciales, asediados por nuestras poéticas enfermedades, éramos personajes huérfanos de cualquier clase de lógica.

Oscar Wilde

La decadencia de la mentira. Un comentario (Oscar Wilde)

Mucho he disfrutado con este breve ensayo de Oscar Wilde (1854-1900), en el que reivindica el papel crucial de la mentira, asociada esta con la capacidad de inventar, de fantasear, dado que la realidad y la verdad le suponen un lastre.

Su defensa se basa en la relación que existe entre la Vida y el Arte. Si la idea común aceptada es que el Arte imita a la Vida, siendo el Arte un espejo en el que la Vida se refleja. Wilde cree que es al contrario, que la Vida imita al Arte, más que lo que el Arte imita a la Vida, tal que por ejemplo el siglo XIX es un invento de Balzac, o hay muchos ejemplos de personas que se vestían y actuaban al igual que los personajes de las novelas, que surgieron de las mentes de los escritores y que no eran otra cosa que ficción. Un gran artista inventa el modelo y la Vida trata de copiarlo y reproducirlo en formato popular, como un editor emprendedor. Los griegos, por ejemplo, mostraban su rechazo por el realismo y a las recién desposadas les ponían en su habitación una estatua de Hermes o de Apolo para que estas engendrasen hijos bellos, como las de las obras de arte.

También cree Wilde que la Naturaleza imita al paisaje y al Arte. Tanto que nadie había reparado en la niebla hasta que pintores y escritores las incorporaron a sus obras, de tal manera que el Arte, nos ayuda a mirar las cosas de otra manera, una mirada que las transforma, las cosas y la realidad de la que forman parte.

Es el estilo lo que nos hace creíble algo, únicamente el estilo. La mayor parte de nuestros retratistas modernos están condenados al olvido. Nunca pintan lo que ven. Pintan lo que ve el público, y el público nunca ve nada.

Wilde arremete contra los escritores realistas y moralistas como Zola, donde las cosas suceden en sus obras -como Germinal- tal como son, tal como suceden, y su obra es un desatino de principio a fin, no en sentido moral sino artístico ya que los personajes tienen vicios anodinos y virtudes más anodinas aún. Una monstruosa devoción por los hechos -en narraciones tan reales que acaban desprovistas de realidad- que harán que el Arte se vuelva estéril y la Belleza desaparezca de la faz de la tierra.

En resumen, lo que Wilde espera de la literatura es distinción, encanto, belleza, y capacidad creativa, y no ser torturados con las andanzas de las clases inferiores.

Según Wilde el Arte no tiene por qué reproducir su tiempo, no tiene por qué reproducir una época. El Arte ha de ser imaginativo y el Realismo es un completo fracaso, tal que el artista debe olvidar la modernidad de la forma y el contenido. Solo lo moderno pasa de moda. Según Wilde las únicas cosas hermosas son las que no nos conciernen, así la tragedia de Hécuba, por ejemplo.

Mentir, mostrar cosas bellas que no existen, es el único objetivo del Arte, y el colofón de este recomendable ensayo.

Lo edita Acantilado con traducción de Javier Fernández de Castro.