Claude-edmonde Magny

Carta sobre el poder de la escritura (Claude-Edmonde Magny)

Claude-Edmonde Magny
Prólogo de Jorge Semprún
2016
Editorial Periférica
56 páginas
Traducción de María Virginia Jaua

Jorge Semprún (1923-2011) tras ser liberado del campo de concentración de Buchenwald decide poner por escrito sus experiencias vividas en el campo. Luego, en 1946 ceja en su idea de escribir. Al menos de momento -en 1963 publicaría su primer libro, El largo viaje-. Ya que se ve en la disyuntiva de elegir entre la escritura o la vida y elige la segunda, porque sabe que la primera lo mataría, pues lo llevaría al encierro de la memoria y de la muerte.

La autora del ensayo, Claude-Edmonde Magny, escribe esta carta en 1943 y se la lee a Semprún en 1945, el día anterior a que los americanos tiraran la bomba atómica en Hiroshima.

En esta carta que Semprún dice que siempre le ha acompañado, la autora se sirve de las glorias nacionales francesas de las letras, a saber, Flaubert, Balzac, Gide, Valéry, Proust -aunque se hable a su vez de Goethe, Kafka, Keats, Rilke…-para dar a la literatura el valor que esta tiene, un oficio que según ella alcanza lo excelso cuando el autor se ha desprendido de sí mismo, cuando tiene ya la suficiente experiencia y distanciamiento y la pureza necesaria para pergeñar obras maestras, lo cual pasa por llevar a cabo su particular purgatorio ciego, una ascesis que sumada a la ética en el escribir y en la posesión de una plenitud de corazón, como la que atesoraba Balzac -quien afirmaba que de no haber estado enamorado no habría completado ni una décima parte de su Comedia- permite al escritor ejecutar su misión, sin el lastre de las escorias de su alma.

El escribir la autora lo equipara a una ascensión y evolución espiritual donde no cabe la marcha atrás, dice, donde no se puede fallar, asevera. La escritura: un ejercicio tan vano, tan peligroso y que mide de manera tan implacable el grado de espiritualidad que le fue dado al hombre como meta.

Un ensayo muy interesante, muy breve y muy sustancioso.

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Amor y vejez (François-René de Chateaubriand)

Acantilado
Traducción de José Ramón Monreal
56 páginas
Postfacio de Marc Fumaroli

Sirva esta breve y poderosa confesión de Chateaubriand (1768-1848) como entrante para el gran festín que será -presumo- leer sus Memorias de ultratumba (2753 páginas, que Acantilado sacó en -beneficio de nuestro- bolsillo por ¡39,95 euros!)

Aquí, el autor ha superado ya los sesenta, allá por 1830, y está enamorado de una joven, un amor que entiende imposible, pues si ella busca su amistad él carcomido por sus deseos, por el anhelo del goce carnal, se consumiría en un deseo insatisfecho y si sucediera lo contrario y se dieran ambos al placer carnal, poco tardaría su amada en tener que arrostrar la carga de un cuerpo decrépito y marchito tal que se vería él entonces en la obligación de arrojarla en unos brazos más jóvenes, en un cuerpo más terso, en otro hombre más apto.

La lucidez se Chateubriand -quien no reniega de la comunidad de los pecadores, de la cual es intérprete- horripila, porque cada palabra, cada párrafo es la deconstrucción de un posible castillo de arena, que a fin de ser honesto consigo mismo, sabedor de su naturaleza, no puede menos que desbaratar.

La confesión, que son 19 páginas, se enriquece con un sucinto ensayo de Marc Fumaroli, buen conocedor de la obra de Chateubriand, que nos permite situar a la obra y a su autor en su época, en beneficio de una mejor comprensión de las palabras volcánicas de ese francés definido como casto y sensual, y cerebral, tan inspirado como voluntarioso; quien salvo la vida sentimental, lo conoció todo en lo que se refiere a las alegrías y a los tormentos de los hombres.

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Un padre extranjero (Eduardo Berti)

Eduardo Berti
Impedimenta
2016
348 páginas

¿Qué tiene la literatura para que un lector y escritor -Eduardo Berti- acuda al lugar donde vivió otro escritor, Jósef (Conrad), con la devoción de quién visita los Santos Lugares?, ¿Qué le lleva al padre de Berti a escribir una novela en su últimos años de vida, que puede tratarse tanto de una confesión como de un exorcismo?, ¿En qué medida una lengua no materna, pasa a ser la nuestra, cuando hablamos y escribimos en ella, y en qué medida esa nueva lengua conquistada, nos permite pensarnos como no extranjeros?, ¿Qué sabemos realmente de una persona -de un padre, por ejemplo-, si éste es algo parecido a un iceberg, donde lo que vemos son los flecos del presente, y el pasado es un enigma, cuyo código somos incapaces de descifrar?, ¿Qué capacidad tiene la literatura para transformar la realidad y convertir a un marinero, un tal Meen, en un asesino potencial, toda vez que se vea reconocido en las páginas de una novela de Jósef?, ¿Qué es la literatura sino una enfermedad, tal que cuando Jósef se pone a escribir en su hogar -en Pent Farm-, escribe a su mujer -que convive con él- para agradecerle que siempre esté ahí, un escribir que paradójicamente mientras a Jósef le lleva a crear mundos, realidades y personajes, a su vez, le obliga a levantar un muro, a alimentar una ausencia, a pone al escritor fuera del alcance de su mujer mientras éste escribe; una mujer que se lamenta, y que prefiera que su marido, sufra de la gota, antes que de la escritura, pues así al menos puede estar a su vera, mientras que la escritura es una fiebre que se libra en soledad: la del escritor ante la cuartilla en blanco?, ¿En qué medida uno no quiere ceder al olvido que seremos, o que serán los que se van, y por tanto Berti, no quiere acabar de leer los cuadernos que contienen la obra de su padre, como si su no lectura, lo mantuviera vivo, unido a él, a través de esas hilachas de palabras no leídas?, ¿En qué medida cambiar de apellido o de fecha de nacimiento -como hace el padre rumano de Berti-, no es reinventarse, ocultar un pasado o transformarlo, no es sino darse otra oportunidad, hacer de demiurgo de uno mismo, y soñar con ser otro y conseguirlo, aunque sea a ratos?, ¿En qué medida nuestra lengua materna, cuando deja de serlo -si deja de serlo alguna vez- no pasa a ser un miembro fantasma más, que de vez en cuando, aunque sea en sueños, trata de hacerse sitio, tomar la voz, aunque sea momentáneamente?, ¿En qué medida la existencia no es más que un cúmulo de coincidencias, resonancias, réplicas, azares, explícitos o no?.

Esta novela de Eduardo Berti la leo como una suma de interrogantes, porque dado que todo está velado, y en la medida en la que uno descubre que es más lo que desconocemos que lo que sabemos con certeza, la narración no deja de ser una continua reflexión, sobre lo que somos, sobre el concepto de identidad y de extranjería, sobre el acto de escribir, sobre todo lo que entra en un papel y lo que queda fuera, sobre cómo armonizar un texto para que resulte interesante, y esta novela de Berti, donde confluyen la autobiografía, la ficción, el ensayo, y el diario de viaje, lo es y mucho, porque toca teclas, fibras, que están ahí, quien sabe si también ocultas, y que sólo la literatura es posible activar, porque toda buena narración que se precie, como todo mito, esconde un significado oculto, un sentir freático, que es el que nos engancha, el que nos conecta con la literatura y con la vida, si acaso no vienen a ser lo mismo y nos permite entrar -o soñar que entramos- en contacto con nosotros mismos.

Eduardo Berti en Devaneos | El país imaginado

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El olor a sangre humana no se me quita de los ojos. Conversaciones con Francis Bacon (Franck Maubert)

Franck Maubert, que abordó en La última modelo la figura de Giacometti, hace ahora lo propio con Francis Bacon (1909-1992), pintor con el que se entrevistó varías veces y cuyas conversaciones son las que Maubert plasma sobre el papel.

Es de agradecer la concisión de Maubert. Sus preguntas van al grano y Bacon a su vez replica sin irse por las ramas, de tal manera que nos enteramos -de un manera muy epidérmica- de que fue autodidacta, de su trabajo como decorador, su preferencia por las películas de Buñuel, Antonioni, Godard, de la conmoción que le supuso ver las obras de Picasso, que le animaron a coger un pincel, su mala relación con su padre, la exención de hacer el servicio militar por sufrir de asma, su desapego por el dinero, sus lecturas de poetas como Yeats, y de dramaturgos como Shakespeare o Lorca, su escaso interés por la música, su necesidad de pintar, de crear «una necesidad absoluta que borra todo lo demás». Bacon manifiesta su pasión por leer y se pregunta ¿puede imaginar la vida sin literatura? ¿Sin los libros? Son una fuente fabulosa, un pozo para la imaginación. Bacon es un apasionado también de los cuadros de Velázquez, Van Gogh, Rembrandt. Antes de su muerte Bacon fue el primer occidental que llegó a exponer en la Unión Soviética -en una galería moscovita-, y llegó a ser considerado el más grande los pintores vivos, según el catálogo de la Tate Gallery en una retrospectiva de su obra.

Maubert, después de las entrevistas, en un microensayo relaciona al Bacon filósofo y al Bacon pintor, ligando las teorías de la materia de uno con los cuadros de la carne del otro, con quien este último parece tener una remota relación de parentesco. Ambos están interesados por la muerte, por los cuerpos en disolución. La obra de Bacon una vez racionalizada por gente como Deleuze, con su Francis Bacon: Lógica de la sensación, obtuvo un mayor reconocimiento.

Al final del libro hay una biografía, donde se da cuenta de los distintos lugares donde vivió Bacon, ya sea en París, Londres o Tánger -en donde coincide, entre otros, con Bowles, Ginsberg, Burroughs, Ian Fleming, Tennessee Williams (entregado en cuerpo y alma a los jovencitos prostitutos marroquíes)- las distintas exposiciones de los cuadros de Bacon -quien durante muchos años estuvo sin pintar nada- hasta que casi a los cuarenta años, consigue de nuevo la atención de sus valedores que colocarán sus obras en el mercado y le permitirán finalmente obtener la gloria con la que ha pasado a la posteridad.

Me llama la atención que no aparezca en el libro ninguno de los cuadros de Bacon. Lo cual no es problema, porque con internet es posible ir buscando los cuadros que se mentan -como su exposición en el Museo del Prado-, las poesías de Yeats -como The second coming-, y cualquier otro dato de interés que una vez consultado enriquecen este ameno texto, que puede valer como un primer acercamiento a la obra de Bacon, a quienes la desconocemos por completo.

Respecto al llamativo título de libro Maubert dice que ha buscado distintas traducciones de la Orestíada de Esquilo, de donde Bacon dice que procede la frase, El olor a sangre humana no se me quita de los ojos, pero que lo más aproximado que ha encontrado en esa obra es El olor a sangre humana me halaga.

Lo edita Acantilado con traducción de F.G.F. Coregudo