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El principio (Jérôme Ferrari)

Con esta novela me ha pasado lo mismo que con la anterior que leí suya, El sermón sobre la caída de Roma, que no me gustó nada.

En esta ocasión Ferrari coge por banda a Heisenberg -que también aparecía en Limbo-, no el de la serie Breaking Bad, sino el famoso físico cuántico -que formularía el principio de incertidumbre-, y trata de meterse en la mente del mismo, empresa imposible que le permite a Ferrari abundar en las especulaciones e hipótesis.

Hay por ahí una novela que se llama el Enigma Heisenberg y esta novela trata de aclarar, sin conseguirlo, por qué Heisenberg cuando los nazis se aúpan en el poder y comienzan a hacer de las suyas no se exilia como otros científicos hicieron, quizás porque creía que la ciencia no tenía nada que ver con la política, y que su profesión estaba por encima del devenir histórico, lo que no impedirá que llegada el momento Heisenberg y otros científicos no quisieran colaborar en la creación de una bomba atómica que intuían los múltiples e irreparables daños humanos y materiales que podría ocasionar.

Lo interesante de la novela, y también muy manido es lo que tiene que ver con la reconstrucción histórica, sobre cómo cada uno reconstruye su pasado de tal manera que el que no fue un héroe, fue un resistente o en el peor de los casos, alguien afín al régimen nazi, pero a la fuerza, nunca voluntariamente, de tal manera que los asomos de mea culpa, ese nosotros hicimos esto o aquello, nosotros perpetramos esta barbarie o la otra -desde nuestro dejar hacer- enseguida se esconde bajo el grueso manto del olvido y la desmemoria, y al hilo de esto me gustó mucho más El comienzo de la primavera de Pron que aborda este tema de la autoimpuesta desmemoria, a mí entender con más profundidad y rigor, porque lo que Ferrari hace, lo que Ferrari demuestra, es tener muy buen olfato para buscar historias, aunque luego en la práctica esta mínima biografía ficcionada no vaya mucho más allá de ser un discurso simplón, reduccionista, que cuando da voz al joven filósofo -lo más flojo de la novela- demuestra la peor cara de Ferrari, donde va dando palos de ciego como un zahorí buscando el agua, soltando frasecitas a cuál más impactante y efectista, demostrando que este tipo de novelas -de ideas las llaman por ahí- no son más que pura pirotecnia verbal, que es indudable resultan llamativas e incluso pueden dar el pego.

Yo creo que después de esto y tras salir tres veces (Donde dejé mi alma) escamado después de leer a Ferrari, si hubiera una cuarta vez, ya sería preocupante.

Literatura Random House. 144 páginas. 2016. Traducción de Joan Riambau

Jérôme Ferarri en Devaneos | Donde dejé mi alma | El sermón sobre la caída de Roma

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El vientre de Nápoles (Matilde Serao)

En La decadencia de la mentira Oscar Wilde arremetía contra los escritores naturalistas como Zola y afirmaba que el lector no tenía por qué estar expuesto a las miserias de los demás, que el arte –siembre en búsqueda de la belleza-, estaba llamado a otros fines. Matilde Serao (1856-1927), creía precisamente lo contrario.

En 1884 tras la epidemia de cólera que asolará Nápoles, el Rey Umberto I, acompañado de su ministro Agostino Depretis, visita algunas calles populares, y a la vista de la situación, este último exclama: “Bisogna sventrare Napoli”, Matilde Serao escritora -de novelas como La virtud de Cecchina– y periodista –fundadora junto a su marido del periódico Il Mattino y ya en solitario de Il Giorno-, aprovecha la exhortación para escribir una serie de artículos bajo el título Il ventre di Napoli -El vientre de Nápoles- donde dará su testimonio, ella que conoce la ciudad de primera mano -a fondo- incluidos los bajos fondos y no sólo la Nápoles de postal que aparece en las novelas.

No sé si Thomas Berhnard leyó estos textos de Serao, supongo que no, pero lo que Serao transmite en estos artículos es muy parecido a lo que Bernhard hizo en su novela autobiográfica El sótano, cuando describía la situación dantesca que se vivía en el poblado de Scherzhauserfeld en la ciudad de Salzburgo, donde florecían la pobreza y la marginalidad, sin que las instituciones quisieran hacer nada por aliviar la situación de los que allí (mal)vivían.

Serao carga las tintas en sus crónicas contra el Estado, al que demanda un mayor compromiso, dado que las acciones gubernamentales van poco más allá de alguna mejora estética; decisiones tomadas con muy poca cabeza, algo razonable, cuando el que toma las decisiones desconoce la situación que pretender arreglar, así Serao describe el fracaso que suponen las viviendas populares, dado que por muy bajo que se el precio del alquiler de las mismas, siguen siendo muy caras para la gente del pueblo que gana unos jornales miserables tras jornadas de doce o más horas diarias.

Serao apela a la dignidad humana, siendo necesario crear unas condiciones higiénicas y de salubridad que hagan que las viviendas de la gente más humilde sean lugares bien ventilados y luminosos, y no covachas infectas, sin luz ni ventilación, donde se hacinan los más pobres, sin red de alcantarillado, lo que les obliga a vivir sobre sus propias inmundicias y desechos, propiciando toda suerte de vicios y abocando a la degradación física y moral.

Hay apuntes del Nápoles más pintoresco, como esas vacas que recorren la ciudad, suministrando leche a los vecinos y dejando todas las calles alfombradas de mierda, o los mercados callejeros sitos en calles que nunca han sido saneadas, de tal manera que resulta casi imposible transitar sin ellas sin ir al borde de la arcada, de la náusea, del indómito vómito.

Serao apela al Gobierno a abrir más escuelas, a priorizar el gasto público, a instar para que se abandonen proyectos faraónicos, que no mejoran en nada la situación del pueblo, sino que agravan en todo caso su situación, contrayendo el Estado deudas.

Serao expone cuales son los males de la sociedad napolitana, porque no solo carga las tintas contra el Estado, sino que también reconoce en el pueblo napolitano su adicción al juego –muy curioso lo que Serao explica sobre la Smorfia, sobre la ciencia de la clave de los sueños, tal que la sociedad se describe a través de guarismos, ya que por ejemplo decirle alguien que alguien es un 22, es tomarlo por loco- y considera Serao que “La lotería es el aguardiente de Nápoles, la lotería, un juego que no los saca de su pobreza y marginalidad, sino que las más de las veces las agrava, al tener que tomar dinero prestado para poder jugar, propiciado por las usureras locales, las Raffaelas, las Grabiellas, que como una alternativa más rápida y eficaz que los bancos, ponen a disposición de los entusiasmados y esperanzados jugadores las cantidades precisas que luego, los boletos no premiados, irán apuntalándolos cada día más en su desesperación e infelicidad, lo que les conmina a buscar dinero por otros medios, surgiendo así los robos, los hurtos y toda suerte de actos ilícitos.

Serao vuelve a sus crónicas en 1904, veinte años después y constata como las cosas han mejorado, al menos en parte, pero a su vez, las grandes bolsas de pobreza, marginalidad y hacinamiento siguen conviviendo con barrios más lustrosos, saneados y ventilados. Se deshace en elogios Serao hablando de la calle Toledo –tuve la ocasión de alojarme en esta calle durante los tres días que permanecí en Nápoles (fotos: I, II, III) y todo lo que afirma Serao, un siglo después se mantiene-, apela a la ejemplaridad política, tal que no importaría la ideología, sino la honestidad, el deseo de mejorar la situación del Pueblo, siempre y cuando los mejores hijos de Nápoles dedicaran su vida, a través del ejercicio político, a hacer de Nápoles una ciudad esplendorosa, ejemplo y orgullo de sus ciudadanos.

En esa vena idealista Serao ofrece alguna crónica que incide en la fraternidad obrera, que lleva a seis mil obreros a declararse en huelga, a fin de que no despidan a ciento y pico de ellos, o el nacimiento de una criatura en plena calle que permita dar cuenta del espíritu solidario del pueblo, cifrado en toda clase de bienes: cunas, trapos, vestidos…

El libro se cierra personalizando y concretando ese espíritu de Serao en la figura de dos personas que le han marcado: Ettore Ciccotti y Teresa Ravaschieri. El primero, aquel que todos en Nápoles conocían como El Padre, dedicado a mejorar la vida de sus ciudadanos, desde la acción, desde el ejemplo, a quien le retiran su acta de Diputado, a un tris esta de devenir dicha acción en un baño de sangre. Teresa es su madre, a quien Serao admira, ama y venera, y a quien trata de emular en su hacer, en su decir, y estas páginas, estas crónicas son prueba de que Serao tenía el mismo espíritu, la misma necesidad de denunciar la injusticia, el mismo anhelo de dar voz a los oprimidos, el mismo convencimiento de que una sociedad digna sería aquella en las que todos los ciudadanos –electores o no- vivirían dignamente, comiendo caliente a diario, y con una educación pública –suministrada por el Estado- que les permitiese saber leer y escribir, y con la posibilidad de un empleo que los alejara de la mendicidad, del robo, de la perdición.

Gallo Nero ediciones. 2016. 166 páginas. Traducción de Juan Antonio Méndez.

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La muerte de un viajante (Arthur Miller)

Esta espléndida obra teatral la escribió Arthur Miller (1915-2005) en 1949. Leída hoy resulta muy actual, pues todos los temas que se tratan siguen muy vigentes.

El título ya nos da una pista. El viajante, Willy, muere, y lo hace cumplidos los sesenta, cuando después de dejarse toda la vida en la carretera, una vez que le han sacado toda la pulpa, se siente como el hueso de una aceituna que acaba en el suelo de cualquier bar, esperando a ser pisado.

Willy tiene dos hijos en los cuales tenía puestas muchas esperanzas, pero que la realidad desbarata. Uno es un mujeriego y el otro un holgazán. Willy no ha hecho carrera con ninguno de los dos y esto lo trae por el camino de la amargura.

Willy quiere a su esposa Linda, pero no tiene reparo en serle infiel en sus estancias fuera del hogar.

Willy se siente asfixiado, ninguneado, orillado y solo se le ocurre una idea peregrina para arreglar las cosas.

Arthur Miller mantiene el climax desde el principio hasta el frenesí final, cuando todo aquello que está latente vaya aflorando, a medida que todos los miembros de la familia se quiten las máscaras, y surjan los reproches, las acusaciones, las mentiras, las verdades ocultas, y Willy constate que el desajuste entre sus sueños de juventud y la realidad adulta, a veces es tan acusado y tan mortificante, que parece que solo la muerte obrará el milagro de devolverle la paz.

En 1949 el sistema capitalista ya era lo que es hoy: una máquina de picar carne humana.
Miller nos obliga a pensar sobre lo que entendemos por dignidad -sobre las circunstancias que obligan a un tipo corriente a pensar en el suicidio como una solución para mejorar las cosas-, y su hijo Biff, con su espíritu idealista y tarambana, negándose a ser una pieza intercambiable más del sistema, esencia ese espíritu inconformista que sin saber lo que quiere, sabe muy bien lo que no quiere, aquello de lo que -aunque tenga todas las de perder- no quiere formar parte.

Círculo de lectores. 170 páginas. Traducción de Jordi Fibla. 2002

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Julio Llamazares

Luna de lobos (Julio Llamazares)

Debutó Julio Llamazares (Vegamián, 1955) con esta novela escrita con 30 años. En ella registra los ires y venires de un grupo de republicanos que tras finalizar la guerra civil se tiraron al monte; los conocidos como maquis. Un grupo, el descrito en la novela, formado por cuatro hombres: Ángel, Juan, Ramiro y Gildo.

La novela se divide en cuatro partes. 1937 con la caída del frente republicano en Asturias; julio del 36 con el final de la guerra civil; 1943 cuando aún se creía posible que cayera el régimen franquista a medida que caían otros regímenes fascistas y 1946 cuando todo está perdido.

La narración plasma los nueve, años entre 1937 y 1946, que Ángel se tira en el monte. Ángel es el único que resiste, durante todos estos años, mientras el resto van cayendo. La historia de Ángel, maestro de escuela antes del alzamiento nacional, es una lucha contra su destino, un destino aciago porque tiene todas las de perder. Una vez acabada la guerra, la huida es una opción. A medida que pasan los años solo quedan tres opciones: suicidarse, entregarse a sus captores para que lo ejecuten como a un perro y lo dejen tirado en cualquier cuneta, o irse fuera de España. Ángel no valora ninguna de esas tres posibilidades y su único empeño es seguir sumando días, oculto entre las entrañas de las montañas. Una existencia la suya que se va animalizando, pues como él dice deviene una alimaña, o un topo, cuando harto de tanto monte, tanta soledad, tanto frío y nieve, Ángel ose volver al hogar, a hurtadillas, a ver a los suyos: el padre, la madre, la hermana. Familiares a quienes los fugitivos ponen en riesgo con sus fantasmales presencias, pues sus captores muelen a palos a los familiares de los huidos cuando advierten su presencia tras sus visitas.

Volver al hogar, acercarse a esa humanidad que Ángel tanto anhela, será volver a ver lo peor del hombre, toda su inquina, todo su odio, toda la bestialidad -donde los maquis ponen en juego también su ánimo de venganza, que se cobrará unas cuantas vidas-; donde la muerte de Ramiro le permite a sus captores, por ejemplo, exponer su cuerpo chamuscado por los pueblos, como una pieza de caza más, y como un aviso para todo aquel que quiere desafiar al régimen fascista.

Llamazares plasma muy bien ese ambiente hostil en el que se mueven Ángel, Ramiro, Juan y Gildo. Un territorio inhóspito, frío, de nieves abundantes, de montañas escarpadas, donde la montaña se convierte en una matriz nada confortable, que surte poco alimento y ningún consuelo y sí buenas dosis de soledad, desarraigo, exilio, tristeza y desamparo. Una atmósfera que me recuerda a la de La noche feroz de Ricardo Menéndez Salmón, donde la noche a pesar de toda su ferocidad era mucho más benigna y piadosa, que la de los habitantes que la pueblan, con sus odios, sus rencores, su inhumanidad, sus ansias de venganza y de aniquilamiento del enemigo, del otro, del vecino.

El final es paradójico, porque para Ángel dejar las montañas, dejar a su familia y huir a otra parte, -más que una salvación- es otro tipo de muerte, más agónica, mucho más cruel que un tiro a bocajarro.

Luna de lobos fue llevada al cine en 1987 por Juan Sánchez Valdés. La portada del libro es el cartel de la película.

Seix Barral. 1985. 183 páginas.

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