Archivo de la categoría: Ensayo

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La educación de las hijas (Mary Wollstonecraft)

A Mary Wollstonecraft la conocí en el libro Huellas, tras los pasos de los románticos de Richard Holmes. Holmes nos presentaba a Mary en 1789, en París, durante la Revolución Francesa. Si bien su revolución personal ha lugar cuando Mary es madre. La educación de las hijas (publicado por la editorial cántabra El Desvelo ediciones), lo escribe Mary a sus 26 años. Un texto juvenil y pueril tributario de su juventud. Mary, creyente muy religiosa, presenta la religión como lenitivo con un más allá, que siempre podrá cumplir las esperanzas no materializadas en el más aquí. Mary escribe su libro en 1787. En aquellos años como Mary bien expone el papel de la mujer pasaba por ser esposa y madre. A tal fin, Mary, expone cuáles deben ser las virtudes, las normas de conducta basadas en la moral, que deben regir el proceder de estas jóvenes. De entrada, Mary, siendo bastante revolucionaria, apuesta por la lactancia materna, lo cual se estilaba muy poco, porque lo propio era no dar el pecho, incluso en las clases más bajas, porque no dar el pecho, se entendía que permitía al ser humano romper con su animalidad.
Mary al contrario que el pensamiento dominante entonces, entiende la lactancia como un reforzamiento del afecto filial.
Mary apuesta a su vez por cultivar la inteligencia, el intelecto, el pensar, y recomienda la lectura. Y dice que la lectura es el mejor ejercicio, la ocupación más racional. El problema es que hay mucho libro malo. Lo sentimentaloide debe evitarse porque lo malo ocupa y triunfa con facilidad: si acostumbramos la mente a lo fácil la buena literatura se nos hará pesada. !Qué razón lleva!

Mary también arremete contra esas mujeres que dedican su tiempo a pensar qué vestido ponerse, qué afeites disponer sobre su rostro, en vez dedicar su tiempo a tareas más provechosas.

No me convence su discurso o más bien su sermón, cuando arremete contra el teatro, pues considera entonces a los espectadores menores de edad que no son capaces de entender nada de lo que ven, al no conocer realmente el espíritu del artista que ha creado dichas obras. Ahí, Mary se muestra muy severa, muy poco proclive, al recreo, al ocio. Sí me parece interesante, lo que Mary, dice de esos personajes femeninos que aparecen en las novelas, escritas por hombres, muy poco pegados a la realidad, siempre a merced del varón de turno, a sus antojos, caprichos, devaneos; personajes que luego muchas mujeres, en su vivir, tratarán de imitar.

Mary habla mucho sobre el refinamiento, como si este fuera la clave del éxito en el comportamiento femenino, sin entrar a fondo la cuestión. Interesante lo que dice acerca de la educación, en su vis pedagógica, cuando habla de que los niños más que tirar de memoria, deben entender, razonar. Hay algo que sí que me parece importante, y es que entendemos mejor algo en cuanto vinculamos lo estudiado a nuestras experiencias. Habla mucho también Mary, de los criados, por lo tanto este libro quizás vaya dedicado a una clase alta, la cual se puede permitir tener gente a su servicio, dejando por tanto de lado a casi toda la sociedad.

Mary expone algunas sentencias que no me resultan muy juiciosas, dónde parece que la pasión vence al intelecto; siempre de fondo, la guerra que libran la pasión y la razón, en nuestro proceder, un proceder, en su caso, siempre marcado por la férrea religión.

De todos modos, La educación de las hijas me ha resultado interesante, por el año en el que está escrito, por haberlo escrito una mujer que en aquel entonces defendía cosas tan importantes como el papel de la mujer, que en aquellos años eran bastante originales y transgresoras.

Para acabar, comentar que Mary falleció a los 38 años, a consecuencia del parto en el que el alumbró a su segunda hija, otra Mary, la inmortal, Mary Shelley.

El Desvelo Ediciones. 2010. 108 páginas. Traducción de Cristina López González. Prólogo de Amelia Valcárcel Bernaldo de Quirós.

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Pensar y no caer (Ramón Andrés)

Pensar y no caer significa pensar y no cejar, perseverar en la pregunta, no consolidarse, no quedarse ahí, no abonar lo estático, no poner el oído a la tonalidad de la complacencia, no darse por concluido, porque nunca se llega a ser. No asentar, no sentenciar, no solidificar, no tener reparo en hacer estallar la burbuja que nos ha envuelto en su asepsia. No hacerlo indicaría un espantoso terror a la muerte, trabajar en ella y para ella, ser su asalariado. Pensar y no caer es no admitir que los cataclismos y las revoluciones perfeccionan el devenir universal humano, tal como querías Schlegel. Esto es tan erróneo como primario. Tiene algo de infame. Es dar por bueno el castigo, ver ejemplar la corrección que viene de las masacres, propiciadas por los huracanes, las epidemias o por la violenta defensa.

Pienso caer en Ramón Andrés y seguir disfrutando de ensayos como los presentes: amenos, agudos, filosos, certeros.

Ensayos que hablan de la muerte, de la nada, del pan, de la calumnia, de Europa, de la escritura y la tierra, de Dostoievski…

Acostumbrarse a malvivir en grandes núcleos de población, suponer que la naturaleza cumple el cometido de un vertedero al que van a parar los restos del exceso, entender la realidad como confort, da la bienvenida a un mundo que se deteriora velocidad de los utensilios que utilizamos, soñar la seguridad, lo programado, la abundancia y la aspiración almacenarla pertenecen a este hombre posthistórico cuyo inicio anuncia el retorno a lo animal. No por otra cosa ha puesto todas sus fuerzas en idear una felicidad artificial y a hacer de ésta una industria pesada.

Desde la Segunda Guerra Mundial no se habían instalado tantos kilómetros de concertinas, esas alambradas de cuchillas -a una empresa española le cabe el honor de ser hasta hoy el único fabricante europeo- capaces de sajar hasta lo hondo de la condición humana. Si se las llama de este modo es por analogía con el instrumento musical del mismo nombre, un pequeño acordeón octogonal que hizo bailar sobre todo a la Inglaterra del siglo XIX; la alambrada se despliega gual que su fuelle; pero ahora su melodía cambia el canto por el grito.

Porque el libro, al fin y al cabo, no es más con encuentro de voces; lo es la página, lo es el poema, lo es el relato, la memoria, también el pentagrama. Su presencia puede sugerir, por más exagerado que parezca una apetencia antropofágica. Francis Bacon admitía en uno de los Ensayos que ciertos libros deben ser devorados, mientras que otros, más delicados y extremos tienen que masticarse y, después, digerirse.

Hay quienes dedican una vida entera y a veces hasta libros, en descalificar a alguien. El chiste fácil, el apodo lacerante, el diminutivo de menosprecio, el chascarrillo cáustico son el pan de cada día, una especie de gula a la hora de engullir al otro. Flota en el aire un continuo recelo, la costumbre de mirar con el rabillo del ojo, la precariedad del que quiere haber nacido dueño entre los semejantes.

Reflexiones e ideas engastadas en estos ensayos que se sustraen a la mórbida complacencia, a los lugares comunes, al discurso oficial, y merced a la música, la pintura, la historia, la filosofía, la mitología…, convierten su lectura en puro regocijo, en un aprendizaje gozoso, porque el estilo de Ramón -que te saja como si fuera una concertina- y su erudición compartida es admirable, sí admirable, y quizás podamos entender su mirar como amargo, pesimista, aciago (ahí aparecen Nietzsche, Sloterdijk…) pero viendo ahora mismo las noticias de la sexta, solo puedo dar la razón a Ramón, pues constato que esto se va a pique: las barbaridades humanas crecen exponencialmente y la estupidez 2.0 es ya viral.

Editorial Acantilado.2016. 224 páginas.

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La felicidad de los pececillos (Simon Leys)

Disfruto leyendo. Disfruto mucho leyendo libros como éste. El mejor plan para el fomento de la lectura pasa por leer los artículos de Enrique Vila-Matas, seguir con Papeles falsos de Luiselli luego con Vida secreta de Quignard o con libros tan jugosos y capaces de entusiasmar como este de Simon Leys (1935-2014).

El libro está plagado de hallazgos. Leys es agudo, penetrante y sobre todo interesante. Dice Leys que el mayor placer de leer está en la relectura. Este texto sirve para conocer a otros autores a los que nos apetecerá leer y releer. Creo que será de interés tanto para los escritores como para los lectores.

Si sois capaces de vivir sin escribir, no escribáis, dijo Rilke. Cambiemos escribir por leer. Y leamos.

Para leer buenos libros, la condición previa es no perder el tiempo en leer cosas malas, pues la vida es corta”, dijo Schopenhauer.

Una sentencia con rango de imperativo.

Afortunadamente me queda mucho Leys (por leer) por delante.

Editorial Acantilado. Traducción de José Ramón Monreal. 2011. 144 páginas.

Turner Fondo de Cultura Económica

El camino de los griegos (Edith Hamilton)

Llegué a este ensayo a través de una conferencia de Carlos García Gual. En términos Herodotianos, decir que este ensayo me ha parecido una maravilla.

Llevo todo el mes de enero entregado a la lectura de los trágicos griegos: Esquilo (aquel que despojó la guerra de toda gloria, aquel hombre que vio la vida tan dramáticamente que para expresarse, tuvo que inventar el drama), Sófocles y Eurípides, y este ensayo de Edith Hamilton (1867-1963), que no había sido traducido al castellano hasta 2002, ha sido el perfecto colofón -palabra griega, por cierto-. Hay unos cuantos ensayos dedicados a cada uno de los integrantes de este trío inmortal, matizando sus diferencias -y estableciendo analogías con otras obras de Shakespeare (como Macbeth), así como a Aristófanes, el comediógrafo que se mofaba y satirizaba todo, quien no pudo (o no quiso) burlarse de Sófocles a quien Edith considera el griego quintaesenciado: directo, lúcido, sencillo, razonable, a Píndaro (el poeta griego más difícil de leer, y el más imposible de traducir, nos dice la autora), y a otros escritores historiadores y viajeros como Heródoto (una rara avis, un amante de la humanidad, refiere Edith), Tucídides o Jenofonte, autores de obras como Anábasis o Historia de la guerra de Peloponeso, que no veo el momento de leer.

Unos ensayos que además de breves y amenos, pues Edith emplea un lenguaje sencillo y directo, nada pomposo, resultarán sumamente interesantes para todo aquel interesado en conocer mejor el espíritu de los griegos clásicos, y descubrir de paso todo aquello que fueron capaces de cimentar hace más de dos mil años, en ciudades como Atenas, ciudades de hombres libres (una libertad entendida no solo como la igualdad ante la ley, sino una libertad de pensamiento y de expresión, en contraste con el imperio persa donde todos los ciudadanos eran súbditos, con los que el Rey podía hacer lo que le viniera en gana), que paradójicamente asumían la esclavitud como algo consustancial, hasta que Eurípides, por vez primera, en su obra Hécuba, la cuestiona.
Se nos refieren las Batallas de Salamina, de las Termópilas, plantando los griegos cara al imperio persa, defendiendo estos su libertad -su don más preciado-, venciendo, cuando lo tenían todo en contra. Hay también espacio para abordar la literatura griega (llana directa y objetiva) y la religión griega, que supera la magia y su lugar lo ocupan los dioses olímpicos de Homero y más tarde Dionisios.

He disfrutado mucho con este libro de Edith, esa clase de libros, cuya consecuencia primera -además de deleitarnos aprendiendo- es conducirnos a nuevas lecturas, abriendo así nuevos caminos, pues al final leer, es atar cabos, seguir caminos, perderse por ese mundo de letras.

Turner Fondo de Cultura Económica. 2002. 331 páginas. Traducción de Juan José Utrilla.