Archivo de la categoría: Crítica

El mar (John Banville)

John Banville El mar
¿A que alma sensible y entregada a la voluptuosidad no le pone ver un delicado hombro femenino al aire, mientras el camisón que lo acaricia busca tierra, como si fuera una hoja otoñal de tez ocre. Esto se ve en la portada del último libro del irlandés John Banville, Antigua Luz. Como este libro no lo tenía disponible, me hice con otro más antiguo, El mar. Sumerjámonos pues en sus aguas oceánicas.

Me ha gustado la cadencia que tiene el libro, su suave oleaje, a pesar de que por debajo hay mar brava. Nada descoloca tanto como la muerte de un ser querido, pocas cosas obligan a uno a replanteárselo casi todo, a tomar consciencia de nuestra insignificancia, de nuestra irrisoria fatuidad y engreimiento. Esto es lo que le sucede a Max cuando pierde a su mujer Anna. Tras su pérdida vienen las preguntas. En ese presunto duelo, que acompaña a los difuntos, Max, hará autocrítica para plantearse hasta que punto la quería, o conocía, de qué manera trataron de ser otros, no lo que otros querían que fueran, como el compartir techo no hizo su amor más fuerte ni verdadero, porque estaban juntando cuerpos vacíos.

Max se traslada a Los Cedros, donde acudía de niño con sus padres, en verano. Ahora en su adultez, echa la vista atrás, para rememorar esos años, la relación especial que mantuvo con los miembros de otra familia; con el padre, Carlo, con la madre, la Sra Grace, con dos niños gemelos de su edad; Myles y Chloe.

A esas tiernas edades, el mundo se hace y deshace cada día, se moldea como arcilla, todo es evanescente, divertido, trágico, envolvente, desolador, amargo, dulzón, todo al mismo tiempo. Después uno crece y viene la paz, la serenidad, la marejada interior se transforma en calma chicha, y entonces uno busca de reojo el calendario, buscando la estocada final en la manecilla puntiaguda de cualquier reloj.

Banville maneja con soltura su prosa, una prosa envolvente, de largos párrafos que pergeñan imágenes de gran calado (donde Banville nos habla del dolor de una muerte a través de una enfermedad terminal, la iniciación al sexo en la adolescencia en la figura de Grace y luego de Chloe, la dominación complaciente, la necesidad de ser otro, el pasado como refugio uterino -un pasado fragante- donde Max rememora oliendo,…) , con un léxico rico, variado, que permite avanzar la historia con suavidad, acertado el Irlandés con esos continuos saltos temporales, donde la infancia y la adultez presente de Max (un personaje que el autor no se molesta en hacérnoslo caer en gracia, sino más bien patético, y ahí humano y carnal) se hermanan, sin fisuras, sin digresiones, como si todo fuera una masa uniforme, como de hecho es la vida de todos nosotros: un jirón de tiempo, un poso de muchos días, antes del soplido final que se lleve lejos nuestras cenizas, hacia el olvido.

Me ha gustado El Mar y volveré a Banville (peco de recurrente con ciertos autores), para beber de su prosa. Leer a Banville es darte para el cuerpo una cena frugal. Te levantas de la mesa, con hambre, con ganas de más.

De regalo un entrante.

Vergüenza, sí, una sensación de pánico de no saber qué decir, dónde mirar, cómo comportarte, y también otra cosa que no era del todo cólera sino una suerte de hosca irritación, un hosco resentimiento ante la apurada situación en que tristemente nos encontrábamos. Era como si nos hubieran revelado un secreto tan sucio, tan desagradable, que casi no pudiéramos soportar la compañía del otro, aunque sin ser capaces de separarnos, los dos sabiendo que esa cosa nauseabunda que el otro sabía y unidos por ese mismo conocimiento. A partir de ese día todo sería disimulo. No habría otra manera de vivir con la muerte. (pag. 27)

John Banville | Antigua luz

La ofensa (Ricardo Menéndez Salmón)

La ofensa (Ricardo Menéndez Salmón)

Al escritor asturiano Ricardo Menéndez Salmón lo descubrí hace años en el programa Página 2 (un programa en televisión donde hablan de libros: vacas sagradas la mayoría, pero mejor eso que nada) donde hablaba de su libro, pero con modestia, no como Umbral (el cual, de no haber sido por aquella memorable salida de tono, creo que sería hoy un pefecto desconocido para muchos jóvenes, a pesar de sus libros y sus columnas periodísticas).

Me pasé por la biblioteca (a uno le gustaría comprar más libros, pero si compro todo lo que leo necesitaría el sueldo de un Senador o de un proxeneta y no es el caso), lo cogí y me lo ventilé del tirón. Son 142 páginas, si bien comienza en la número 13 y la letra es de buen tamaño, lo cual hace que su lectura resulte muy ajustada para estos tiempos modernos, donde uno llega a la noche desgüazado y al menos yo no me puedo ir a mi catafalco con lo último de PaKete Morton, Ken Follete o Mo-ye(tin) (quien desde que ha recibido El Nobel ha debido vender un millar de libros, o más, según me ha contado un pajarito, o un pajarraco, no lo sé), más que nada porque no tendría ni fuerzas para sujetar semejantes mamotretos.

Hay un poco de todo en el libro, sí, como en botica. Está ambientado durante La Segunda Guerra Mundial, así que no falta el Ejército Alemán y por supuesto los demoniacos nazis. El autor da unos apuntes históricos de fechas y lugares que ahondan en el avance llevado a cabo por el ejército alemán en su conquista de Europa, con el mayéstico Hitler a la cabeza. El protagonista es un sastre llamado a filas, el cual ante un hecho dantesco por parte de otros soldados pierde la sensibilidad física y espiritual. Esto es, no siente calor ni frío, ni es capaz de emocionarse ante la tragedia o felicidad propia o ajena. Se queda ataráxico perdido.

Hay también una historia de amor por medio, con una enfermera, una forma de evitar la parca muy peliculera y una vuelta de tuerca con la que saldar cuentas con el pasado.
Cada capítulo son unas cuatro o cinco páginas, lo que imprime un ritmo a la lectura que no da tregua. Ante un libro como este, uno se plantea si nos encontramos ante un libro histórico, ante una arrebatada historia de amor, ante una tragedia personal sin igual o ante la suma de todo ello.

La idea de que alguien pierda la sensibilidad ante un hecho atroz es interesante, pero el autor una vez esbozado el problema que aqueja a Kurt (el protagonista) no ahonda mucho en el tema. La historia nos la cuenta el autor, no Kurt, así que las apreciaciones personales sobre, por ejemplo, el armisticio vergonzante que firmaron los franceses ante los alemanes, las hace el autor de la novela, no Kurt su personaje, creando así dos mundos paralelos, que no se tocan, uno en el que se mueve o en el que el autor sitúa a su protagonista y otro el de las apreciaciones que sobre esos hechos históricos hace el autor de la novela.

El autor cincela su prosa con mano de orfebre (un empeño del que otros como Robe Iniesta han desistido: !Que no me da la gana pasar media vida buscando esa frase que tal vez no exista!, nos berrea en su temazo Puta), empleando palabras poco trilladas, con las que barnizar su obra con una pintura elitista, que actúa como repelente para masas o lector-medio. Para el recuerdo nos deja el autor frases como:

«gozaban de la plasticidad de un derviche giróvago»….

Sí, han leído bien, derviche giróvago. Métanle mano a la María Moliner, no se corten, no pasa nada. Aprendemos y desaprendemos cada día.

No obstante lo anterior Ricardo ofrece un libro de amena y sedosa lectura (sí, creo que Alessandro Baricco con Seda, dio pie a un sinfín de imitadores conceptuales que se montaron en el carro de la novelita corta, sedosa y aterciopelada, de escaso recorrido (no todas por supuesto, porque la literatura a granel no supone buena literatura. Ahí tenemos El extranjero de Camus, La lluvia amarilla de Llamazares, Dos hermanos de Atxaga, El Estatus de Olmos, y tantas otras buenas novelas cortas), que dio muchos parabienes a un buen número de escritores que se han forjado un nombre en las distancias medias, muy agusto en esas medias maratones de cientoypicopáginas), con una aventura que en mi caso no me ha subyugado lo más mínimo, dado que su personaje quizá haya transmitido de modo inconsciente, no ya su insensibilidad al lector, sino una apatía, en donde las piezas, sí, encajan, pero donde la emoción no existe y eso para un lector equivale a echar mano de un prospecto y aburrirte mirando las contraindicaciones del medicamento-libro.

El violín negro (Maxence Fermine 2002)

El otro día hablaba de Nieve de Maxence Fermine y ahora le toca el turno a El violín negro, que la escribiría un año después. El autor repite la fórmula que parece le dio tan buenos resultados con su anterior novela.

La historia se ambiente en la ciudad de Venecia a comienzos del siglo XIX. Apenas hay personajes, y todo tiene un aliento épico, insondable, de seres humanos grandiosos. El protagonista es un violinista que se traslada a Venecia donde conoce a Erasmus, un luthier que le cuenta la historia de El violín negro.

Los personajes de la historia, se definen con un par de adjetivos y ahí acaba toda la profundidad de los mismos. Valiéndose de una ciudad mágica como es Venecia, con la música por medio, y mujeres enigmáticoa y extraordinarias, por su línea o por su voz, Maxime trata de componer un relato de aliento épico y poético, pero no consigue ni una cosa ni la otra y si Nieve tenía alguna virtud, aquí todo resulta impostado, una acumulación de lugares comunes y una grandilocuencia que se queda en una afirmación que se desinfla a las primeras de cambio.

Si bien ya en la contraportada nos advierten que en este libro hallamos la “reconocida sensibilidad para la belleza” del autor. Algo chocante en un autor que sólo había escrito un libro antes que este.

Nieve (Maxence Fermine 2001)

Nieve Maxence Fermine

Al libro Nieve del francés Maxence Fermine llegué virgen, algo premeditado, pues nada cuesta hoy en día echar un vistazo a internet y leer mil reseñas de un libro antes de leerlo. En ese caso, a menudo, uno más que leer va confirmando o no expectativas y creo que este no es el camino. A Maxence le ha dado unas cuentas oportunidades, así tras Nieve leí El violín negro, El apicultor, y Opio, todos ellos muy parecidos.

El libro es pequeñito y te lo ventilas en un santiamén. El protagonista es Yuko que sólo quiere escribir Haikus (poemas de tres versos y 17 sílabas. Al carro del Haiku se subió también el riojano Andrés Pascual en su libro: El Haiku de las palabras pérdidas) sobre la nieve.. Para él todo es blanco y toda la belleza la aglutina en esa agua blanca. Está ambientado a finales del siglo XIX en Japón, y Yuko desoyendo los consejos paternos, no quiere ser ni guerrero, ni sacerdote, él lo que quiere ser es poeta, pero como sus poemas son muy blancos, y es preciso si quiere devenir en poeta del Emperador, dadas sus buenas artes como poeta, colorearlos, por lo que le recomiendan que vaya a ver al maestro Soseki (que en su día fue Samurai, completando así todos los lugares comunes cuando hablamos de Japón), que a pesar de estar ciego, tiene toda la paleta de colores en su corazón.

Es clara la ilación (o más bien plagio: no en un sentido literal pero al Francés se le ve el plumero de lejos) de esta historia con la de Seda de Alessandro Baricco. La historia es como un círculo que se cierra, con pocos personajes y todos interconectados. Las cifras son exactas, siete mil sílabas, siete años, siete polvos, el número siete. Los párrafos son cortos de textura nívea y sedosa, y Yuko está en continuo movimiento, de ahí que no nos de tregua, si bien ese cambio que experimenta por mucho que se revista de cultura zen no deja de ser superficial. La fuerza del amor hacia las mujeres, es la fuerza motriz y renovable que impele a los hombres del libro a llevar a cabos sus creaciones, a alcanzar la perfección en el arte de la escritura, para lo que es necesario a su vez, controlar la danza, el baile, la pintura y la caligrafía.

Nieve, reúne en su ser todos los tópicos para convertirse en un libro muy vendible, por su amena historia y liviana textura, por ser como ese osito de peluche que al frotarlo por las zonas erógenas, da placer, pero que no deja poso alguno, porque hay libros que como la Nieve se funden a las primeras de cambio y desaparecen en el mar confundidos con otros millones de gotas de agua (¿se puede ser más tierno?). Que una novela o un relato sean ligeros y etéreos no sé si es una bendición o una maldición. Para terminar y dado que el amor es caminar sobre el alambre, no podía faltar un personaje femenino funambulista.

La joven era funámbula y su vida seguía una sola línea. Recta.

Como colofón apuntar algo no sé si achacable al traductor o al autor

desnuda y rubia de raza europea. (pag. 41).

Pero ¿existe una raza europea?, o este término atiende a criterios geográficos administrativos, porque sino ahora mismo podríamos empezar a hablar de la raza Riojana.

No confundir este libro con el de Ohram Pamuk del mismo título. El de este último es todo menos ligero. De hecho lo tengo a medio fundir, pues la prosa de Pamuk es como el plomo y mis púpilas se retienen.