Archivo del Autor: Francisco H. González

La noche en que caemos

La noche en que caemos (Alejandro Morellón)

Hay autores que fían sus relatos a un léxico abundante y deslumbrante como Escapa (Mientras nieva sobre el mar) u Olgoso (Los demonios del lugar). Otros demuestran su fértil imaginación como Chirinos (La manzana de Nietzsche) o Pàmies (Si te comes un limón sin hacer muecas) y otros sacan a pasear su lado más salvaje como Sergi Puertas (Estabulario), Valeria Correa Fiz (La condición animal) o Jon Bilbao (Estrómboli). En el caso de Alejandro Morellón, su estilo me parece una incógnita para la que no tengo, de momento, ecuación. Leyendo esta gavilla de relatos que forman La noche en que caemos (ganador del 51º premio Fundación Monteleón Libro de cuentos 2013) tenía todo el rato la sensación de que las narraciones se sucedían a medio gas, que precisaban algo más salvaje, más bestia, algo que me removiera de veras, pero una vez finalizada la lectura creo que el estilo de Morellón es este, el de un terror o desazón asordinado, como se manifiesta en relatos como La noche en que caemos (ese elemento espacial me trae en mientes el fantástico relato de De Lillo, Momentos humanos de la tercera guerra mundial) o La herida, aunque sí es cierto que hay también alguna concesión a una vis más burra y humorística en Una máquina excelente. El palíndromo de Nadia es un experimento curioso, que me recuerda en aquello de jugar con la temporalidad de la narración al relato Wife in reverse de Dixon. En Plato de sopa sin retorno parte de la sorpresa nos la hurta el mismo título. Ta i sí que me ha sorprendido, pero una vez pasamos de lo real a lo fantástico el relato ya va como gallo sin cabeza o como un taxi sin paradas, que viene a ser lo mismo. Cuando el niño era niño me recuerda a una novela que leí hace nada de Moyano (La hipótesis de Saint-Germain), que abordaba también la inmoralidad. El relato de Morellón ofrece muchas posibilidades pero no las explota, pues juega con pólvora mojada. Diana sigue sin venir me recuerda bastante a otro relato de Morellón, a El estado natural de las cosas, con un final que cambia la estratósfera por el abrazo con ese manto gaseoso y postrero que es la atmósfera.

No sé si la novela con la que Morellón quedó finalista del Nadal, Y he aquí un caballo blanco, verá la luz algún día.

Una cosa más antes de acabar. No entiendo por qué motivo este libro tiene una letra tan chica (algo así como una Arial 9) cuando hay unos márgenes generosos que podrían reducirse y que permitirían así aumentar algo más el tamaño de la letra sin que se sumasen muchas más páginas, lo cuál tampoco creo que fuese un mayor problema, pues el libro tiene apenas 140 páginas.

Las reseñas de todos los libros citados están en el blog, por si queréis echarle un ojo. O los dos.

Eolias ediciones. 2013. 140 páginas.

www.devaneos.com

84, Charing Cross Road (Helene Hanff)

¡Qué grandeza de libro contenida en tan poca extensión¡. Había leído alguna novela anteriormente como Contra el viento del norte basada también en un intercambio epistolar (en aquella ocasión era un intercambio de correos electrónicos), pero allí lo que se dirimía era si al final los dos tórtolos epistolares llegarían a verse las caras y los cuerpos. Aquí no media el amor, sino el afecto que surge entre una americana amante de los libros y de las palabras y los distintos empleados de una librería de segunda mano sita en Londres. Surge un intercambio de misivas avivado por el genio y descaro de ella, Helene, la cual va construyendo una relación con buena parte de los destinatarios de sus cartas, al ir estas secundadas por viandas que son muy bien recibidas en el Londres racionado de la posguerra.

Lo jodido es que la vida pasa, las cartas van y vienen como los años, la parca va haciendo su trabajo y al final solo quedan los buenos recuerdos y la añoranza de lo que no llegó a consumarse. Novela que me ha resultado muy triste, a la par que luminosa, porque Helene nos muestra la vida sin edulcorantes, una realidad aderezada con humor y mucho empuje.

Un valor añadido es lo relacionado con lo libresco: los subrayados que Helene Hanff (1916-1997) lleva a cabo en los libros que le gustan para los posibles futuros lectores, los libros malos de los que se desprende sin miramientos, los comentarios sobre las novelas -como las de Austen- que lee, las traducciones que cercenan libros dejándolos sin sustancia alguna, el no comprar un libro que no haya leído antes (algo que a mí me resulta muy difícil de cumplir), y su amor hacia el libro como un objeto imperecedero y de culto, ahí quedan las descripciones de las encuadernaciones, del tacto de las portadas, de los lomos de piel…; unos cuantos detalles, en suma, que me han complacido enormemente.

Anagrama. 2002. 126 páginas. Traducción de Javier Calzada.

El pie de la letra

El pie de la letra (Jaime Gil de Biedma)

Las 667 páginas de El pie de la letra, que comprenden el conjunto de ensayos completos de Jaime Gil de Biedma (1929-1900), me han resultado por encima de cualquier otra consideración un poderoso homenaje a la literatura, a aquellos escritores que la hacen posible y que son objeto de admiración y veneración por parte de Jaime, pues lo que aquí se evidencia es que nada nace Ex nihilo y que en el caso de Jaime hay unos autores predilectos, como Jorge Guillén, cuyo magisterio será la piedra sobre la que Jaime construirá su obra poética, pues la lectura deviene un ejercicio de apropiación, de leer aquello que le servirá a su objetivo poético. Hacia otros escritores como Pedro Salinas Jaime manifiesta una devoción tanto literaria como humana, pues experimenta hacia él un vivo afecto y siente el deseo de entrar en su intimidad o de Ferrater afirma que es el lector más inteligente que haya conocido en su vida. Con otros como Luis Cernuda al cual también reivindica no llegó a conocerlo en persona y fue la suya una relación epistolar entre 1959 y 1963. Jaime manifiesta a su vez su agradecimiento hacia Alberto Jiménez Fraud siempre generoso, siempre hospitalario en todas las visitas que Jaime le hizo en Wellington Place.

En la semblanza de Jaime Gil de Biedma que aparece en el Examen de ingenios de Bonald éste se refiere a Biedma -quien fue su amigo- como una persona inteligente y sensible, algo que podemos validar leyendo estos ensayos publicados en Lumen, anotados y prologados estupendamente (no he detectado una sola errata y las notas aclarativas son muy valiosas) por Andreu Jaume, nos permiten conocer de primera mano el buen hacer crítico de Biedma. Basta leer el estudio pormenorizado que hace del Cántico de Guillén, para comprobarlo. Vale mucho hacer la prueba y leer primero el Cántico y releerlo después de haber leído el ensayo de Biedma y comprobar cómo leemos ahora bajo otra luz, con un sentir más afilado y una mirada enriquecida. Como afirmaba Auden en El arte de leer, no se reconoce casi nunca la tarea de los estudiosos, aquellos que con su empeño y esfuerzo logran sacar del olvido aquellas obras y aquellos escritores y darles la importancia de los que son acreedores. Así, Biedma reivindica por ejemplo a Pedro Luis Ugalde a Juan Gil-Albert, o incluso en otro orden de cosas defiende que el catalán ofrece un medio mucho más idóneo que el castellano para la traducción de poesía inglesa. Y lo ilustra en el ensayo dedicado a los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot.

Hay un sinfín de cosas que aparecen en el texto que me han gustado y quiero compartir con vosotros, en el caso de que haya alguien ahí afuera escuchando.

La crítica literaria no es sino una variedad del arte de escribir y el efecto estético es tan principal en ella como en cualquier otro género de literatura.

El acto de la lectura es también un acto creador.

La actividad poética es una actividad formal, pero nunca es pura y simple voluntad de forma.
La poesía no aspira a otra cosa que a lograr la unificación de la sensibilidad.

Hacer buenos poemas no es fácil, pero algunos lo consiguen; hacerlos y no engañarse con ellos, ni engañar al lector, sólo lo consiguen poquísimos.

Sus poemas empiezan a ser buenos cuando logran formalizar, evaporar la realidad contingente de la experiencia común que intentaban expresar, es decir: cuando empiezan a dejar de ser lo que pretendían.

El buen lector es, por definición, parte interesada: leemos porque nos importa lo que leemos, porque oscuramente pensamos utilizar nuestra lectura para mejor hacernos cargo de lo que nos ocurre.

He aquí un problema que casi todo artista debe plantearse apenas rebasada la primera madurez: la necesidad, y la dificultad, de ir más allá del propio estilo, cuyas inevitables limitaciones empieza a tocar.

La censura, al impedir la clara expresión escrita de las ideas, acaba por herir de muerte la clara formulación mental de las mismas.

En el recuerdo de aquellas lecturas de La pagoda de cristal creo que se fundan sobre todo tres sólidas convicciones mías. La primera, que para leer bien y para guardar la fe en la literatura no hay, a cualquier edad, nada como tener pocos libros que leer a nuestro alcance. La segunda, que los niños leen exactamente para lo mismo que las personas mayores: para intentar comprender la vida, imaginándola, y para consolarse de ella. La tercera, que para leer Moby Dick, el Quijote o cualquier otro gran libro que los mayores a veces imponían a los niños, en ediciones más o menos expurgadas, tenemos por delante toda la existencia, mientras que para leer apasionadamente La pagoda de cristal, Los tigres de Mompracem o El coyote, o cualquier otra historia de aventuras que los niños leen ahora, solo disponemos de poquísimos años. Quien los desperdicie, se habrá privado de la única profunda aventura de lector que a esa edad puede tener, y que sólo puede tener a esa edad; su experiencia literaria y su experiencia de la vida quedarán para siempre incompletas.

El mito es también, y sobre todo, una tentativa de comprensión de la vida y una consolación de ella.

Para que resulte fecundo, el clasicismo en nuestra época ha de contentarse con ser una aspiración, y no una escuela.

La literatura es una especie de formulación de la vida, no sólo del literato que escribe, sino toda persona que vive en función de la verbalización de todas sus experiencias. (Carlos Barral)

El tomar lo que en un poema se dice como una proposición genérica, válida en cualquier situación, es típica de los españoles, porque los españoles son gente del Antiguo Régimen, gente que realmente no ha vivido una revolución romántica, gente arcaica; somos gente tridantina, y todo lo tomamos como si lo dijese el padre Vitoria.

El mundo ficcional de Chéjov es de una humanidad literaria que, por la cordialidad y la complejidad de las emociones con que nos mueve, suscita muchas veces el recuerdo de Cervantes.

Decía T. S. Eliot que un lugar se hace real no describiéndolo, sino porque sucede algo en él.

Lo importante en el hombre es quién va a ser a partir de los cuarenta años. (Juan Gil-Albert)

El héroe propio de la literatura moderna es la persona privada, a diferencia de lo que sucedía en la Antigüedad, en que lo era siempre la persona pública. (W. H. Auden)

Dos fundamentales cualidades que le constituyen en un crítico excelente: buen sentido y formación filosófica. Su pensamiento manifiesta una coherencia interior envidiable. (Gil de Biedma sobre Joan Ferraté)

La poesía me parece una tentativa, entre otras muchas, por hacer nuestra vida un poco más inteligible, un poco más humana.

Hay dos maneras de construir una novela, ir añadiendo todo lo que en ella no sobre o ir quitando todo lo que en ella no sea indispensable.

El escritor -y ésa es su limitación trágica- sólo descubre, sólo conoce la realidad cuando empieza a imaginarla, pero, por otra parte, ese conocimiento de la realidad, ese descubrimiento de la realidad, que sólo se da en el momento de empezar a imaginarla, a fabularla, es absolutamente inútil más allá de los límites de la propia literatura.

Comenta Andreu en el prólogo que Ignacio Echevarría lo puso en la pista de este libro de Jaime Gil de Biedma (parte de los Ensayos ya se habían publicado anteriormente y Echevarría publicó una reseña de la segunda edición en El País). Algo que me permite tener ahora un libro en las manos como el presente (que lo es para el espíritu, en su tercera acepción). Es una evidencia que en nuestro camino lector unas lecturas nos llevan a otras, unos autores a otros, unas corrientes a otras, un siglo a otro, en suma: un deleite a otro, cuando lo leído nos interesa y apasiona, como es el caso y Biedma con estos fascinantes, apasionantes y apasionados ensayos, además de -entre otras muchas cosas- brindarme la oportunidad de leer, y comprender la poesía de otra manera sitúa en mi mente a unos cuantos autores y libros en los que quiero demorarme, reconociendo el magisterio de autores a los que abordar o retomar, a saber: Góngora, Espronceda, Garcilaso, Valéry, Becquer, Coleridge, Wordsworth, Guillén, Aleixandre, Shakespeare, Eliot, Baudelaire, Rimbaud y un muy largo etcétera.

Jaime Gil de Biedma

En el recuerdo de aquellas lecturas de La pagoda de cristal creo que se fundan sobre todo tres sólidas convicciones mías. La primera, que para leer bien y para guardar la fe en la literatura no hay, a cualquier edad, nada como tener pocos libros que leer a nuestro alcance. La segunda, que los niños leen exactamente para lo mismo que las personas mayores: para intentar comprender la vida, imaginándola, y para consolarse de ella. La tercera, que para leer Moby Dick, el Quijote o cualquier otro gran libro que los mayores a veces imponían a los niños, en ediciones más o menos expurgadas, tenemos por delante toda la existencia, mientras que para leer apasionadamente La pagoda de cristal, Los tigres de Mompracem o El coyote, o cualquier otra historia de aventuras que los niños leen ahora, solo disponemos de poquísimos años. Quien los desperdicie, se habrá privado de la única profunda aventura de lector que a esa edad puede tener, y que sólo puede tener a esa edad; su experiencia literaria y su experiencia de la vida quedarán para siempre incompletas.

Jaime Gil de Biedma. El pie de la letra. De mi antiguo comercio con los héroes (paginas 288-289)