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Relato soñado (Arthur Schnitzler)

¡Qué buena almohada es la duda para una cabeza equilibrada!

Montaigne

Con otras novelas que he leído de Arthur Schnitzler tomé conciencia de la sagacidad con la que la el autor austriaco abordaba todo aquello que guarda relación con nuestra condición humana. En Morir, la manera en la que un hombre arrostraba su final creyendo que su esposa le acompañaría en este trance pero finalmente desligándose ésta de aquel destino fatal. En El teniente Gustl el flujo de conciencia del narrador nos acercaba a su precipicio, sopesando también el suicidio. En Tardía fama la fama se convertía en algo episódico que inflamaba al acreedor de la misma para luego dejarlo con un palmo de narices visto que el reconocimiento y la fama son flor de día y que al contrario que los afectos, este sentimiento que por el autor sienten los jóvenes, en especial uno, se agostará a las primeras de cambio. Relato soñado, es una novela al igual que las anteriores breve, poco más de cien páginas, que fue llevada a la gran pantalla en 1999 por obra de Kubrick bajo el título de Eyes Wide Shut, con una duración de dos horas y cuarenta minutos que recuerdo haber visto sin que me dejara apenas ningún recuerdo. Sí que hubo mucho ruido porque en aquella odisea sexual Nicole Kidman se desnudaba.

Publicado en 1926, Schnitzler, al que Freud consideraba su doble literario, reflexiona en esta introspectiva novela sobre los sueños, el deseo y la muerte. El médico austriaco Fridolin –que en manos de cualquier programa del corazón, apostillaría encontrarse “felizmente casado” y ubicado ya en el punto en el que le sobra todo lo que va después del Te quiero (ella), Yo, también (él)- padre de una hija de seis años le confiesa a su mujer Albertine una aventura que no llegó a consumar en un lugar de veraneo. Albertine por su parte le hace partícipe a su cónyuge de una situación análoga que experimentó con un marinero, un juego de miradas abortadas abruptamente, por ende, su matrimonio puede determinarse como algo casual, fruto del azar (por mucho que uno luego se amolde a lo de “mi media naranja” “el amor de mi vida” y demás enunciados que dejan todo atado (en apariencia) y bien atado y también precario, cuando el deseo viene a ser como poner puertas al mar, un flujo imposible de domeñar.

Fridolin acude con su mujer a un baile de máscaras y al sentirse observados e incluso deseados, él siente ahí una puerta (no sabe si giratoria) que lo conduce hacia un estado que lo sume en la inquietud, removiendo sus cimientos. En su día a día como médico Fridolin se mueve por distintos domicilios y no le faltan oportunidades de poder iniciar aventuras amorosas con distintas mujeres a las que se les antoja o así se puede ver él a sí mismo como una suerte de príncipe azul. Un día, al acabar su labor y sin ganas de volver con su familia se topa con un amigo de juventud que le comenta con mucho secretismo que va a ir en unas horas a tocar el piano a un lugar donde las mujeres se muestran con toda su voluptuosidad, mientras él tocará con una venda en los ojos, que hace falta una contraseña: una palabra, para poder acceder al inmueble… todo esto a Fridolin al escucharlo le resulta irresistible y tras hacerse con el adecuado atuendo y velado el rostro con una máscara allá que irá con el alma en vilo. No dura mucho en el inmueble, pero sí lo suficiente para sentir el aguijón del deseo, la punción de lo inasible, cifrado en el cuerpo de una mujer que sabiendo que no pertenece a ese ambiente se le arrima y le anima y conmina a irse, si no sólo sí con ella.

Las aguas podrán volver a su cauce ya desinflado el deseo y subsumirse Fridolin entonces en la cotidianidad del hogar, en la mansedumbre de los días clónicos y los menesteres prosaicos, abandonar su cabeza en el tibio regazo de su esposa y ver crecer alborozado a su hija, pero aquella pulsión ahora certeza lo sabe que no deja de ser una naturaleza muerta, pues su ser antes y luego buscará el momento oportuno para desbocarse de nuevo a lomos del impetuoso corcel del deseo.

Acantilado. Traducción de Miguel Sáenz. 2012. 136 páginas.

César Aira

Varamo (César Aira)

Yo con César Aira (Coronel Pringles, 1949) alucino. Me pasó lo mismo cuando leí El mago y hace poco Prins, pues todas ellas son tan inclasificables como godibles. Varamo nos sitúa en Colón, ciudad Panameña, en 1923, donde un funcionario recibe como salario dos billetes falsos y poco después escribe en unas pocas horas (con nocturnidad y no sabemos si también con alevosía) El canto del niño virgen, obra maestra de la poesía centroamericana. Esto me trae en mientes la novela La literatura nazi en América de Bolaño. No digo más.

Las novelas de de Aira son heteróclitas y la narración va cambiando de tema sin darnos cuenta, pero llevándonos siempre donde el autor quiere, y al lector solo le resta dejarse llevar, muy posiblemente prendado por la inteligencia del autor, sus sagaces comentarios, el humor absurdo, situaciones peregrinas (Varamo como embalsamador, las conversaciones con su madre, la aparición de las Góngoras, el contrabando de palos de golf…), y unas cuantas reflexiones sobre la literatura y el arte de escribir que ya estaban presentes también en El mago y en Prins, donde se nos viene a decir de distintas maneras (aquí por boca de tres editores piratas) que escribir es fácil, que cualquiera puede hacerlo, que todo es ponerse, que las mejores obras son las primeras cuando no hay técnica alguna, que en pocas horas se puede escribir una obra maestra y que incluso dentro de esa literatura de entretenimiento y consumo había vanguardias, experimentaciones…. Los mitos son una construcción del lenguaje, se dice en la novela. Aquí Aira construye la realidad a base de ficción y de mucha imaginación.

Habida cuenta de que el autor es prolífico, me queda Aira para rato.

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Vi (Nikolái Gógol)

En Vi, bellamente editado por Nórdica, con ilustraciones de Luis Scafati y traducción de Víctor Gallego, Nikolái Gógol, fallecido a los 42 años (1809-1852) recupera un cuento surgido del imaginario popular ucraniano sobre la figura de un tal Vi, jefe de los gnomos, cuyos párpados llegan hasta el suelo y del que Tolstói dijo que era un cuento de vampiros, uno de los más terroríficos especímenes de su clase jamás escrito.

Según esto, parece que al leerlo vayamos a acabar con un tembleque en las pestañas, el corazón en modo centrifugando y agotando a su vez las reservas de valeriana caseras. No es el caso, aunque sí me parece un relato que se lee con agrado, que en estos asuntos tan terroríficos es un desagrado desasosegante, donde tres jóvenes, un gramático, un filósofo y un teólogo van de peregrinaje yendo a caer en manos de una anciana, a la sazón bruja, ocupando el cuerpo de una beldad, la cual antes de morir le pide a su padre que uno de los jóvenes, Jomá Brut -el que la golpeó bajo su aspecto de bruja hasta casi matarla- rece por ellas tres días. Dicho y hecho, para allá irá Jomá, requerido por el padre de la chica, sin tener ni idea de quién es la moribunda, hasta que la tenga de cuerpo presente y esas tres noches que debe rezar hasta que el gallo cante, anunciando la muerte de la noche, son terroríficas, dado que la bruja quiere volver a la vida con toda clase de exorcismos (que nos llevará sin remisión a muchas de esas películas donde hemos visto a mujeres dando brincos sobre una cama, con las cabezas girando como peonzas…), para zozobra de Jomá, que como no podía ser de otra manera acabará espichándola, sin poder trasegar ni sustraerse a tantos sobresaltos, ojos fulgurantes, objetos inanimados que cobran vida y entes demoniacos como pueblan la estancia. Antes de morir, Jomá tendrá ocasión de compartir buchitos de vodka con los cosacos locales, quienes le referirán toda clase de aventuras sobre la joven moribunda, a la que ponen de vuelta y media y al que todos tildaban de bruja.

Nikolái Gógol en Devaneos | El Capote

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El amor (Marguerite Duras)

No sé qué he leído. Compré este libro de segunda mano, en una edición de Orbis Fabri (con traducción de Enrique Sordo) que no incluye sinópsis. Leí el libro sin saber de qué íba y lo acabé sin saber de qué iba.
La prosa de Duras me resulta aquí aún más extremada que en Los ojos azules pelo negro, donde de nuevo los nombres importan un bledo y basta con El, con Ella y con un viajero, en una isla: S. Thala. Leer es ir en pos de la esperanza y de la búsqueda de sentido y en tanto en cuanto Duras consiga llevar al lector hasta la aurora exterior con la que finaliza la novela habrá resultado un éxito para ella, si bien aquí más que la búsqueda de un sentido creo que se trata más bien de amorrarse al sinsentido, a la locura, a la fiebre, a una estructura con un esqueleto difícil de radiografiar, a una sintaxis que hace de la narración una carrera de 3.000 metros vallas, bien plagadito de fosos de cieno, en el que refocilarse si la lectura nos la tomamos como una experiencia sensorial.

Marguerite Duras en Devaneos | El parque, La siesta de M. Andesmas, Los ojos azules pelo negro