Archivo de la categoría: Miguel Sáenz

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Apuesta al amanecer (Arthur Schnitzler)

En Relato soñado, la última novela que leí recientemente de Arthur Schnitzler, su protagonista era capaz de desbaratar su existencia en pos del deseo que experimentaba hacia una mujer a la que conocerá fugazmente en una fiesta de disfraces secreta en la que ella velará y se desvelará por él.

En Apuesta al amanecer, con traducción de Miguel Sáenz, al alférez Kasda le sucede algo parejo cuando se aviene a jugar a las cartas para conseguir mil florines que le permitan a su amigo Bogner (teniente expulsado del cuerpo) saldar una deuda que lo atenaza.

Es inevitable no pensar en la novela de Dostoievski, El jugador, si queremos ponernos en la piel de un jugador que siente una atracción irresistible que le ciega, nubla su entendimiento y le obliga a seguir jugando a pesar de perder todo lo que tiene y lo que no tiene, generando una deuda imposible de saldar que equivale, para situarnos, a su sueldo integro (pagas extras incluidas) de más de tres años.

Schnitzler siempre resulta solvente en el tratamiento introspectivo de sus personajes y describe aquí a la perfección la zozobra en la que se sume Kasda cuando apartado de la mesa de juego, al amanecer, tras una noche infausta, perdido el control de sí mismo, y ya con la cabeza fría, los bolsillos pelados y dueño de una deuda inasumible, rumie lo que se le avecina, con la sensación de que toda su vida se ha ido en un plis plas por el sumidero, condicionado su no porvenir por una forma de pensar que no concibe, por ejemplo, ser expulsado del cuerpo de oficiales y llevar una vida como civil. Hará Kasda entonces lo humano y lo divino para obtener tan necesitado auxilio, recurriendo a su tío, pero parece que la diosa Fortuna no estará ya más de su lado. Un rayo de luz, no obstante, se encarna en la figura de Leopoldine, antaño prostituta y ahora mujer de negocios que ha logrado su preciada libertad, el no depender de nadie, igual que… un hombre, dice, que acabará por darle a Kasda la puntilla a su pundonor, objeto éste del mercadeo carnal, al no haber calibrado en su día los afectos y efectos de una presunta noche de amor más.

Schnitzler nos aboca a un final trágico, en cierta manera inesperado, que cifra las consecuencias fatales y lo irremediable de dar un paso en falso frente a una mesa de juego, dominado todo el ser por una pulsión irrefrenable.

Arthur Schnitzler en Devaneos

Morir
Relato Soñado
El teniente Gustl
Tardía fama

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Relato soñado (Arthur Schnitzler)

¡Qué buena almohada es la duda para una cabeza equilibrada!

Montaigne

Con otras novelas que he leído de Arthur Schnitzler tomé conciencia de la sagacidad con la que la el autor austriaco abordaba todo aquello que guarda relación con nuestra condición humana. En Morir, la manera en la que un hombre arrostraba su final creyendo que su esposa le acompañaría en este trance pero finalmente desligándose ésta de aquel destino fatal. En El teniente Gustl el flujo de conciencia del narrador nos acercaba a su precipicio, sopesando también el suicidio. En Tardía fama la fama se convertía en algo episódico que inflamaba al acreedor de la misma para luego dejarlo con un palmo de narices visto que el reconocimiento y la fama son flor de día y que al contrario que los afectos, este sentimiento que por el autor sienten los jóvenes, en especial uno, se agostará a las primeras de cambio. Relato soñado, es una novela al igual que las anteriores breve, poco más de cien páginas, que fue llevada a la gran pantalla en 1999 por obra de Kubrick bajo el título de Eyes Wide Shut, con una duración de dos horas y cuarenta minutos que recuerdo haber visto sin que me dejara apenas ningún recuerdo. Sí que hubo mucho ruido porque en aquella odisea sexual Nicole Kidman se desnudaba.

Publicado en 1926, Schnitzler, al que Freud consideraba su doble literario, reflexiona en esta introspectiva novela sobre los sueños, el deseo y la muerte. El médico austriaco Fridolin –que en manos de cualquier programa del corazón, apostillaría encontrarse “felizmente casado” y ubicado ya en el punto en el que le sobra todo lo que va después del Te quiero (ella), Yo, también (él)- padre de una hija de seis años le confiesa a su mujer Albertine una aventura que no llegó a consumar en un lugar de veraneo. Albertine por su parte le hace partícipe a su cónyuge de una situación análoga que experimentó con un marinero, un juego de miradas abortadas abruptamente, por ende, su matrimonio puede determinarse como algo casual, fruto del azar (por mucho que uno luego se amolde a lo de “mi media naranja” “el amor de mi vida” y demás enunciados que dejan todo atado (en apariencia) y bien atado y también precario, cuando el deseo viene a ser como poner puertas al mar, un flujo imposible de domeñar.

Fridolin acude con su mujer a un baile de máscaras y al sentirse observados e incluso deseados, él siente ahí una puerta (no sabe si giratoria) que lo conduce hacia un estado que lo sume en la inquietud, removiendo sus cimientos. En su día a día como médico Fridolin se mueve por distintos domicilios y no le faltan oportunidades de poder iniciar aventuras amorosas con distintas mujeres a las que se les antoja o así se puede ver él a sí mismo como una suerte de príncipe azul. Un día, al acabar su labor y sin ganas de volver con su familia se topa con un amigo de juventud que le comenta con mucho secretismo que va a ir en unas horas a tocar el piano a un lugar donde las mujeres se muestran con toda su voluptuosidad, mientras él tocará con una venda en los ojos, que hace falta una contraseña: una palabra, para poder acceder al inmueble… todo esto a Fridolin al escucharlo le resulta irresistible y tras hacerse con el adecuado atuendo y velado el rostro con una máscara allá que irá con el alma en vilo. No dura mucho en el inmueble, pero sí lo suficiente para sentir el aguijón del deseo, la punción de lo inasible, cifrado en el cuerpo de una mujer que sabiendo que no pertenece a ese ambiente se le arrima y le anima y conmina a irse, si no sólo sí con ella.

Las aguas podrán volver a su cauce ya desinflado el deseo y subsumirse Fridolin entonces en la cotidianidad del hogar, en la mansedumbre de los días clónicos y los menesteres prosaicos, abandonar su cabeza en el tibio regazo de su esposa y ver crecer alborozado a su hija, pero aquella pulsión ahora certeza lo sabe que no deja de ser una naturaleza muerta, pues su ser antes y luego buscará el momento oportuno para desbocarse de nuevo a lomos del impetuoso corcel del deseo.

Acantilado. Traducción de Miguel Sáenz. 2012. 136 páginas.

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El proceso (Franz Kafka)

El proceso de Franz Kafka era un libro que quería leer hacía tiempo. Es una novela inacabada, en la que Kafka comenzó a trabajar en agosto de 1914; inacabada al igual que El castillo y El desaparecido pero que se puede leer perfectamente porque el comienzo y el final lo tenemos. En el desarrollo de la novela quedan capítulos descartados en los que vemos que el protagonista de la novela, Joseph K. tiene intención de ir a ver a su madre (a o que no ve desde hace tres años), o en donde se ve lo bien considerado que K. estaba en ciertos círculos (formado por jueces, fiscales, abogados).

La contraportada de la novela dice que K. es acusado de un crimen que desconoce por jueces

No hay nada de esto en la novela. No se dice que K. haya matado a nadie. Lo que sí hay es un proceso judicial que se inicia contra él cuando un día entran en su domicilio y lo llevan a interrogar. Todo es absurdo, inverosímil (ahí lo aterrador, porque resulta precursor en el devenir de los regímenes totalitarios) porque K. clama su inocencia sin que sepa en ningún momento de qué se le acusa, cuál su delito. En sus investigaciones el lector sabe lo mismo que K. Nada. Luego se cierne sobre él, y sobre todos, una especie de amenaza fantasma, una sombra ominosa, la de un monstruo sin cabeza (un Estado sustentado en una justicia ciega, sorda y arbitraria) que en cualquier momento podría abrir su boca y devorarlo, o bien sencillamente ultimarlo con matarifes de por medio que cumplan órdenes, cualquier orden, por letal que ésta sea.

Desde las primeras páginas la circunstancia de K. resulta en extremo desasosegante, cunde el misterio, la sorpresa, la extrañeza, para luego dejar paso a la zozobra en la que se sume K. quien ve cómo a resultas del proceso su vida se verá alterada, al igual que la imagen que los demás tienen de él, pues el proceso le endosa una mancha de la que no es fácil desprenderse. K. a instancias de un tío suyo trata de aliviar su situación contratando a un abogado del que no saca nada en claro; un pintor, un tal Titorelli, que le explica (en un cuchitril mal ventilado, viciado, asfixiante, que es la atmósfera que impregna toda la narración) en qué puede ayudarlo sin que aquello le resuelva nada; el comerciante Block que pone a K. en antecedentes de lo que supone estar inmerso en un proceso, siempre en la cuerda floja, con el agua al cuello, dando muestras de en qué puede convertirse alguien dominado por la indignidad y la bajeza, siempre esperando y desesperando (como el Drogo de El desierto de los tártaros; espera en la que se consume y desbarata la existencia) o bien un capellán (que forma parte del tribunal) que en la catedral le cuenta a K. una historia que lo sumirá todavía más en la desazón, al tomar conciencia K. de que no hay salvación posible, como si la llegada a la tierra fuera acompañada de un pecado original del que los humanos no son capaces de desprenderse, algo por tanto por lo que tendrán que pagar un alto precio, cuando se les exija, en forma de proceso, por ejemplo.

Muy recomendable es leer el prólogo a la novela de Jordi Llovet.

Franz Kafka en Devaneos

El fogonero
Carta al padre

Lecturas periféricas: El otro proceso de Kafka (Elías Canetti)

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Goethe se muere (Thomas Bernhard)

Tenía sincio de Thomas Bernhard, así que nada mejor que quitarme la gusa echando mano de algún libro suyo. Tiempo llevaba queriendo leer Goethe se muere que reúne cuatro relatos que ofrecen más de lo mismo, pues no hay muchas novedades para aquel que conozca al detalle la obra de Bernhard y haya leído al menos sus relatos autobiográficos, pues sus invectivas contra su familia y contra Austria no son nuevas.

El relato más original, por quedar fuera de esa vorágine de abyección, vileza y aniquilación a la que Bernhard nos subsume, se me antoja el relato que principia el libro Goethe se muere, título que destripa el relato. Goethe se muere y antes de palmarla quiere tener a su vera a Wittgenstein. Un encuentro que no llegará a materializarse. Goethe murió el 22 de marzo de 1832, Wittgenstein el 29 de abril 1951. Bernhard juega pues con distintos planos temporales. Vemos como Goethe vive no sabemos si abrumado o henchido como un pavo real, por el peso de su fama, de su grandeza, la cual disfrutaría en vida, no a toro pasado – recibiendo sacas llenas de cartas de sus admiradores que van a la chimenea y le permiten calentarse por la cara-, como les ha sucedido a la mayoría de los artistas, sean escritores, pintores, o escultores, que como Cervantes malvivieron en vida y los dedos rosados de la Fortuna no llegó nunca a acariciarlos, sino más bien el hocico de la miseria. Vemos la competencia con Schiller, aquel que podía haber plantado cara a Goethe, el cual murió el 9 de mayo de 1805, bastante antes que Goethe y mucho más joven. Además de llevarnos a pensar sobre cómo sería la relación entre dos monstruos como Goethe y Wittgenstein en el caso de que hubieran podido verse finalmente las caras –el relato propone que ambos son coetáneos-, más interesante me resulta el final, pues a menudo esas frases que corren de siglo en siglo hasta hoy en día, como ese “Más luz”, con el que parece que Goethe se fue de este mundo, pudo no ser así, y cambiando simplemente una letra por otra de una misma palabra, una aliteración genial, por otra parte, podemos pasar de la luz a la nada sin despeinarnos.

El segundo relato, Montaigne, es donde más reconozco a Bernhard. El que haya leído los Relatos autobiográficos del austriaco ya sabe el fervor que este sentía por el ensayista francés. El relato es como ir espigando momentos de esa autobiografía con el lenguaje marca de la casa, donde un niño, se ve aniquilado, ultrajado, por sus padres, a quienes detesta y aborrece, padres que desde pequeño lo machacan con sus órdenes, sus directrices, sus mentiras, su hipocresía y lo más doloroso: su empeño en que el Bernhard niño no pise la biblioteca, que no se contamine éste con los libros, con los de filosofía en concreto. Sabemos que una prohibición actúa en el cerebro de un niño como un imperativo, no para no hacer, sino para hacer. Así que el niño, lee y descubre la literatura, descubre la filosofía, descubre el amor por el saber, descubre a Montaigne, descubre sus ensayos, sus tentativas vitales y pasa entonces a ser Montaigne su brújula y toda su familia, una familia que nada tiene que ver con la suya, aquella que tanto detesta y aborrece.

En Reencuentro, Bernhard sigue en la misma línea que el relato anterior y aquí la queja es dual. La que manifiestan dos jóvenes que se ven las caritas pasadas dos décadas, para quienes sus casas -opinión compartida-, fueron cárceles, prisiones, campos de exterminio, La Casa de los Muertos, en donde van a ser aniquilados a no ser que cojan las de Villadiego lo más pronto posible. De fondo las montañas, odiosas por supuesto, tanto como las excursiones familiares a la montaña, dos al año y los cuadros paternos sobre la montaña, y la cítara, la trompeta, el piolet, la vestimenta roja en la montaña, buscando la tranquilidad en la montaña y sembrando en sus hijos la intranquilidad, en la montaña. Un día a día que viene a ser para Bernhard un ochomil sin agua, alimento, ni bombona de oxígeno, ante una madre severa, dura, indiferente y pegadora y un padre duro, despiadado, severo e impertérrito que deja hacer, deja atizar a su carnal. Cabe cuestionarse en qué consiste la educación, pues en el caso de Bernhard convertirse en un réplica de su padre, le asquea, pues su anhelo es precisamente ser radicalmente diferente a su padre, perderlos de vista, al padre y a la madre y no dejarse seducir pasados/posados los años, por los cantos de sirena de un sentimentalismo falso y mendaz como en el caso de su interlocutor, el cual afirma ya al final no recordar nada, quizás como otra forma de romper los lazos, el lastre de la infancia, nada arcádica para esta pareja de amigos, ahora adultos.

En Ardía, Bernhard pone voz a un fulano que está vagando por el mundo desde hace cuatro meses y al tiempo que viaja echa pestes de la Iglesia aniquiladora del Buen Dios. A la gente no se le puede ayudar, dice. Así que pasa del mundo y se retira dentro de sí mismo, al tiempo que nos dice algo que ya sabemos porque lo hemos leído en otros libros suyos, a saber, que Austria es aborrecible, el país más odioso y ridículo. Algo parecido, pero más suave dirá de Noruega, de los noruegos, de Oslo, de su mala comida de su gusto artístico execrable…

Bernhard en estado puro.

Cuando tenga de nuevo mono de Bernhard seguiré con Hormigón, o con cualquier otro. Sobre la marcha.

Alianza. 2012. 120 páginas. Miguel Saénz.

Thomas Bernhard en Devaneos


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