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La escapada (Gonzalo Hidalgo Bayal)

El fortuito y ficcionado (re)encuentro, en el pasadizo de San Ginés (a cuenta del libro de Faulkner Los rateros. Hay precisamente otra novela de Faulkner que lleva por título también La escapada), de Bayal con Foneto, amigo de la juventud universitaria (como estudiantes de Románicas), les permitirá recorrer a ambos un pasado en común en la villa de Madrid, cuatro décadas atrás. La última vez que se vieron data de abril del 77.

Recordar el pasado es dar cuenta arqueológica de un mundo casi ya clausurado y la mejor muestra de ello es hoy en día la figura del quiosquero, labor que emprenderá Foneto una vez desentendido y liberado de las servidumbres estudiantiles postuniversitarias.

Quiosco

El quiosco viene a ser la garita que permite desde dentro la contemplación de una realidad que irá mutando: desaparecen las beatas camino de las iglesias, aquellos madrugadores que compraban los periódicos, los quioscos de música de las plazas, las bandas municipales, las canciones vomitadas al patio de luces mientras se realizaba alguna labor doméstica, la soldadesca en día de libranza durante la mili, y surge toda clase de morralla tecnológica y decibélica, los asomos vandálicos, que convierten las calles y las plazas en campos de batalla etílicos, con zombies resucitados de pupilas dilatadas, en vertederos, con nocturnidad y quien sabe si también víctimas de una sed infinita.

Una vez que Bayal y Foneto se pongan al día (es un decir, ante un presente sin más atributo que la propia inercia) de los pormenores laborales y familiares: eje cartesiano en el que se dirime nuestra existencia, la narración eleva a Foneto como personaje. Foneto despacha con Bayal su día a día (incluidos sus tres romances sin desenlace favorable) sin ninguna épica, lirismo y atisbo de sentimentalidad y es ahí donde entra la literatura y la filología (los cafés madrileños, aguijones (no) literarios, situados ambos dos al margen del mundillo literario, de las velintonias, etcétera), para que Bayal con esos mimbres construya su personaje (Foneto sería el personaje que va en busca de su autor), sacando brillo y lustre a la soledad fonética (no solo vocálica) autoimpuesta, toda vez que para el solitario su ser sea toda su preocupación, ocupación y obligación.

Luce ahí un espíritu estoico, a lo Séneca, eviscerado de las Cartas a Lucilio, donde la clave del éxito, de una felicidad de grado cero, radicaría en no ambicionar ni desear nada, por no someterse a las pasiones, al no llegar ni siquiera a tenerlas. Ese es el espíritu (estéril y práctico) de Foneto, quién por ejemplo, después de haber sido un lector voraz en la universidad, dejará de leer, radicalmente, saturado ya de palabras y letra impresa en su quiosco. Lecturas tan innecesarias como le son las propias palabras, tanto como aquellas metáforas que enmascaran y oscurecen más que aclaran. Un Foneto análogico que rechaza los móviles, los correos, las arrobas, en suma, todo ese fárrago tecnólogico y virtual al que se aherroja gozosamente hoy en día todo hijo de vecino.

Unas cuantas veces se menta en la novela a Sísifo. Cabe preguntarse si la modernidad líquida y sélfica en la que heráclitamente nos bañamos a diario, dimensiona a Sísifo, no ya acarreando ladera arriba la roca, sino jugueteando con un correoso, esquivo y alado balón de playa que ante su sorpresa apenas puede retener.

Se dice en algún momento de la novela que ninguno de los compañeros de clase de Bayal en la universidad lograron cumplir sus sueños laborales. El de Bayal era ser un gran escritor. Peca de humildad el extremeño. Recuerdo que en su día a la novela El espíritu áspero, Ricardo Menéndez Salmón dijo de Bayal que este era el dueño de la prosa más precisa y preciosa del actual panorama literario español. Hiperbólico o no, le asistía (y le asiste) la razón a Ricardo. Esta escapada bayalina, cuya melodía tiene más de réquiem (…la vida es un infijo aleatorio y la muerte un sufijo definitivo) que de nana arrulladora, quizás como respuesta a los frutos de la experiencia (Bayal va camino de los setenta), que la lucidez al cristalizar torna amargos, es otra buena muestra de ello.

Editorial Tusquets. 2019. 303 páginas

Gonzalo Hidalgo Bayal en Devaneos

Nemo
La sed de sal
El espíritu áspero
Paradoja del interventor
Conversación

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Lecturas del 1 de enero al 15 de abril

No va nada mal este año en cuanto a lecturas, más bien al contrario. Es posible que acabe siendo el año de Cesar Aira que junto a Conrad son los autores en los que más voy abundando, de momento. El comienzo de año ha traído la publicación de tres estupendas novelas de mis autores predilectos como Luis Rodríguez, Vila-Matas o José María Pérez Álvarez. Sigo redescubriendo a Onetti, a Handke, disfrutando a su vez mucho en las distancias cortas con las novelas aquí mentadas de Cortázar y Vargas Llosa, u otras novelas recientemente publicadas como La perra de Pilar Quintana o 14 de julio de Vuillard. Algo más extensa, El verano del endocrino, me parece un novelón. Respecto a las autobiografías, Bouillier con sus tres circunvoluciones resulta una lectura insoslayable. De los ensayos, Para entender a Góngora de Micó y los escritos por Isidoro Valcárcel me han resultado muy provechosos. Si hablamos de relatos los de Mew, Ferlosio y Pablo Andrés Escapa son canela fina. Otras relecturas, como Los bosques de Upsala han perdido parte de su impacto inicial y otras sin embargo han ido a más, como Un montón de años tristes. Algunas lecturas han sido mucho menos de lo esperado como El último sueño de Ramón Bilbao, Sánchez, 5, Mil viajes a Ítaca o Helena o el mar del verano. Decepciones mayúsculas como El último barco de Domingo Villar se han visto equilibradas con libros muy sustanciosos como Teoría de la novela y Teoría de la prosa o con el humor desbordante que exuda El fill del corrector o con la serenidad de las Horas extras de Atxaga.

El escudo de Jotán (Rafael Sánchez Ferlosio)
Palomitas (Juan Pablo Fuentes)
La moral del comedor de pipas (Pedro de Silva)
La moneda de Akragas (Andrea Camilleri)
El último barco (Domingo Villar)
Un montón de años tristes (José María Pérez Álvarez)
Los dos payasos (César Aira)
Cecil Taylor (César Aira)
Esta La pastilla de la hormona (César Aira)
Faster (Eduardo Berti)
5 (Sergio Chejfec)
Para una tumba sin nombre (Juan Carlos Onetti)
Diario de la hepatitis (César Aira)
Teoría de la prosa (Ricardo Piglia)
Fábrica de prodigios (Pablo Andrés Escapa)
Los bosques de Upsala (Álvaro Colomer)
Tres circunvoluciones alrededor de un sol cada vez más negro (Grégoire Bouillier)
Horas extras (Bernardo Atxaga)
Algunas formas de amor (Charlotte Mew)
El espejo del mar (Joseph Conrad)
14 de julio (Éric Vuillard)
Historia verdadera (Luciano de Samósata)
Mujeres que trepan a los árboles (Patricia de Souza)
La perra (Pilar Quintana)
El arte del puzle (José María Pérez Álvarez)
Amy Foster (Joseph Conrad)
El copartícipe secreto (Joseph Conrad)
Sebas Yerri. Retrato de un suicida (F. L. Chivite)
8.38 (Luis Rodríguez)
El perseguidor (Julio Cortázar)
Los cachorros (Mario Vargas Llosa)
Sánchez (Esther García Llovet)
El fill del corrector / Arre, arre corrector (Adrià Pujol Cruells, Rubén Martín Giráldez)
Europa, una letanía (Blixa Bargeld)
Después de Troya. Microrrelatos hispánicos de tradición clásica.
Obras (Édouard Levé)
Cuentos españoles del Siglo XIX
Espíritu de aprendiz y otros escritos (Isidoro Valcárcel Medina)
El sueño de Ramón Bilbao (Javier Reverte)
Para entender a Góngora (José María Micó)
El refugio de la memoria (Tony Judt)
Helena o el mar del verano (Julián Ayesta)
El verano del endocrino (Juan Ramón Santos)
Teoría de la novela (Gonzalo Torrente Ballester)
Mil viajes a Ítaca, una visión personal sobre Grecia (Ana Capsir)
Una vez más para Tucídides (Peter Handke)

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La moral del comedor de pipas (Pedro de Silva)

Pedro de Silva (Gijón, 1945) a lo largo y ancho de casi trescientas páginas pone en pie una novela cuyo protagonista es un tal Lucanor, nombre debido al empecinamiento de su abuelo (y a sus lecturas del Arcipreste), al que le adeuda también todo un andamiaje de citas y refranes que Lucanor ira profiriendo mientras va lidiando con los momos, que vienen a ser el enemigo, con el que Lucanor y otros tantos están enfrentados en una lucha sin cuartel, en la que tienen todas las de palmar. Podemos pensar en una distopía, que no me acaba pareciendo tal, pues los elementos de la novela son muy reconocibles en el momento presente, sin avanzar elementos futuristas, ni disruptivos y el tema de los momos, deyecciones gabbianeras aparte, bien pudiera ser un delirio de Lucanor.

El relato se vierte en primera persona, por voz de Lucanor estamos al tanto de su relación con Leti, donde el autor muestra músculo, yendo hacia lo escatológico, abundando en momentos soeces, en escenas de alto contenido erótico donde el amor (se) (a)viene a ser sexo, mientras Leti se alivia con otros y Lucanor con sus momas en sus devaneos oníricos nocturnos, ventilando las estancias con unos cuantos efluvios, a la sazón cuescos, que dan consistencia olfativa y hediondez -si no repelen (o expelen)- a la trama.

Alrededor de Lucanor pululan varias personas con las que se relaciona vía correo electrónico. Con una de ellas estará a un tris de consumar una relación amorosa a largo plazo, si bien no irá más allá de un aquí te pillo aquí te mato, secundada de una noche de polvazos estelares sin continuación pues ella, una heroína con superpoderes, desaparece del mapa.

Los pocos amigos que tiene Lucanor, como Topo, los acabará perdiendo, pues fiel a sus principios, o precipicios éticos no está dispuesto Luca-noooor a abrir la escotilla para complacer a su amigo.

Lo leído me resulta tan absurdo como delirante, pero me gusta la primera persona en la narración, los desvaríos de este Lucanor iletrado y su lenguaje magmático, el desenfado y desenfreno de una historia atípica en la que pareciera que Prometeo tras hurtar y entregar el fuego a los hombres, y con él la llave del conocimiento, hubiera dejado al hombre huérfano de algo, tal que Lucanor anhelase, anhelo que se transforma en una realidad, mantener y avivar dentro de sí, su otro yo salvaje y cavernario, aquel al que renunciaron los momos, como si el progreso, la ciencia y la papilla legal hubieran normalizado y cosificado todo tanto que la única manera de respirar fuera vomitando sobre todo ello a golpe de erupto, cuesco o exabrupto; rumor ciego y asordinado que necesita ser baladro. Algo así es mi sentir de la novela.

Ediciones Trea. 2019. 278 páginas. Ilustraciones de Álvaro Noguera

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El último barco (Domingo Villar)

188, 448, 703… ante esta progresión la siguiente novela de Domingo Villar, que de tratarse de una precuela bien podría titularse El penúltimo barco, se podría ir perfectamente hasta las mil páginas.

En la novela de Domingo Villar, de quien hace 8 años leí la que por entonces era su última novela (la segunda que había escrito, titulada La playa de los ahogados (que ha dado lugar una ruta literaria por Vigo y alrededores); la primera fue Ojos de agua), me siento como el burro que va sin aliento detrás de la zanahoria, siguiendo los pasos de Leo Caldas y Estévez (con muy poca entidad en la novela) por Vigo y alrededores, en Tirán (Moaña) a la búsqueda de Mónica, una mujer desaparecida -hija de un célebre cirujano en activo- al poco de clarear la novela. Van apareciendo pistas en el hogar de la desaparecida, surgiendo personajes, casi todos ellos posibles sospechosos en la desaparicion de Mónica: un ceramista, un luthier, un alumno, un joven que viste de naranja, un pescador…, abundan los diálogos que demuestran el buen oído de Villar, hay momentos curiosos como los que ofrecen el mendicante latinista o el hacedor de instrumentos antiguos, pero camino de la página trescientas tengo la poderosa sensación de que con este trantrán podría seguir mil páginas más o toda una vida, como aquel va va sentado, amodorrado en un vagón mirando a través del ventanal demorándose en la contemplación del paisaje, fundiéndose o absorbido por el mismo.

Una sensación que me acompaña hasta la página quinientas, pues Domingo parece empeñado en demostrarse a sí mismo que sabe narrar, si bien lo leído me resulta romo, plano, a ratos simplón, obsesivo (al final uno lee Elvira y solo ve hoyuelos, lee Camilo y lo ve: adelante y atrás…) y en muchas ocasiones reiterativo como cuando Leo cuenta a la jueza cosas que el lector ya sabe, y que se ve obligado a leer de nuevo, o las continuas digresiones -que parecen ser la marca de agua, o estilo de Domingo-, como los momentos familiares padre hijo que resultaran todo lo entrañables que queramos pero que clavan una punzón, con peligro de muerte, en el corazón del interés de la novela, interés que se avivará en las últimas doscientas páginas, en las que Domingo se ciñe a la investigación, donde todo se precipita, aunque tenga la sensación, que prontamente deviene certeza, de que toda la resolución del caso -a pesar de que Domingo haya estado diez años dándole vueltas a la novela- va muy cogidita con pinzas, sin que pase a abundar en detalles, a fin de no reventarle la sorpresa al que se meta entre pecho y espalda las setecientas páginas de la novela -y no convertirme de paso en El Destripador– a la que le hubiera venido de maravilla una buena poda, a fin de resultar mucho más vigorosa e intensa.