Archivo de la categoría: Literatura Rumana

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El cuerpo. Cegador, 2 (Mircea Cărtărescu)

Concuerdo con el mirífico trovador que cantaba aquello de «non la sopporto la gente che non sogna«. Cărtărescu, en El Cuerpo, Cegador, 2, tanto como en su primera parte de esta trilogía, El ala izquierda, nos invita a soñar, a habitar sus construcciones mentales, que a menudo son dédalos, habitaciones sin puertas ni ventanas. Abordar esta lectura en concreto y a Cărtărescu en general, me lleva a unas palabras que leí de Thoreau: un hombre solo recibe lo que está preparado para recibir, ya sea física, intelectual o moralmente. Escuchamos y asimilamos lo que sabemos a medias. Todo hombre, por tanto, sigue el rastro de sí mismo

Lo repite a menudo Mircea. Mi libro es ilegible, un caracol que secreta su caparazón a cada instante. Es un farol, pero no va desencaminado. Si algún epíteto se le puede endosar a la prosa de Mircea sería el de la voluptuosidad, la capacidad de estimular y azuzar nuestros sentidos, de hacer lo sinestésico algo carnal, de exponernos a paredes verticales de puro hielo, sin más piolet que nuestra fe en el texto.

Estas páginas, 518, con la espléndida traducción de Marian Ochoa de Eribe, son como mirar un tríptico de El Bosco, El jardín de las delicias, por ejemplo, y entender que cada figura, cada objeto, tiene una historia que contarnos, y que más allá del horizonte plano que lo pictórico ofrece, el lienzo muda en diorama y comienza a girar sobre un eje desquiciado ante nuestra mirada, de una forma imparable, proyectando o inoculando en nuestro cerebro, toda clase de sueños o pesadillas, amalgamando dimensiones, civilizaciones, genealogías, mitos, sistemas, incluso el código genético de su autor, deshaciendo nuestra conciencia, aumentándola, dilatándola hasta una cuarta dimensión, ser todo pupila, ojo panóptico totalizador, en el que se cifra el empeño de Mircea, desde su buhardilla bucarestina (un mundo bucarestino, ruinoso, ceniciento, destruido) en Stefan cel Mare, con el poder demi(quir)úrgico que le confiere la punta amarillenta de su bolígrafo con el que irá destilándose, alzando la mirada sobre los tejados para evocar su pasado, a su hermano gemelo, antes muerto y ahora secuestrado, su madre, las miserables comidas de los trabajadores de aquellos años: macarrones y mermelada, las gallinazas, las lavazas, el miedo a hablar porque los securitas estaban por todas partes, la ilusión de pisar el aula y estar con otros niños. El desangrarse sobre un cegador espejo de papel, que nos lleva de Bucarest a Ámsterdam, a los hombres estatua, a Cedric, Coca, Maarten, al barrio rojo, a las flores de carne, al Grial de labios arrugados, al comercio con la mercancía más antigua del mundo. El cubilete entre las manos, los dados (o incluso dardos) de la alucinación y lo real sobre la mesa de cristal: gota de ámbar donde se confinan mundos psíquicos, virtuales, fractálicos, en el que la realidad es solo uno de ellos, ni si quiera el más creíble, porque aquí la mariposa mueve las alas y la imaginación lo cubre y encubre todo, nos ahoga y libera, nos sume y consume, es el yugo que subyuga, el aire viciado que se sueña oxígeno, el interfaz con el que Mircea nos nutre con su tejido cerebral de miedos, recuerdos, visiones, lúcidas reflexiones por boca de Herman, la fantástica Maria, un niño, Mircea, que con cinco años ya empieza a pensar qué pasaría cuando muriera, cuando apurara el vino de la promesa de la inmortalidad, esto es, la de la desaparición eterna.

Al final queda la perplejidad, el estremecimiento, la mente convertida en zigurat, en mandala, en un caleidoscopio que se alimenta a sí mismo. El antaño manuscrito infinito, ahora libro (infinito), leído sobre la mesilla, inoculado en algún pliegue del alma y luego, la mirada sobre el tejado, posada en las personas de las ventanas, librando cada cual su particular batalla. Y luego al cielo, imperturbable, ajeno, enajenado.

Como colofón unas palabras de Mircea:

Tal vez el amor signifique tan solo eso: contemplar el cosmos, dejarte inseminar por la tierna luz de las estrellas.

Impedimenta. 2020. 518 páginas. Traducción de Marian Ochoa de Eribe.

Mircea Cărtărescu en Devaneos

El ojo castaño de nuestro amor
Solenoide
El ala izquierda. Cegador 1
Leer a Cărtărescu

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El ala izquierda. Cegador, I (Mircea Cartarescu)

Esta novela forma parte de Cegador (Orbitor), la trilogía escrita por Cartarescu entre 1996 y 2007. El ala izquierda (la primera parte), había sido publicada por la editorial Funambulista en 2010, traducida del alemán. Ahora Impedimenta la publica con una traducción sobresaliente del rumano por obra de Marian Ochoa de Eribe. Las siguientes partes de la trilogía la completan El cuerpo y El ala derecha.

La página 83 finaliza así: De este libro ilegible, de este libro. ¿Lo es?. No, no es ilegible, pero resulta denso, tanto que puedo decir que gracias a esta lectura he amortizado el María Moliner que he recuperado para la ocasión del vientre de la estantería.

Quien haya leído Solenoide, sabrá que la soledad es un constante vital (es un decir) de los momentos autobiográficos del autor.

Este texto, que devora sin cesar, como el moho o el óxido, las páginas blancas, es el sudor, el esperma, las lágrimas que manchan las sábanas de un hombre solo. (página 115)

Una soledad que se puede ver aliviada en la escritura seminal.

En la página blanca sobre la que me inclino y que no volveré a profanar con la simiente obscena de mi bolígrafo. (página 252)

Una escritura que va de lo pensado, a lo escrito y por ende, a lo existente.

La aterradora imagen de la muerte no es para mí el no-ser, sino el ser sin ser, la vida terrorífica de la larva del mosquito, del gusano, de las caracolas de los fondos abisales, la carne viva e inconsciente que nos constituye a todos. (página 258)

Dice Cartarescu que Bucarest es su alter ego, y a esa ciudad ha dedicado el rumano muchas páginas en su narrativa. Cuando la realidad es gris, monótona, mostrenca y asemeja a una foto fija, cuando la palabra esperanza no forma parte de ningún diccionario ni de ningún prospecto, para rumiar esta indigesta realidad Cartarescu recurre a las enzimas de la alucinación, el ensoñamiento y la imaginación (con cierta fijación por las mariposas, la cuarta dimensión, las galaxias de galaxias, de galaxias de galaxias, ofreciendo de paso lecciones de anatomía y teología, situándonos en la Bucarest bombardeada por los americanos en 1944, o posteriormente con los comunistas en el poder, en Nueva Orleans con un albino, un cura y toda clase de episodios delirantes o ante situaciones circenses hilarantes con un agente de la Securitate de por medio, etc- , al tiempo que pone su memoria al baño Maria, filtrándose e irrigando su narración de recuerdos soñados, de sueños recordados, o sencillamente inventando: Recuerdo, es decir, invento, para llevarnos a su infancia, de la mano de sus padres, incidiendo en recuerdos hospitalarios (tan lúbricos como sórdidos), como si toda la infancia y adolescencia de Cartarescu estuviera impregnada del desagradable olor de la penicilina y fuera su realidad tan inexpresiva, inerte y desesperanzanda como su rostro adolescente. Desesperanza que comparten otras bucarestinas.

No me dijo nada cuando me desperté una mañana, muerta de miedo, con una mancha de sangre en la sábana, entre las piernas. Me trajo tan solo una palangana con agua jabonosa en la que lavé la tela áspera. Cuando entraba de repente en la habitación con su cara de obrera atribulada, con su olor a jabón barato, Cheia o Cãmila, con un plato de sopa en la mano, algo se ablandaba y se escurría en mi interior dejando un vacío insoportable entre las costillas: no quería, ni muerta, hacerme mujer, ir a la fábrica, cocinar, fregar, coser, que mi marido me agarrara por la noche, me arrojara sobre la cama, me montara y me maltratara, como había visto que hacían mis padres a veces. ¿Por que no se iba mi madre de casa? ¿Por que no salía? ¿Qué clase de vida era esa entre la casa y la fábrica, con un solo vestido que duraba varios años, con un sujetador que parecía más bien un trapo de cocina y unas bragas hechas trizas de tanto escaldarlas? Algunas veces iba a la peluquería, de donde regresaba con unos ricitos ridículos que se deshacían al cabo de unos días. Cuando se le hacía una carrera en la media, la llevaba arreglar donde una señora que trabajaba de la mañana a la noche en un cuartucho con escaparate, en el que apenas que cabía un su cuerpo rollizo, como una oruga con vestidos estampados. Sí, mi madre había venido a este mundo para vivir sin alegría y sin esperanza alguna. Por eso no me enfadaba cuando veía que me odiaba. Veía en ella mi desgraciado futuro de pintora de brocha gorda o tejedora o prensadora, pues por aquel entonces no imaginaba que fuera posible otro tipo de vida. Y tal vez no lo sea.

El libro no es ilegible pero ante ciertos párrafos, uno se ve como un ciclista ante las rampas de L´Angliru, o como sucede en la narración, inflamado de deseo ante una mujer impenetrable. Si bien, por otra parte, como se dijera en un diálogo platónico: lo bello es difícil.

El alarido de araña y de mujer encendía la sinapsis y los axones del nucleo geniculado medial y descendía, por los conductos eferentes, hacia el colículo inferior, codificado con la frecuencia de una corriente eléctrica que saltaba por los delgados tubos de los nódulos de Ranvier, para bajar por el núcleo ventral de la cóclea y, filtrado por los complejos olivares superiores del tallo encefálico, llenar el acueducto del nervio coclear.

Si Solenoide logró meterme en la historia de principio a fin, esta novela, a pesar de ser más corta, y quizás por capítulos como el último -que miden muy bien hasta donde es capaz de llevarle a Cartarescu su fértil, impetuosa, torrencial, deslumbrante y desbocada imaginación- no me ha enganchado en su totalidad, resultándome más irregular, a pesar de que haya muchas páginas de gran calidad, porque en algunos momentos, como los postreros, más que conectar, la lectura era una invitación a evadirse y a desconectar, a ensoñarse, trascendiendo lo leído.

Lo cual me viene a señalar que Cartarescu, en mi opinión, escribe mejor ahora que hace 20 años.

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Solenoide (Mircea Cărtărescu)

…este libro que se escribe solo, que no guarda parecido con nada excepto con la vida misma, que se vive solo….

Mircea Cărtărescu (Solenoide)

Toda la literatura consiste en un esfuerzo por hacer la vida real.

Fernando Pessoa (Libro del desasosiego)

Escribir no significa convertir la realidad en palabras sino hacer que la palabra sea real.

Augusto Roa Bastos (Yo el Supremo)

El personaje que narra, alter ego del autor, sobrevive afincado en su soledad infinita, en su tristeza abisal. Labura como docente en una escuela de Bucarest –la ciudad más triste que se haya erigido jamás sobre la faz de la tierra, proyectada y creada como una ruina, según el narrador- la número 86, denominación tan impersonal como presuntamente gris es el personaje, lector compulsivo: Strindgberg, Hamsun, Camus, Thomas Mann, Lagerkvist, Rousseau, Anatole France, Kafka, Voynich…, profesor de rumano que escribe en la sombra, en su viscoso anonimato, que estuvo a un tris de ser algo en los cenáculos literarios cuando les dio a probar sus poemas, La caída, que resultó ser una profecía autocumplida y alumbró un mundo dual, el renacimiento a los 21 años y desdoblamiento del narrador en dos seres, uno el escritor de éxito que hoy en día es Cărtărescu y el otro el escritor en la sombra, anónimo, con un único lector, él mismo, que escribirá sus diarios, vomitando ahí sus delirios, sus pensamientos, sus experiencias oníricas, durante 13 años, que luego cribará al transcribirlo en su manuscrito, con un escritura que no se quiere ficción, ni poesía, ni novela, sí ensayo del yo, sí zapador de sí mismo, sí exploración del algoritmo del ser, sí conciencia del tiempo, sí flâneur de su ciudadela interior, sí escritura como una puerta a dibujar, como punto de fuga, como una huida, como el cric que nos hace trascender, como sustracción: la tercera dimensión que le permita a él y a nosotros escapar de las dos dimensiones del cerco del papel, de la pegajosa y gravitacional realidad, en su lucha sin cuartel contra el tedio baudelaireano, la de una existencia que sería más consumición que consumación, convertido el narrador en aquel fotógrafo que en su cuba de revelado hace aparecer de forma ora realista ora fantasmagórica imágenes mentales de su deplorable pasado que se principia con su mísera niñez -evocando a su hermano gemelo Victor, cuya temprana muerte lo convertirá en un medio hombre (Victor ya aparecía en el libro estupendo de relatos El ojo castaño de nuestro amor), a su padre, tan presente como inexistente, con el cual solo hablará de fútbol y que alguna vez ejercerá su rol paterno haciendo restallar su cinturón sobre la piel no amada de su hijo, a su madre a la que desconoce y deberá parir de nuevo para volver a ser un solo ser y no alguien confabulada con los médicos y enfermeras torturadoras, siempre con agujas en ristre- de su atormentada y enfermiza adolescencia escalando su particular montaña mágica en Voila, de su tediosa época adulta por donde desfilan sus compañeros de claustro, sean Irina, Caty, Goia, Radulescu, Eftene… y con ellos el sexo levítico, el movimiento piquetista, la aventura febril de la visita a la Fábrica, los ajustes de cuentas de un rosario de odio con su sello de oro e ira que marcará en las coronillas infantiles caligrafías de puntos que no suman nada, la sensual Florabela en el límite de la belleza soportable.

Al nacer viene el miedo a lo desconocido, luego arremete el terror a lo conocido: el padre que pega, el colegio convertido en centro de tortura, la soledad como una segunda piel, los sueños de los que se regresa no con una sonrisa sino con una mueca y el rostro demudado, la enfermedad, las jeringuillas, el olor a moho de la penicilina. Un clamor universal sintetizado en una sola palabra: ¡socorro¡. La escritura es aquí topografía de un miedo que es sustrato y sustancia de la realidad, un narrar que es ir más allá de lo evidente, de la cárcel del cuerpo, de la existencia como anomalía de la nada, hacia el no lugar, hacia la utopía de la cuarta dimensión, hacia un mundo de mundos, universos de universos, donde la imaginación demuestra aquí su infinidad.

Este puñado de palabras aquí vertidas son poco más que la sombra desvaída que proyecta este edificio colosal que ha levantado Cartarescu en ochocientas páginas de poética del yo metamorfoseada, de experiencia desnuda y verdadera, de prosa tricotadora, arborescente, pletórica, alucinada y alucinante, la que nos brinda este majestuoso Solenoide, hacedor de un campo magnético subyugante y levitante por cuyo interior circula -una literatura muy poco- corriente.

Mucho tiene que ver en todo esto la hercúlea traducción de Marian Ochoa de Eribe, que creo que le tiene muy bien cogida la medida a Cărtărescu.

Editorial Impedimenta. 2017. 800 páginas. Traduccion de Marian Ochoa de Eribe. Posfacio de Marius Chivu.

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En tierras bajas (Herta Müller)

Herta Müller
Siruela
184 páginas
2009

Leo que este libro de relatos de Herta Müller estuvo censurado en Rumanía. Salvo en Crónica de un pueblo, donde se evidencia que los puestos de mando de las empresas estatales se los reparten entre el Alcalde y sus familiares, el resto no lo veo como una crítica al régimen de Ceausescu -siempre la opción más fácil es buscar culpables en el Estado, en los Otros- sino como una crítica demoledora hacia los habitantes de una aldea rumana, hacia Los Suyos.

La voz que narra, la de una joven, la de la autora, es a quien le zurran la badana tanto el padre como la madre, donde todo se resuelve a golpes (si lloras sin motivo te zurran, si hablas comiendo te zurran…), mientras los hombres cuando no están trabajando, están alcoholizándose en el bar, donde los jóvenes ven el sacrificio de los animales como el pan suyo de cada día, un pan que por supuesto no es candeal, sino gris, ceniciento, incomestible, como el horizonte que los constriñe.

Müller no escamotea nada y su relato más extenso, el que da título al libro, En tierras bajas es sórdido, tétrico, desolador, brutal, violento. No hay un resquicio para la esperanza, para el consuelo, para la piedad: todo es brutal, amargo, desolador, visceral, infernal.

No hay intimidad en el hogar, así que la narradora sabe por ejemplo identificar a cada miembro de su familia por el ruido que cada pis hace en la bacinilla a la hora de mear. Una falta de intimidad y una pobreza (que me recuerda mucho a lo referido por Szilárd Borbély en su libro Los Desposeídos) que genera odio, malestar y una furia ciega.

Acaba el relato así. «Creen que aquello de lo que uno se niega a hablar, tampoco existe».
El propósito de Müller y donde para mí reside el valor de este libro es en dejar un testimonio, para saber que lo que nos cuenta Herta, lo que ella vivió, sucedió, existió.

El resto de los relatos ya no resultan tan salvajes y caen abruptamente en lo anodino, cuyo cenit se alcanza con el relato Día laborable con una prosa plomiza acorde con el tema del relato.