Archivo de la categoría: 2016

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La condición animal (Valeria Correa Fiz)

Un animal que puede sufrir por lo que no es. He ahí el hombre.

E. M. Cioran

Valeria Correa Fiz debuta con este libro. No había leído un libro de relatos últimamente que me hubiera entusiasmado tanto desde que acabé Estabulario. Encuentro en ellos ecos de otros relatos de Giaconi, Nettel, Schwelin, si bien Valeria tiene su propio estilo.

Los doce relatos son variopintos pero tienen elementos comunes y es que todos ellos en mayor o menor medida sorprenden e impactan, recurriendo al misterio, la violencia, la enfermedad, la truculencia, lo fantástico, la locura, la fatalidad…

Una casa en las afueras, el primer relato, nos permite hacernos una idea de por donde van los tiros, las cuchilladas en este caso. La vida interior de los probadores, nos enfrenta a una mente enferma, la de un joven virgen a la que un dinosaurio le susurra malignidades al oído. Perros juega con la vida fiada al tambor de un revólver. Leviatán muestra que la mayor bestia -submarina o no- es la humana. Regreso a Villard es otro toque de ardiente enajenación. Las drogas surgen en Deriva, uno de los relatos más flojos. Las invasiones nos sitúa en el momento anterior al exilio, momento propicio para almacenar recuerdos para la posteridad. El mensajero es para mí un amasijo de interrogantes. Lo he leído seis veces y no sé si lo he entendido bien y ahí se acrecienta su grandeza. Criaturas es un relato doloroso, pero a Correa no se le va mano, sino que hace rechinar el relato en su puño hasta que las últimas palabras se van atragantando en la garganta, o en la pupila, al leerlo y visualizarlo. Lo que queda en el aire es una emotiva historia familiar donde un simple pajarillo será capaz de poner a prueba la condición humana. Aún la intemperie me recuerda a los desolados personajes Rulfianos, siempre carne yerma.
Nostalgia de la morgue es el relato más largo -casi una nouvelle- y mi preferido. Me recuerda a El beso de la mujer araña, con las palabras convertidas en un fuego que conforta, calienta y da esperanza, aislando al silencio y a la soledad, arrinconando el tedio hospitalario. Un relato tierno y brillante gracias a la luminosidad de Estrella.

Páginas de Espuma. 2016. 165 páginas.

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Memoria de chica (Annie Ernaux)

Pero para qué escribir sino es para desenterrar cosas, hasta una sola, irreductible a explicaciones de toda suerte, psicológicas, sociológicas, algo que no sea el resultado de una idea preconcebida ni de una demostración, sino del relato, algo que salga de los repliegues escalonados del relato y que pueda ayudar a entender -a soportar- lo que sucede y lo que se hace.

Sí, Annie Ernaux (Normandía, 1940), desentierra cosas, o más bien ejerce de forense, y dispone sobre la mesa de las autopsias a la joven que fue en 1958, cuando contaba 18 años, el año en que en una fiesta, en un campamento de verano donde trabajaba como monitora, un tal H, un par de años mayor que ella, la besó, la llevó a su habitación, la desnudó, y durante toda la noche (ob)tuvieron sexo. Más él que ella.
Una noche que no es un antes y un después, sino un abismo temporal, el que separa a la niña de la mujer y nubla la mente e inflama los sentidos y le aviva una sed de hombre hasta ahora desconocida. Una noche que le deparará consecuencias de todo tipo y será el núcleo de esta biografía, pues tras esa noche su relación con las otras monitoras y con el resto de sus compañeros e incluso consigo mismo cambia, pues el sexo, como la gota de café en la leche, aunque sólo sea una, aniquila lo inmaculado y todo se vuelve entonces viscoso, fangoso, turbio, tormentoso, fosco e hiriente.

Reflexiona Annie a toro pasado sobre esa noche de sexo, y las siguientes, sobre esa sed que quiso apagar en otros cuerpos, cómo a raíz de esa noche, le llueven apelativos de todo tipo, sobre un conducta juzgada como poco decorosa, cómo el grupo agrede y ella, en esa ocasión es la víctima y objeto de escarnio. Añade Annie más elementos a su biografía como la falta de regla que tuvo durante un par de años, la bulimia que padeció o la relación con su amiga R, que acabó malográndose, refiriéndonos su estancia de pocos meses como criadilla en Londres. Hechos que se refieren en la segunda mitad del libro donde la narración un tanto anémica, languidece.

Lo complicado en un libro como el presente es qué hechos del pasado alumbrar y cuales dejar fuera de campo y luego qué enfoque darles, cómo tratar aquellos hechos que se recuerdan -ya sea recurriendo a la memoria, a cartas o fotografías, como hace Annie- y dotarlos de sentido, si es que esto es posible, o si más bien tiene sentido hacerlo, porque nos guste o no, lo que somos es un pasado capitalizado, un sumatorio de yoes sucesivos en el tiempo y no siempre bien avenidos.

Cabaret Voltaire. 2016. 200 páginas. Traducción de Lydia Vázquez Jiménez.

Marcello Fois

Estirpe (Marcello Fois)

Creo que si no hubiera leído Memoria del vacío antes de leer Estirpe (publicada en Hoja de Lata con impecable traducción de Francisco Álvarez) ésta última me hubiera gustado más. Lo digo porque en Estirpe, Marcello Fois vuelve a tocar parejos temas con el mismo tono que ya trató en Memoria del vacío, como la entrada de Italia en la Primera Guerra Mundial y la sangría que supuso para miles de familias, cuyos hijos murieron en el frente de batalla o volvieron lisiados. En ambas novelas se habla de Gorizia, en la frontera con la actual Eslovenia, convertida en un reducto donde los soldados muertos se contaron por decenas de miles y el terreno no podía absorber tanta sangre derramada. Un conflicto bélico, que en esta novela alcanza también a la Segunda Guerra Mundial.

La historia familiar de esta estirpe transcurre de nuevo en Cerdeña, y no falta el hambre, la miseria, que se ve superada por cierta prosperidad, los pueblos pequeños convertidos en grandes infiernos, las envidias, las rencillas, los odios, las venganzas y una maldad sin límites que se cebará con dos niños pequeños, Pietro y Paolo, que serán asesinados y cuyos cuerpos servirán de pasto para los jabalíes. Los hijos del herrero Michele Angelo y de Mercede, que ven así cómo su realidad es arrostrar un Saturno guloso, que no pierde ocasión para devorar a sus hijos. Si los más pequeños son asesinados vilmente, los otros dos se ven ante un conflicto bélico mundial que los quiere en el frente, al que acudirá uno de ellos y que regresará con los pies por delante, mientras que el otro, contra todo pronóstico, se quedara en el hogar, como única esperanza de la estirpe familiar (en el caso de que tuviera descendencia), dado que el resto de la progenie lo completa su hermana, que se  desposará con un fascista en ascenso.

Fois plasma bien el escozor del deseo impetuoso, el ruralismo áspero y acerbo, la violencia latente y patente, lo jodido que es pelechar en una comunidad pequeña y rural donde tus vecinos, muy proclives al chismorreo y a toda suerte de habladurías, te la tienen jurada y la prosperidad propia es vista como una afrenta hacia el otro.

Trata el autor de condensar cuatro décadas de los comienzos del siglo XX, en Cerdeña, en algo menos de 300 páginas y el resultado no acaba de convencerme, pues no tienen los personajes, ni la historia, la viveza, ni la contundencia y empaque que encontré en Memoria del vacío, con un personaje el de Stochino -al que se hace mención en la novela- muy sugerente.

La narración se fragmenta -hay incluso un relato histórico sobre la genealogía familiar de los Chironi- se diluye y deslee en una polifonía de voces, que no es tal, pues la conversación se ve reemplazada por el silencio enquistado o por el puñetazo en la mesa, la expresividad por una mueca amarga, la esperanza por un luz extinta en la mirada, la melancolía es un ¿te acuerdas de/cuando?, que lejos de confortar, hunde y debilita, en suma: seres dolientes cuyas existencias son vidas a crédito: continuamente tienen que estar pagando, con incómodas y trágicas cuotas, el precio de vivir.

Y a pesar de que Fois exponga algún momento de felicidad familiar, como la excursión de Mercede con sus hijos al mar, lo que abunda en la narración es lo trágico, el pesimismo, el dolor, la fatalidad, y tratándose de una saga, la postrera esperanza, a fin de que la estirpe continúe y podamos leer más novelas sobre los Chironi.

Hoja de Lata. 300 páginas. 2016. Traducción de Francisco Álvarez.

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Pensar y no caer (Ramón Andrés)

Pensar y no caer significa pensar y no cejar, perseverar en la pregunta, no consolidarse, no quedarse ahí, no abonar lo estático, no poner el oído a la tonalidad de la complacencia, no darse por concluido, porque nunca se llega a ser. No asentar, no sentenciar, no solidificar, no tener reparo en hacer estallar la burbuja que nos ha envuelto en su asepsia. No hacerlo indicaría un espantoso terror a la muerte, trabajar en ella y para ella, ser su asalariado. Pensar y no caer es no admitir que los cataclismos y las revoluciones perfeccionan el devenir universal humano, tal como querías Schlegel. Esto es tan erróneo como primario. Tiene algo de infame. Es dar por bueno el castigo, ver ejemplar la corrección que viene de las masacres, propiciadas por los huracanes, las epidemias o por la violenta defensa.

Pienso caer en Ramón Andrés y seguir disfrutando de ensayos como los presentes: amenos, agudos, filosos, certeros.

Ensayos que hablan de la muerte, de la nada, del pan, de la calumnia, de Europa, de la escritura y la tierra, de Dostoievski…

Acostumbrarse a malvivir en grandes núcleos de población, suponer que la naturaleza cumple el cometido de un vertedero al que van a parar los restos del exceso, entender la realidad como confort, da la bienvenida a un mundo que se deteriora velocidad de los utensilios que utilizamos, soñar la seguridad, lo programado, la abundancia y la aspiración almacenarla pertenecen a este hombre posthistórico cuyo inicio anuncia el retorno a lo animal. No por otra cosa ha puesto todas sus fuerzas en idear una felicidad artificial y a hacer de ésta una industria pesada.

Desde la Segunda Guerra Mundial no se habían instalado tantos kilómetros de concertinas, esas alambradas de cuchillas -a una empresa española le cabe el honor de ser hasta hoy el único fabricante europeo- capaces de sajar hasta lo hondo de la condición humana. Si se las llama de este modo es por analogía con el instrumento musical del mismo nombre, un pequeño acordeón octogonal que hizo bailar sobre todo a la Inglaterra del siglo XIX; la alambrada se despliega gual que su fuelle; pero ahora su melodía cambia el canto por el grito.

Porque el libro, al fin y al cabo, no es más con encuentro de voces; lo es la página, lo es el poema, lo es el relato, la memoria, también el pentagrama. Su presencia puede sugerir, por más exagerado que parezca una apetencia antropofágica. Francis Bacon admitía en uno de los Ensayos que ciertos libros deben ser devorados, mientras que otros, más delicados y extremos tienen que masticarse y, después, digerirse.

Hay quienes dedican una vida entera y a veces hasta libros, en descalificar a alguien. El chiste fácil, el apodo lacerante, el diminutivo de menosprecio, el chascarrillo cáustico son el pan de cada día, una especie de gula a la hora de engullir al otro. Flota en el aire un continuo recelo, la costumbre de mirar con el rabillo del ojo, la precariedad del que quiere haber nacido dueño entre los semejantes.

Reflexiones e ideas engastadas en estos ensayos que se sustraen a la mórbida complacencia, a los lugares comunes, al discurso oficial, y merced a la música, la pintura, la historia, la filosofía, la mitología…, convierten su lectura en puro regocijo, en un aprendizaje gozoso, porque el estilo de Ramón -que te saja como si fuera una concertina- y su erudición compartida es admirable, sí admirable, y quizás podamos entender su mirar como amargo, pesimista, aciago (ahí aparecen Nietzsche, Sloterdijk…) pero viendo ahora mismo las noticias de la sexta, solo puedo dar la razón a Ramón, pues constato que esto se va a pique: las barbaridades humanas crecen exponencialmente y la estupidez 2.0 es ya viral.

Editorial Acantilado.2016. 224 páginas.