Archivo del Autor: Francisco H. González

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Cuentos grises (Hugo Argüelles)

De los diez relatos que forman estos Cuentos grises de Hugo Argüelles (Madrid, 1978) destacaría el relato Sólo leen novelas que bien podría formar parte de Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino, pues en el mismo cristaliza todo aquello que en el resto de los relatos deviene anécdota (como ese momento, el final de los viejos tiempos, del que se es consciente a toro pasado) apunte o un gritar en sordina, a saber, un narrador, ora un viajero, ora un funcionario, ora un locutor radiofónico, ora un escritor anónimo (¿el otro es MAH?), vencido por la soledad, la incomprensión, la murria, la incomunicación, víctima de una indolencia vital que imposibilita que sus castillos en el aire enraícen, ante un porvenir cuasi monocromático impreso en un escala de grises; un relato que con mucho humor y buenos ramalazos de sexo, cifra bien la crisis de la pareja, convertida ésta en un monstruo jurásico de dos cabezas lectoras (en papel), que busca su propio espacio, tanto como la compañía del otro y donde la huida de uno mismo consiste en un giro de 360 grados.

En consonancia con lo que se comenta en uno de los relatos y dado que es una información intrascendente, no sé qué pinta poner el currículo laboral del autor (que leo que no tiene ni Facebook ni Twitter. Ya somos dos). Recuerdo que en los primeros libros que publicó un escritor que admiro, figuraba que era funcionario de hacienda, un dato que en los libros posteriores desapareció.

Boria Ediciones, 2017, 96 páginas

Los detectives salvajes

Los detectives salvajes (Roberto Bolaño)

Leí esta novela de Bolaño hace casi 20 años, cuando se publicó. La leí con escaso aprovechamiento y una gran empanada mental. Quería releerla. Respecto al acto de releer pongo aquí las palabras del sabio Juan Goytisolo:

Nuestra percepción literaria y humana de las grandes creaciones novelescas cambia con la edad. Cada relectura, conforme ascendemos al cenit de la vida y luego descendemos de él, descubre lo que no supimos ver en nuestra lectura anterior, y si el lapso transcurrido es de medio siglo, la diferencia entre lo leído y releído es proporcionalmente mayor. Lo que la obra dijo al joven que fui no interesa al viejo y curtido lector. Nuestro yo se ha transmutado y por eso leemos un libro nuevo. Así ha ocurrido con la novela de Hermann Broch, La muerte de Virgilio, a la que me asomé apenas cumplida la treintena, cuando la devoré en su reciente traducción francesa, en el mismo ejemplar marchito que ahora releo editado por Gallimard.

I

La voz narradora es la de Juan, un escuincle virgen de 17 años, poeta, lector compulsivo, integrante de los real visceralistas, que se verá cogiendo de repente día y noche con distintas mujeres, ora Rosario, ora (pro nobis) María, ora Lupe, en una narración impregnada de semen, muy lúbrica (con todo un reguero de mamadas, gargantas no lo suficientemente profundas, masturbaciones digitales, multiorgasmos, polvazos con nocturnidad y alevosía, pollas asfixiadoras y letales como alfanjes…) en sus primeras casi doscientas páginas, donde el sexo y la literatura son los dos pilares de la obra, mientras la narración es leer el diario del joven, sus andanzas por las librerías de DF en 1975, robando libros, leyendo y cogiendo, leyendo y cogiendo, leyendo y cogiendo: sexo y lectura como alimentos primarios, escribiendo sus poemas en tugurios bajo la mirada de las meseras que lo idealizan, con la pretensión de que sus poemas lleguen a formar parte de alguna antología, espectador de las correrías de los escurridizos Arturo Belano y Ulises Lima, de las hermanas Font, de Quim, el padre de las mismas, recorriendo los bajos fondos, donde hay prostitutas como Lupe, patibularios, padrotes como Alberto, y el joven observa, cuenta y toma autoconsciencia de lo que escribe y reconoce que a veces no recuerda, que no sabe, que no entiende y así el correoso diario, es ora una laguna mental, ora un oasis, donde brota el humor, la ironía, los juegos de palabras, los retruécanos, las voces de la calle, con mil referencias a los libros que Juan lee, o quiere leer, o robar, para luego leerlos, o metérselos en vena, vampirizando lecturas ajenas, pues la literatura para Juan no es un alimento primario, como decía antes, sino más bien como una droga dura, lo propio de aquellos para quienes no hay nada más allá de los libros y Juan deja a su tíos con los que vive, para a pecho descubierto y alocadamente -tras tres meses frenéticos- ir a vivir, o sea, encamarse con Rosario, para enfermar y sanar, para perderse y enmadejar sus cuerpos tantas veces como su deseo y sus fluidos les permitan y reaparecer luego bajo las hojas de un libro, a la sombra húmeda, fértil y balsámica de la poesía, para concluir la primera parte de la novela con una alocada y frenética despedida -no sólo de año- y fuga.

Creo que si lees esta primera parte con 20 años es muy posible que sufras unos cuantos derrames seminales, si lo lees con 40, con el cuerpo ya más templado y cierto distanciamiento, el derrame o con(e)moción puede ser cerebral, ante un alud de nostalgia, aunque todos sepamos que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca…

II

Cesárea Tinajero, de la que ya se habla en la primera parte, actúa en esta segunda parte como mcguffin. La narración se fragmenta y cuartea en el tiempo y en el espacio. Se suceden múltiples testimonios que irán arrojando luz tenue sobre Arturo Belano y Ulises Lima. Voces que hablan desde mediados de los setenta hasta mediados de los 90, ubicadas en DF, Barcelona, Londres, Madrid, París, California…

Bolaño va tejiendo una red con su prosa axial, una red donde los personajes se cruzan, interactúan y acuestan (a veces), una red donde caigo sin remisión, donde me dejo asperjar por la prosa de Bolaño, !bendita prosa!, con momentos (hay un sinfín de ellos) como la historia de Auxilio, la de Mary Watson (una micronovela en sí misma), o la de Xosé Lendoiro, que me resultan muy a menudo emocionantes, apasionantes, ante una narración portátil, intensa, vagabunda, andariega, aireada, poderosa, vívida, deslocalizada, reveladora, que se gasta -y nos consume, desarma y quebranta- Bolaño, mediante un maremagnum de entrevistas, algunas de los cuales se retoman para seguir avanzando algo más en los detalles, de tal manera que sobre la oscuridad, la novela irá aportando luz (aunque sea indirecta), y sobre los personajes, que son sombras o poco más que un nombre, ir dándoles sustancia y consistencia; a Arturo, que parece un trasunto de Bolaño y tiene el don de la ubicuidad, a Ulises, a Quim, a Auxilio, a Cesárea, a Xóchitl, a Lupe, a Juan, y a tantos otros, que acabarán una vez finalizada la novela revestidos con una pátina de familiaridad y cercanía, donde todas estas andanzas, aventuras, correrías, amores y desamores y trabajos precarios, de Arturo y Ulises y de su círculo (o corona de espinas) de amistades, se me antojan máscaras que encubren otras cosas: la soledad, el desamparo, la tristeza, en definitiva: ese tempus fugit que nos devora a zarpazos, mientras el correr (o despilfarro) de los años y la consiguiente responsabilidad vaya poniendo las cosas en su sitio y se busquen entonces relaciones serias, en vez de divertidas, y este enunciado que aparece en la novela “la vida era maravillosa y a los problemas los llamábamos sorpresas”, pierda la candidez, para ver ya en la madurez sólo problemas, mientras esa luz parpadeante y siempre distante que es el futuro, nos guiña un ojo o nos saca la lengua o dispone un dedo, sobre sus labios formando una cruz, y pidiéndonos silencio, un silencio fósil: arma filosa que siempre nos hiere de muerte, porque aunque la novela sea una celebración y exaltación de la oralidad, lo que queda al finalizar la novela (con una tercera parte que continua la primera y el sexo se ve reemplazado por la búsqueda por el para mí oximorónico Desierto de Sonora de Cesárea), es su reverso: el silencio y la búsqueda de un “sentido” que son ventanas en blanco por las que se asoma o entra el vacío.

III

La novela entre otras muchas cosas es una mordaz crítica contra el mundillo literario en todas sus manifestaciones y corrientes ya sean editores, escritores consagrados o arribistas, suplementos culturales, criticos literarios (que dan pie a secuencias peregrinas como el duelo con espadas entre el crítico Iñaki y el escritor Belano, a quien no acabo de entender que le siente mal una crítica cuando parece ser que él está más allá de eso) etc, por parte de un Bolaño que creo que nunca quiso vivir de la literatura, sino que escribía para vivificarse -cada palabra escrita, un latido- (perdón por la ñoñez pero a estas horas de la noche y recién acabada la novela, voy que ni toco el suelo, que cantaba aquel) y que hoy ya tiene el rango de clásico moderno. Pitol decía en Una autobiografía soterrada que Bolaño iba camino de pasar a la posteridad.

Si el realismo pasa porque leyendo nuestra vida sea más intensa, Bolaño es realista. Si el visceralismo pasa por convertir la literatura en sangre, leer los Detectives salvajes es una transfusión que no nos salvará la vida, pero que nos hará tomar al menos conciencia de ella, o no, a saber, porque ando bajo el influjo de Bolaño y sé que todo lo que diga ahora mismo podrá ser usado a favor suyo.

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Los Maia (Eça de Queirós)

Hasta el momento solo había leído y disfrutado de lo lindo con piezas breves de Eça de Queirós (1845-1900), como Adán y Eva en el paraíso o Alves & C.ª Era el momento de abordar sus grandes novelas como La ilustre casa de Ramires, El crimen del padre Amaro, La capital o Los Maia, ésta que nos ocupa. Los Maia, publicada en 1888, es un tocho de más de 800 páginas, que no he leído, he devorado. Me recuerda la prosa humorosa y palpitante de Queirós a la de Benito Pérez Galdós, en cuanto a su viveza y su capacidad para subyugar.

Queirós fija su atención en la burguesía, pues los documentos humanos a lo Zola, no aparecen en el texto, o si lo hacen, son siempre para mostrar esa compasión de salón que muestran los burgueses cuando, desde la barrera, algo de ese lodazal mundano y terrenal les salpica, ya sea en la lectura de un poema o al asistir a alguna representación teatral.

Como en Fortunata y Jacinta en Los Maia (novelas publicadas con dos años de diferencia) hay muchos líos de faldas, con señoritos endomingados, que se encaprichan de las mujeres ajenas, dando luz verde a las infidelidades y a los adulterios, convertidas ellas en objeto de culto, diosas de quita y pon, pues la ensoñación de los amados muda en tormento a las primeras de cambio, algo lógico ante amores tan caprichosos, volátiles y etéreos como escurridizos y tornadizos.

El eje de la novela es Carlos, vástago de una familia acaudalada y vida muelle, que vive sin dar un palo al agua, entregado al ocio y al recreo en todas sus manifestaciones. No le faltan amistades -condes, políticos, marqueses, poetas…-que le ayuden a dilapidar su tiempo en toda suerte de fiestas, ágapes, reuniones, espectáculos teatrales, lamerones todos ellos entregados al dolce far niente, que hablan mucho y hacen poco, pues sus proyectos empresariales siempre quedan en aguas de borrajas y desaparecen del porvenir, como pompas de jabón, con la resaca del día después.

La novela no es sólo un folletín donde Carlos irá deshojando la margarita de sus conquistas, aceptando unas (Maria) y rechazando otras (la Condesa) ya que Queirós ejerce la crítica al situar en el punto de mira a la burguesía lisboeta, y no dejará títere con cabeza. Todos estos burgueses hablan de lo mal que están las cosas, de lo imbéciles que son los políticos que les representan, pero no mueven un dedo para cambiar las cosas, asumiendo su fracaso o su imposibilidad, siempre con la vista puesta en otros países, en otras latitudes, donde las cosas son diferentes y mejores que en esa Lisboa de mármol y basura, como se dice en la novela. Un país el suyo que vive de espaldas a la cultura, a la inteligencia, con párrafos demoledores como los dedicados a la prensa, convertida en un pasatiempo inane, que lejos de informar aborrega y entontece, algo esperado cuando los plumillas que emborronan las cuartillas no dan para más. Puyazos hay también para la religión, propiciando momentos descacharrantes como los poemas recitados de Alencar capaz de fusionar la República y el crucifijo en un mismo destino o el uso y defensa de la religión católica por parte de un ateo para imponerse en un debate parlamentario.

La nota gamberra, la polémica, el anticlímax ante tanta situación almibarada y tanto amor idealizado, aquel que irá pinchando los globos del romanticismo reinante será Ega, todo un personaje, un tipo deslenguado, que no se casa con nadie, capaz de soltar por su boca cuantas burradas le vienen en mientes, aportando a la narración un elemento desenfadado, contrapunto de esa corrección e hipocresía en la que se mueven la burguesía, que mantiene una postura oficial de cara a la galería, marcada por el honor, la dignidad, el decoro, pero que luego, fuera de foco, cuando nadie mira, hacen lo mismo que el resto, dando rienda a sus bajos instintos, alimentando una naturaleza que dista muy poco de la del pueblo, cuya bajeza tanto detestan.

Muy ilustrativos son los pensamientos que corroen a Carlos y su falsa moral, cuando ve a Miss Sara retozar con un jornalero. Siempre hay alguna justificación para diferenciar su conducta de la los demás, cuando en el fondo unos y otros hacen lo mismo.

Los devaneos amatorios de la madre de Carlos y la infancia de éste, que se nos refieren en un comienzo espléndido, marcarán el final de la novela, impregnada siempre ésta por el suspense y la fatalidad. Postrimerías en las que Afonso, el abuelo de Carlos, recobra un protagonismo fúnebre y se nos refieren una serie de acontecimientos cuando menos sorprendentes, que para mi estupor la contraportada de la novela (que leo una vez finalizada la novela) ya nos destripa.

Pre-Textos. 835 páginas. 2013. Traducción, prólogo y notas de Jorge Gimeno.

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La familia de Pascual Duarte (Camilo José Cela)

Hace 75 años que Camilo José Cela (1916-2002) escribió este libro, cuando tenía tan solo 26. En él Cela cede la voz a un criminal de un pequeño pueblo de Castilla, allá por 1942. ¿Criminal o víctima?. Pascual se ve acosado por las circunstancias y víctima de una explosiones violentas que no es capaz de refrenar, de tal manera que no hace falta mucho para que corran ríos de sangre. Para Pascual la violencia es como un mar al que no se le pueden poner diques. Hay crimen y arrepentimiento. Un arrepentimiento que siempre llega tarde y que plasma en esta suerte de memorias. Inscrita en el género tremendista esta novela de Cela no me deja indiferente y horada, porque creo que nos permite a nosotros como lectores ir más allá del estereotipo del criminal, y ver qué se esconde detrás del mismo, cuáles son sus raíces, siempre pisando un suelo sanguinolento, cuya avidez de sangre obra en Pascual de abono y de fertilizante.

En lo que queda de año tengo muy claro que seguiré abundando en la obra de Cela, Umbral y Delibes.