Archivo del Autor: Francisco H. González

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Yo el Supremo (Augusto Roa Bastos)

Este año se cumplen 100 años del nacimiento del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos (1917-2005). No se me ocurre mejor homenaje -si acaso hay otro mejor- que rendirle, que leer su obra.

Augusto Roa Bastos exiliado casi perpetuo -cuatro décadas estuvo fuera de Paraguay- escribió en 1973, Yo el Supremo, perteneciente a ese género de literatura con dictadores de por medio que inauguró El señor Presidente (1946) y al que siguieron El recurso del método (1974) o El otoño del Patriarca (1975).

Podemos pensar que leer la biografía ficcionada de un dictador puede ser o bien aburrida (en el caso de asomarnos a un dictador del estilo de Fujimori, que ufanamente decía no haber tenido ningún maestro a recordar) o bien gorestomagante, pues de sobra sabemos lo que deparan las dictaduras y el poder despótico a todos aquellos que no muestran su entusiasmo y fervor con el régimen en el poder. Aquí el dictador, el déspota, el tirano, es el paraguayo José Gaspar Rodríguez de Francia, en el poder absoluto entre 1814 y 1840.

Roa Bastos le saca todo el jugo posible al lenguaje recurriendo a sinonimias, antonimias, aliteraciones, deconstrucciones (enferma-edad, fini-quitan, fide-indigno, sin-ceridad), retruécanos, calambures, erratas (en las que cuesta dilucidar si lo son o no) y a toda clase de juegos de palabras que convierten la lectura de este lenguaje, apabullante, deformado y original, en objeto de experimentación para Roa Bastos a lo largo de casi 600 páginas y en algo gozoso para el lector de facto estupefacto que guste de la continua sorpresa que nos deparará la novela, la cual trata mediante algo tan correoso como el lenguaje evocar ese poder absoluto del tirano, para poco a poco y a medida que leemos, constatar el poder, también absoluto, del lenguaje, aquel que Roa maneja con soltura cervantina, yoyceana, gabrialgarciamarquezana, presentando, construyendo y deconstruyendo la figura de Gaspar Francia, dictador letrado y letraherido cuyas palabras, en su opinión jaulas-atáudes, más partidario de la acción que la palabra, Decir, escribir algo no tiene ningún sentido. Obrar sí lo tiene– vertirá en su Cuaderno privado, en su Circular perpetua, en su Libro de apuntes, textos dictados a su fiel de fechos, su secretario Patiño, anotaciones espasmódicas, dice, este discurso que no discurre, dice, textos que se completan con las notas del Compilador, que dan otro enfoque a lo leído, corrigiendo, confirmando o contradiciendo, pues la narración es como un cubo de Rubik, cada color un enfoque y sobre cada cubo la posibilidad de girar sobre su eje, yuxtaponiendo realidad y fantasía, lo dictado y lo pensado, sueño y vigilia.

Todo comienza con un pasquín fijado en la puerta de una catedral imitando este la letra del dictador, en el que se propone qué hacer ante la muerte -figurada se ve- del tirano, una vez decapitado y su cabeza puesta en una pica por tres días.

La búsqueda denodada del autor material de esa afrenta caligráfica por parte del Dictador, le llevará a quien se aventure a perderse en esta maraña de palabras, a conocer de primera mano, aquellos años en los Paraguay, comienzos del siglo XX luchaba por su independencia, por desprenderse del yugo del Imperio Español sin ir caer en las manos de Brasil o Argentina.

Gáspar no anda falto de autoestima, ni de aires o huracanes de grandeza según vemos:

Yo no escribo la historia. La hago. Puedo rehacerla según mi voluntad, ajustando, reforzando, enriqueciendo su sentido y verdad.

Verá cumplido su cometido de Padre de la Patria al proteger el bienestar común, la libertad, la independencia y la soberanía de la Nación.

Gaspar quiere arreglar el pasado y enderezar el presente. Nada mejor a tal fin que su Dictadura Perpetua.

En mi afán de sacar al Paraguay de la infelicidad, del abatimiento, de la miseria en que ha estado sumido por tres siglos.

El país ha salido ganando. Para la gente-muchedumbre todos sus males se han vuelto bienes, dice.

El pueblo, no la plebe, es el único monumento viviente al que ningún cataclismo puede convertir en escombros ni en ruinas, replica cuando hace ver que no le interesan las estatuas, ni los bustos ni ninguna manifestación escultórica del poder, convertidas siempre en ruinas.

Las críticas que le hacen proceden de extranjeros que pasan por Paraguay y frecuentan y sufren al Dictador. Rengger, Longchamp, los hermanos Robertson, criticando todo ellos el denominado Reino del Terror.

Hasta la página 200 no hay ninguna nota personal sobre el dictador. Su relación con su padre no es nada buena y antes de que este muera, ante la solicitud de su padre de verlo antes de morir: Mi perdón no le protegerá del trabajo de las moscas primero, de los gusanos después. Señor, se trata del alma del anciano. El crápula de ese anciano no tiene alma, y si la tiene es por un descuido del despensero de almas. Por mí que se vaya al infierno.

A pesar de los pesares, el Dictador se siente solo, preso en una soledad tan absoluta como lo es su poder.

Por todas las lejanías he pasado con mi persona mía a mi lado, sin nadie. Solo. Sin nadie. Sin familia. Solo. Sin amor. Sin consuelo. Solo. Sin nadie. Solo en país extraño, el más extraño siendo el más mío. Solo. Mi país acorralado, solo, extraño. Desierto. Solo.

No parece que sobre su conciencia, si la hubiera, pesen las muertes de 68 conspiradores acaecidas cuando se hace con el poder absoluto. Un ratio bajo según él para 24 años de mandato.

Gáspar pasa de exteólogo a repúblico, a Pastor, con el destino de un pueblo forrado en su porvenir. Un Gáspar que apuesta por la austeridad que respeta el culto religioso, pero arremete contra los curas y sus malas acciones.

Despotrica de aquellas misioneros que en lugar de la cruz usaban sus miembros para preñar y no de fe precisamente. Si la iglesia, si sus servidores quieren ser lo que deben ser, tendrán que ponerse algún día de parte de los que nada son, dice.

Para Gáspar la ley lo es todo. Conoce y lee a Monstesquieu a Voltaire, a Racine. No es creyendo sino dudando como se puede llegar a la verdad que siempre muda de forma y condición, dice, pero él tiene muy claro que es el Elegido, pues a pesar de que según él a ningún paraguayo le falte instrucción y puede expresarse en propiedad, esto no le supondrá ninguna amenaza a su poder absoluto el cual no lleva en la etiqueta fecha de caducidad alguna, más allá de lo que la naturaleza le disponga.

Todo lo enunciado es lo que Gáspar dice de sí mismo, ficcionado por Roa Bastos atendiendo a todo lo que tuvo a mano para documentarse y rellenando él los intersticios de la historia, la de Gáspar y la otra.

Al final se agradece el ajuste de cuentas.

Cuando la llama de la Revolución se había apagado en ti, seguiste engañando a tus conciudadanos con las mayores bajezas, con la astucia más ruin y perversa, la de la enfermedad y la senectud. Enfermo de ambición y de orgullo, de cobardía y de miedo, te encerraste en ti mismo y convertiste el necesario aislamiento de tu país en el bastión-escondite de tu propia persona.

Leo casi al final de la novela.

Desde niño, cuando leía un libro, me metía dentro de él, de modo que cuando lo cerraba seguía leyéndolo (como la cucaracha o la polilla, !eh!)

Esto me sucede a mí ahora con esta obra maestra, suprema, o como queramos panegirizarla, donde la escritura es re/di/ab/+solución.

Eterna Cadencia. 2017. 576 páginas. Prólogo de Josefina Ludmer.

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El disputado voto del señor Cayo (Miguel Delibes)

El 15 de junio de 1977 España se enfrentaba a un examen electoral después de casi 40 años de dictadura. Los protagonistas de esta historia ambientada pocos días antes de los comicios son unos jóvenes políticos de izquierda, del PSOE se deduce, que nos permiten un acercamiento a la tramoya de la campaña política desde el interior. Una terna formada por un joven alocado, Rafa, un diputado, Víctor y Laly una mujer progresista que reivindica el papel de la mujer en pos de la igualdad. Su misión consiste en servir al partido y a tal fin deben ir a la busca y captura de los votos de la gente de los pueblos, como Cureña, vecinos a quienes tildan de paletos, a los cuales creen que sería fácil camelar con su retórica y tocando cosas que les conciernen como hablarles del precio del trigo, la colectivización de las tierras, etc. Ganar su voto lo ven fácil, mentalizarlos, no tanto. En ese encuentro entre lo urbano y lo rural, los urbanitas muestran sus aires de suficiencia. En su lenguaje hay una vena dogmática poco pegada a la realidad rural. Camino al pueblo suenan en el radiocasete canciones de la época de Pink Floyd, Leonard Cohen, The Eagles.
Hay críticas hacia al aparato, hacia los cuadros, que viven a cuerpo de rey. Ellos tampoco se sustraen a la autocrítica y al menos Rafa se considera un pequeño burgués que cumple las tres pes: pito, paladar y pereza. Siempre rondándoles la duda de si presentarse a Diputado sirve para cambiar la sociedad o bien para medrar. Hay aires de cambio, la «gente nueva» está por la píldora, aborto, amor libre. Las calles de las ciudades alfombradas de carteles y octavillas. En unas elecciones que ganaría Adolfo Suárez con la UCD.

El cine social italiano, el neorrealismo, se va ya superado por Antonioni. Delibes, como es habitual en sus novelas maneja un lenguaje delicioso. Si en la ciudad estos jóvenes hablan de manera zafia, desastrada, empleando términos como puto, macho… cuando la acción se sitúa en el pueblo Delibes da todo un recital y afloran palabras como: escriña, heniles, cancilla, chiribitas, hornillera, dujos, humeón, tetón, carrasco, cardancha, cárabo, momio, alholvas, chovas, mangar, enterizo, camella, greñura, eríos, almorrón, ringleras, chamosos, restaño, salguera, recial, ejarbe, tolmos, baribañuela, cambera, trashoguero, escañil, taravilla, halda, entre otras.

Cuando los cazavotos llegan al pueblo se encuentran a Cayo, el alcalde, que vive con su mujer y enemistado con el único habitante del pueblo. El antes paleto, en las distancias cortas gana enteros, se muestra eficaz, resolutivo, sabio, conocedor del mundo que lo circunda, sacando provecho y rendimiento de todo cuanto tiene a mano, y no abarata el lenguaje, no lo aligera con palabras huecas, no, porque Cayo habla poco y bien, y si no tiene nada que decir no se entrega en brazos de una cháchara estéril.

Los jóvenes políticos van al pueblo con ideas de redimir a los paletos, de ofrecerles un paraíso a materializar si son votados, y se dan cuenta de que Cayo es el redentor, que no los necesita, que se apaña muy bien sólo, que tiene lo suficiente para vivir, a pesar de que ellos lo consideren pobre, que no depende más que de sí mismo y de la compañía de mujer, una especie de estoicismo que entronca con lo enunciado años atrás por Thoreau en cuanto a reducir las necesidades al mínimo y a no perder el tiempo con aquello que no lo vale.

Esta novela bien nos puede servir como una lección a aprender ante una realidad, la nuestra, cada día más vocinglera y tecnificada, donde se habla de todo sin saber de nada y donde lo que entendemos por cultura es la mayoría de las veces un cascarón vacío.

Sin estar, creo, al nivel de otras novelas que he leído del maestro castellano como Los santos inocentes o Señora de rojo sobre fondo gris, es una novela muy notable, escrita en 1979, que nos sitúa en un momento crucial en la historia reciente de España, y nos permite reflexionar, entre otros muchos temas, sobre las raíces y consecuencias del despoblamiento rural (a Cayo le podría suceder el Andrés de La lluvia amarilla y a éste la demotanasia de la que nos habla Cerdá, en Los últimos. Voces de la Laponia española), sobre si hay alguna necesidad de ser gobernados por políticos incompetentes y sobre qué debemos entender por cultura o el papel que juega la experiencia en nuestra vida interior y social.

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Una cena en casa de los Timmins (William Makepeace Thackeray)

Será una sátira plena de humor y de ironía que no he visto por ninguna parte. Más bien me ha parecido una sandez y un texto aburrido, a pesar de su brevedad, poco más de 50 páginas. Prefiero, por ejemplo el humor de Maupassant. O puestos a satirizar a la clase burguesa me quedo con Los indiferentes de Moravia.

Lo que se nos cuenta es tan trivial como episódico, a saber, una pareja de clase bien, quiere invitar a cenar a sus amigos y aquello se les va de las manos. La cena resulta un despropósito, pues como se diría ahora aquello les queda muy por encima de sus posibilidades y lo único que consiguen tras el nefasto festín es endeudarse. Relatado a modo de travelling fílmico se nos van presentando los distintos personajes que acudirán o acuden a la cena, algo a considerar pues van justos de espacio, se va engordando el pavo de la tragedia y aquello acaba como el rosario de la aurora.

Probaré con otras novelas más extensas que esta, como La feria de las vanidades o La suerte de Barry Lyndon, adaptada al cine por Kubrick, a fin de poder enjuiciar mejor el -de momento presunto- talento de Thackeray.

El acto de leer ofrece hechos curiosos. Leyendo esta pequeñita obra aparecen por ahí el Sancho de Don quijote, a su vez, leyendo Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos esta tarde me encuentro con la ínsula barataria y de nuevo a Sancho. Así son los clásicos, se ganan el fervor no solo ya de la crítica y del público, sino también de los propios escritores.

Editorial Periférica. 2016. 64 páginas. Traducción de Ángeles de los Santos.

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Fray Luis de León

Para hacer frente al desaforado y ofensivo vaciamiento, o abaratamiento de las palabras de las que hablaba el otro día Javier Marías, bien podemos deleitarnos con esta conferencia de Javier Gomá en su loa a la figura de Fray Luis de León y El Cantar de los cantares, donde el abaratamiento muda en encarecimiento de las palabras y del lenguaje.