Archivo por meses: diciembre 2016

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El vientre de Nápoles (Matilde Serao)

En La decadencia de la mentira Oscar Wilde arremetía contra los escritores naturalistas como Zola y afirmaba que el lector no tenía por qué estar expuesto a las miserias de los demás, que el arte –siembre en búsqueda de la belleza-, estaba llamado a otros fines. Matilde Serao (1856-1927), creía precisamente lo contrario.

En 1884 tras la epidemia de cólera que asolará Nápoles, el Rey Umberto I, acompañado de su ministro Agostino Depretis, visita algunas calles populares, y a la vista de la situación, este último exclama: “Bisogna sventrare Napoli”, Matilde Serao escritora -de novelas como La virtud de Cecchina– y periodista –fundadora junto a su marido del periódico Il Mattino y ya en solitario de Il Giorno-, aprovecha la exhortación para escribir una serie de artículos bajo el título Il ventre di Napoli -El vientre de Nápoles- donde dará su testimonio, ella que conoce la ciudad de primera mano -a fondo- incluidos los bajos fondos y no sólo la Nápoles de postal que aparece en las novelas.

No sé si Thomas Berhnard leyó estos textos de Serao, supongo que no, pero lo que Serao transmite en estos artículos es muy parecido a lo que Bernhard hizo en su novela autobiográfica El sótano, cuando describía la situación dantesca que se vivía en el poblado de Scherzhauserfeld en la ciudad de Salzburgo, donde florecían la pobreza y la marginalidad, sin que las instituciones quisieran hacer nada por aliviar la situación de los que allí (mal)vivían.

Serao carga las tintas en sus crónicas contra el Estado, al que demanda un mayor compromiso, dado que las acciones gubernamentales van poco más allá de alguna mejora estética; decisiones tomadas con muy poca cabeza, algo razonable, cuando el que toma las decisiones desconoce la situación que pretender arreglar, así Serao describe el fracaso que suponen las viviendas populares, dado que por muy bajo que se el precio del alquiler de las mismas, siguen siendo muy caras para la gente del pueblo que gana unos jornales miserables tras jornadas de doce o más horas diarias.

Serao apela a la dignidad humana, siendo necesario crear unas condiciones higiénicas y de salubridad que hagan que las viviendas de la gente más humilde sean lugares bien ventilados y luminosos, y no covachas infectas, sin luz ni ventilación, donde se hacinan los más pobres, sin red de alcantarillado, lo que les obliga a vivir sobre sus propias inmundicias y desechos, propiciando toda suerte de vicios y abocando a la degradación física y moral.

Hay apuntes del Nápoles más pintoresco, como esas vacas que recorren la ciudad, suministrando leche a los vecinos y dejando todas las calles alfombradas de mierda, o los mercados callejeros sitos en calles que nunca han sido saneadas, de tal manera que resulta casi imposible transitar sin ellas sin ir al borde de la arcada, de la náusea, del indómito vómito.

Serao apela al Gobierno a abrir más escuelas, a priorizar el gasto público, a instar para que se abandonen proyectos faraónicos, que no mejoran en nada la situación del pueblo, sino que agravan en todo caso su situación, contrayendo el Estado deudas.

Serao expone cuales son los males de la sociedad napolitana, porque no solo carga las tintas contra el Estado, sino que también reconoce en el pueblo napolitano su adicción al juego –muy curioso lo que Serao explica sobre la Smorfia, sobre la ciencia de la clave de los sueños, tal que la sociedad se describe a través de guarismos, ya que por ejemplo decirle alguien que alguien es un 22, es tomarlo por loco- y considera Serao que “La lotería es el aguardiente de Nápoles, la lotería, un juego que no los saca de su pobreza y marginalidad, sino que las más de las veces las agrava, al tener que tomar dinero prestado para poder jugar, propiciado por las usureras locales, las Raffaelas, las Grabiellas, que como una alternativa más rápida y eficaz que los bancos, ponen a disposición de los entusiasmados y esperanzados jugadores las cantidades precisas que luego, los boletos no premiados, irán apuntalándolos cada día más en su desesperación e infelicidad, lo que les conmina a buscar dinero por otros medios, surgiendo así los robos, los hurtos y toda suerte de actos ilícitos.

Serao vuelve a sus crónicas en 1904, veinte años después y constata como las cosas han mejorado, al menos en parte, pero a su vez, las grandes bolsas de pobreza, marginalidad y hacinamiento siguen conviviendo con barrios más lustrosos, saneados y ventilados. Se deshace en elogios Serao hablando de la calle Toledo –tuve la ocasión de alojarme en esta calle durante los tres días que permanecí en Nápoles (fotos: I, II, III) y todo lo que afirma Serao, un siglo después se mantiene-, apela a la ejemplaridad política, tal que no importaría la ideología, sino la honestidad, el deseo de mejorar la situación del Pueblo, siempre y cuando los mejores hijos de Nápoles dedicaran su vida, a través del ejercicio político, a hacer de Nápoles una ciudad esplendorosa, ejemplo y orgullo de sus ciudadanos.

En esa vena idealista Serao ofrece alguna crónica que incide en la fraternidad obrera, que lleva a seis mil obreros a declararse en huelga, a fin de que no despidan a ciento y pico de ellos, o el nacimiento de una criatura en plena calle que permita dar cuenta del espíritu solidario del pueblo, cifrado en toda clase de bienes: cunas, trapos, vestidos…

El libro se cierra personalizando y concretando ese espíritu de Serao en la figura de dos personas que le han marcado: Ettore Ciccotti y Teresa Ravaschieri. El primero, aquel que todos en Nápoles conocían como El Padre, dedicado a mejorar la vida de sus ciudadanos, desde la acción, desde el ejemplo, a quien le retiran su acta de Diputado, a un tris esta de devenir dicha acción en un baño de sangre. Teresa es su madre, a quien Serao admira, ama y venera, y a quien trata de emular en su hacer, en su decir, y estas páginas, estas crónicas son prueba de que Serao tenía el mismo espíritu, la misma necesidad de denunciar la injusticia, el mismo anhelo de dar voz a los oprimidos, el mismo convencimiento de que una sociedad digna sería aquella en las que todos los ciudadanos –electores o no- vivirían dignamente, comiendo caliente a diario, y con una educación pública –suministrada por el Estado- que les permitiese saber leer y escribir, y con la posibilidad de un empleo que los alejara de la mendicidad, del robo, de la perdición.

Gallo Nero ediciones. 2016. 166 páginas. Traducción de Juan Antonio Méndez.

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La muerte de un viajante (Arthur Miller)

Esta espléndida obra teatral la escribió Arthur Miller (1915-2005) en 1949. Leída hoy resulta muy actual, pues todos los temas que se tratan siguen muy vigentes.

El título ya nos da una pista. El viajante, Willy, muere, y lo hace cumplidos los sesenta, cuando después de dejarse toda la vida en la carretera, una vez que le han sacado toda la pulpa, se siente como el hueso de una aceituna que acaba en el suelo de cualquier bar, esperando a ser pisado.

Willy tiene dos hijos en los cuales tenía puestas muchas esperanzas, pero que la realidad desbarata. Uno es un mujeriego y el otro un holgazán. Willy no ha hecho carrera con ninguno de los dos y esto lo trae por el camino de la amargura.

Willy quiere a su esposa Linda, pero no tiene reparo en serle infiel en sus estancias fuera del hogar.

Willy se siente asfixiado, ninguneado, orillado y solo se le ocurre una idea peregrina para arreglar las cosas.

Arthur Miller mantiene el climax desde el principio hasta el frenesí final, cuando todo aquello que está latente vaya aflorando, a medida que todos los miembros de la familia se quiten las máscaras, y surjan los reproches, las acusaciones, las mentiras, las verdades ocultas, y Willy constate que el desajuste entre sus sueños de juventud y la realidad adulta, a veces es tan acusado y tan mortificante, que parece que solo la muerte obrará el milagro de devolverle la paz.

En 1949 el sistema capitalista ya era lo que es hoy: una máquina de picar carne humana.
Miller nos obliga a pensar sobre lo que entendemos por dignidad -sobre las circunstancias que obligan a un tipo corriente a pensar en el suicidio como una solución para mejorar las cosas-, y su hijo Biff, con su espíritu idealista y tarambana, negándose a ser una pieza intercambiable más del sistema, esencia ese espíritu inconformista que sin saber lo que quiere, sabe muy bien lo que no quiere, aquello de lo que -aunque tenga todas las de perder- no quiere formar parte.

Círculo de lectores. 170 páginas. Traducción de Jordi Fibla. 2002

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Julio Llamazares

Luna de lobos (Julio Llamazares)

Debutó Julio Llamazares (Vegamián, 1955) con esta novela escrita con 30 años. En ella registra los ires y venires de un grupo de republicanos que tras finalizar la guerra civil se tiraron al monte; los conocidos como maquis. Un grupo, el descrito en la novela, formado por cuatro hombres: Ángel, Juan, Ramiro y Gildo.

La novela se divide en cuatro partes. 1937 con la caída del frente republicano en Asturias; julio del 36 con el final de la guerra civil; 1943 cuando aún se creía posible que cayera el régimen franquista a medida que caían otros regímenes fascistas y 1946 cuando todo está perdido.

La narración plasma los nueve, años entre 1937 y 1946, que Ángel se tira en el monte. Ángel es el único que resiste, durante todos estos años, mientras el resto van cayendo. La historia de Ángel, maestro de escuela antes del alzamiento nacional, es una lucha contra su destino, un destino aciago porque tiene todas las de perder. Una vez acabada la guerra, la huida es una opción. A medida que pasan los años solo quedan tres opciones: suicidarse, entregarse a sus captores para que lo ejecuten como a un perro y lo dejen tirado en cualquier cuneta, o irse fuera de España. Ángel no valora ninguna de esas tres posibilidades y su único empeño es seguir sumando días, oculto entre las entrañas de las montañas. Una existencia la suya que se va animalizando, pues como él dice deviene una alimaña, o un topo, cuando harto de tanto monte, tanta soledad, tanto frío y nieve, Ángel ose volver al hogar, a hurtadillas, a ver a los suyos: el padre, la madre, la hermana. Familiares a quienes los fugitivos ponen en riesgo con sus fantasmales presencias, pues sus captores muelen a palos a los familiares de los huidos cuando advierten su presencia tras sus visitas.

Volver al hogar, acercarse a esa humanidad que Ángel tanto anhela, será volver a ver lo peor del hombre, toda su inquina, todo su odio, toda la bestialidad -donde los maquis ponen en juego también su ánimo de venganza, que se cobrará unas cuantas vidas-; donde la muerte de Ramiro le permite a sus captores, por ejemplo, exponer su cuerpo chamuscado por los pueblos, como una pieza de caza más, y como un aviso para todo aquel que quiere desafiar al régimen fascista.

Llamazares plasma muy bien ese ambiente hostil en el que se mueven Ángel, Ramiro, Juan y Gildo. Un territorio inhóspito, frío, de nieves abundantes, de montañas escarpadas, donde la montaña se convierte en una matriz nada confortable, que surte poco alimento y ningún consuelo y sí buenas dosis de soledad, desarraigo, exilio, tristeza y desamparo. Una atmósfera que me recuerda a la de La noche feroz de Ricardo Menéndez Salmón, donde la noche a pesar de toda su ferocidad era mucho más benigna y piadosa, que la de los habitantes que la pueblan, con sus odios, sus rencores, su inhumanidad, sus ansias de venganza y de aniquilamiento del enemigo, del otro, del vecino.

El final es paradójico, porque para Ángel dejar las montañas, dejar a su familia y huir a otra parte, -más que una salvación- es otro tipo de muerte, más agónica, mucho más cruel que un tiro a bocajarro.

Luna de lobos fue llevada al cine en 1987 por Juan Sánchez Valdés. La portada del libro es el cartel de la película.

Seix Barral. 1985. 183 páginas.

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Camilo José Cela

La colmena (Camilo José Cela)

El otro día cuando leí El anarquista que se llamaba como yo, de Pablo Martín Sánchez, comentaba que había en la novela muchos personajes, demasiados a mi entender, pues de algunos de ellos simplemente llegábamos a conocer sus nombres.

En La colmena, según nos refiere su autor, Camilo José Cela (1916-2002) -en la nota a la primera edición- encontramos nada menos que 160 personajes, !en 282 páginas! y todos tienen su sustancia. De ahí que el título, La colmena, sea oportuno, pues desde una vista aérea, podemos ver Madrid, y el barrio donde transcurren sus vidas, como quien ve una colmena, donde los humanos son abejas.

La novela discurre en 1942, después de la Guerra Civil Española, y bajo la dictadura de Franco. Las noticias que llegan desde fuera de nuestras fronteras son que la Segunda Guerra Mundial sigue su curso, y que los alemanes tienen las de perder. En aquel entonces Hitler era alguien tan relevante -o así se le veía- como el Papa.

Se pregunta Cela si esta novela es realista, idealista, costumbrista, o naturalista. Lo que resulta evidente es que su lectura permite conocer mejor la España de la posguerra, donde los españoles, más que estar preocupados por el acceso a una vivienda como sucede hoy, estaban deseosos de llenar el estómago, de meterse un buen trozo de carne y proteínas para el cuerpo, pues muchos de ellos vagaban sin oficio ni beneficio, y con más hambre que el gato de la Julia, por esas calles de Dios, de figón en figón, haciendo tiempo o matándolo sin más quehacer que estar de brazos cruzados, esperando la ocasión de ocuparse en algún empleo mal pagado, o en el peor de los casos morar en el catre de un inmueble, en un subsuelo mal ventilado y falto de luz, aquejados de alguna enfermedad; la tisis o la tuberculosis, por ejemplo.

Se habla mucho de la decencia, de la compostura, de guardar las formas; una hipocresía muy patente que rige las acciones de cada uno de ellos, a pesar de lo cual, la naturaleza humana, siempre indómita, busca sus placeres carnales, y no faltan las infidelidades, o la prostitución, cuando entregar el cuerpo a un extraño supone mejorar su situación, al menos temporalmente, y la novela en estos derroteros resulta muy valiente, lo que le supuso a Cela tener que lidiar con la censura, pues aparecen en las páginas, lesbianas, maricas, masturbadores, onanistas, adúlteros y adúlteras…

No falta también algún apunte social esbozado por boca de algún personaje reclamando este un mundo más justo, menos desigual; no ya el advenimiento del comunismo, sino limar las diferencias, tal que como le sucede a este idealista, se hace de cruces al ver como en un cagadero de gente rica, los adornos del mismo, le permitirían a él y otros de su condición comer durante meses. Queda muy bien reflejado el papel que esta sociedad conservadora y retrógrada concedía a la mujer, ya fuera en el rol de hija o de esposa, en cuyo último caso estaban condenadas a procrear hijos que no se podían contar con los dedos de una mano, y a veces, ni con las de las dos y ocupar su tiempo frente a una máquina de coser en la que dejar la vista y las manos; y en todo caso siempre sometidas a la voluntad de los hombres, ya fueran padres, hermanos o esposos, de tal manera que si tenían suerte y les caía la breva de un buen hombre en matrimonio eran afortunadas, pero si les tocaba un calavera que las maltrataba no quedaba otra que soportar al esposo, y arrostrar su destino con resignación cristiana.

La prosa de Cela registra las voces de la calle, tal que la lectura es como ver un documental, pues el narrador, no se entrega a arrebatos líricos y se dedica fielmente a poner negro sobre blanco las voces de la gente del barrio, lo que estas dicen en los bares, en las tiendas, en las alcobas; registrando con tino el habla popular, más o menos llana según quien sea el personaje, muy bien matizado en cada caso, merced a unos diálogos precisos, bien engrasados, que confieren a la narración un dinamismo a ratos vertiginoso, y que si empleásemos términos fílmicos diríamos que el montaje es brillante.

Una novela muy recomendable. Sí, hay que leer más a Camilo José Cela, quien recibió el Premio Nobel de Literatura en 1989.