Archivo de la etiqueta: Miguel Delibes

Cidad

Lo rural, la raíz

Echando la vista atrás compruebo que últimamente en estos devaneos literarios he ido dando cuenta de libros que en mayor o menor medida tienen presente a la naturaleza, el campo, el pueblo, la aldea, lo rural, como su razón de ser.
Es inevitable no hablar entonces de Henry David Thoreau, ese pensador salvaje, defensor de la naturaleza y de los dones que ésta nos brindaba, y que nos legó, entre otros, libros como Walden. Thoreau afirmaba que todo lo bueno era libre y salvaje. Experiencias parejas a las de Walden y más dilatadas en el tiempo las llevó a cabo y recogió Sue Hubbell en su libro Un año en los bosques (que fueron más de doce).
Antonio Cabrera, en libros como El desapercibido nos enseñaba a mirar o a percibir el paisaje de otra manera, o más bien, a apreciarlo. Ya los clásicos, como Virgilio en sus Geórgicas (Campensinadas) agradecía a la naturaleza, pero sobre todo a los agricultores, a los animales de tiro y a los ganaderos su labor, pues la comunidad comía y bebía lo que estos agricultores y ganaderos les ofrecían en su platos y copas, con su esfuerzo y dedicación constante (y a menudo invisible y ninguneada).
María Sánchez pergeña una autobiografía feminista enmarcada en el ámbito rural en su estupendo ensayo Tierra de mujeres. Una mirada íntima y familiar al mundo rural.
A medida que el progreso va desplazando o centrifugando a las personas de los pueblos hacia las ciudades, surge una rivalidad una tensión, cierta desconfianza, entre el pueblo y la ciudad, que recogió muy bien Miguel Delibes en El disputado voto del señor Cayo. En la novela unos jóvenes urbanitas que van para políticos, buscan votos para su causa en los pueblos y en uno de ellos descubren, en la figura de Cayo, la quintaesencia de la sabiduría rural, su verdad, nada pomposa, ni artificial, que les demuestra a estos jóvenes urbanitas que la gente de los pueblos no son como ellos los imaginan: unos paletos y que se puede aprender mucho de ellos si se olvidan los prejuicios y se acerca uno a ellos con humildad.
Otros novelistas como Abel Hernández, regresan a su niñez en el pueblo, con libros cuyo título ya tienen un carácter de pérdida, de ausencia, como El canto del cuco. Llanto por un pueblo.
El vaciamiento de los pueblos, en el momento previo a su abandono total lo recogió como nadie Julio Llamazares en La lluvia amarilla.
Abandono rural y vaciamiento de cientos de pueblos y aldeas en estas últimas décadas que ha dado pie para que autores como Paco Cerdà escriban interesantísimos ensayos como Los últimos. Voces de la Laponia española.
Marc Badal, en Vidas a la intemperie. Nostalgias y prejuicios sobre el mundo campesino, aborda el asunto haciendo un recorrido histórico por la figura del campesinado, su desaparición, para el autor uno de los acontecimientos más significativos del siglo XX, ha pasado sin pena ni gloria y parece no interesar ni preocuparle a nadie.
Recientemente Hasier Larretxea, en El lenguaje de los bosques ofrece una suerte de autobiografía desde el punto de vista de un joven de 30 años que ha vivido en Arraioz, pequeño pueblo navarro del Baztán, libro que tiene mucho que ver con la naturaleza, con los aizkolaris, donde Hasier explicita su contacto con los árboles, con el medio natural, donde aborda el tratamiento de la madera, el necesario cuidado de los bosques, etc, pero también como le sucede a Hasier, esos jóvenes a pesar de apreciar y conocer cuales son sus raíces y su identidad, dejan los pueblos para ampliar horizontes y se trasladan a vivir a una ciudad, pues como apunta Adolfo en su ensayo, Alabanza de aldea, si atendemos a las necesidades de Maslow, y vamos ascendiendo en la pirámide, en un entorno rural mermado poblacionalmente les cuesta cada vez más a estos jóvenes satisfacer sus necesidades de relaciones sociales, éxito, respeto, reconocimiento y autorrealización.

Algunas novelas recientes como Intemperie o El niño que robó el caballo de Atila emplean el habitat natural como elemento desasosegante, como una amenaza. También puede ser el lugar, el pueblo, el sitio donde llega un foráneo, que se convierte en el objeto de todas las habladurías, como en El verano del endocrino de Juan Ramón Santos.
Alabanza de Alberto Olmos y Las ventajas de la vida en el campo de Pilar Fraile, sitúan a una pareja de urbanitas en un pueblo, pero como sus hábitos son los mismos en la ciudad que en el campo, aquello no acaba de cuajar en ningún sentido.

En cuanto a la poesía relacionada con lo rural, la raíz, recomiendo La paciencia de los árboles de María Sotomayor y Memoria de la nieve de Julio Llamazares, bellamente editada e ilustrada por Nórdica.

Gran labor en literatura rural y/o naturalista la que están llevando a cabo editoriales como Pepitas de Calabaza, Errata Naturae o la más joven, Volcano libros, que ha publicado recientemente el espléndido El bosque de los urogallos.

Al hilo de esto os animo a visitar el blog de Faustino Calderón (Los pueblos deshabitados), dedicado a todos los que tuvieron que marchar, que documenta el despoblamiento rural a través de las palabras y las fotografías.

Como todo esta tema me interesa, a medida que vaya realizando lecturas relacionadas con lo aquí expuesto, iré comentándolas y enriqueciendo el texto.

www.devaneos.com

El disputado voto del señor Cayo (Miguel Delibes)

El 15 de junio de 1977 España se enfrentaba a un examen electoral después de casi 40 años de dictadura. Los protagonistas de esta historia ambientada pocos días antes de los comicios son unos jóvenes políticos de izquierda, del PSOE se deduce, que nos permiten un acercamiento a la tramoya de la campaña política desde el interior. Una terna formada por un joven alocado, Rafa, un diputado, Víctor y Laly una mujer progresista que reivindica el papel de la mujer en pos de la igualdad. Su misión consiste en servir al partido y a tal fin deben ir a la busca y captura de los votos de la gente de los pueblos, como Cureña, vecinos a quienes tildan de paletos, a los cuales creen que sería fácil camelar con su retórica y tocando cosas que les conciernen como hablarles del precio del trigo, la colectivización de las tierras, etc. Ganar su voto lo ven fácil, mentalizarlos, no tanto. En ese encuentro entre lo urbano y lo rural, los urbanitas muestran sus aires de suficiencia. En su lenguaje hay una vena dogmática poco pegada a la realidad rural. Camino al pueblo suenan en el radiocasete canciones de la época de Pink Floyd, Leonard Cohen, The Eagles.
Hay críticas hacia al aparato, hacia los cuadros, que viven a cuerpo de rey. Ellos tampoco se sustraen a la autocrítica y al menos Rafa se considera un pequeño burgués que cumple las tres pes: pito, paladar y pereza. Siempre rondándoles la duda de si presentarse a Diputado sirve para cambiar la sociedad o bien para medrar. Hay aires de cambio, la «gente nueva» está por la píldora, aborto, amor libre. Las calles de las ciudades alfombradas de carteles y octavillas. En unas elecciones que ganaría Adolfo Suárez con la UCD.

El cine social italiano, el neorrealismo, se va ya superado por Antonioni. Delibes, como es habitual en sus novelas maneja un lenguaje delicioso. Si en la ciudad estos jóvenes hablan de manera zafia, desastrada, empleando términos como puto, macho… cuando la acción se sitúa en el pueblo Delibes da todo un recital y afloran palabras como: escriña, heniles, cancilla, chiribitas, hornillera, dujos, humeón, tetón, carrasco, cardancha, cárabo, momio, alholvas, chovas, mangar, enterizo, camella, greñura, eríos, almorrón, ringleras, chamosos, restaño, salguera, recial, ejarbe, tolmos, baribañuela, cambera, trashoguero, escañil, taravilla, halda, entre otras.

Cuando los cazavotos llegan al pueblo se encuentran a Cayo, el alcalde, que vive con su mujer y enemistado con el único habitante del pueblo. El antes paleto, en las distancias cortas gana enteros, se muestra eficaz, resolutivo, sabio, conocedor del mundo que lo circunda, sacando provecho y rendimiento de todo cuanto tiene a mano, y no abarata el lenguaje, no lo aligera con palabras huecas, no, porque Cayo habla poco y bien, y si no tiene nada que decir no se entrega en brazos de una cháchara estéril.

Los jóvenes políticos van al pueblo con ideas de redimir a los paletos, de ofrecerles un paraíso a materializar si son votados, y se dan cuenta de que Cayo es el redentor, que no los necesita, que se apaña muy bien sólo, que tiene lo suficiente para vivir, a pesar de que ellos lo consideren pobre, que no depende más que de sí mismo y de la compañía de mujer, una especie de estoicismo que entronca con lo enunciado años atrás por Thoreau en cuanto a reducir las necesidades al mínimo y a no perder el tiempo con aquello que no lo vale.

Esta novela bien nos puede servir como una lección a aprender ante una realidad, la nuestra, cada día más vocinglera y tecnificada, donde se habla de todo sin saber de nada y donde lo que entendemos por cultura es la mayoría de las veces un cascarón vacío.

Sin estar, creo, al nivel de otras novelas que he leído del maestro castellano como Los santos inocentes o Señora de rojo sobre fondo gris, es una novela muy notable, escrita en 1979, que nos sitúa en un momento crucial en la historia reciente de España, y nos permite reflexionar, entre otros muchos temas, sobre las raíces y consecuencias del despoblamiento rural (a Cayo le podría suceder el Andrés de La lluvia amarilla y a éste la demotanasia de la que nos habla Cerdá, en Los últimos. Voces de la Laponia española), sobre si hay alguna necesidad de ser gobernados por políticos incompetentes y sobre qué debemos entender por cultura o el papel que juega la experiencia en nuestra vida interior y social.

www.devaneos.com

Señora de rojo sobre fondo gris (Miguel Delibes)

Me alegro de que en el colegio entre los libros que leímos de Miguel Delibes -La hoja roja, El camino- no estuviera este, porque estoy convencido de que no hubiera entendido nada o no le hubiera sacado todo el jugo que tiene.

Cuando Flaubert hablaba de emplear en el narrar la palabra justa, Delibes en esta novela lo cumple a rajatabla, pues en 107 páginas construye una obra maestra, prodigio de concisión, claridad, emoción y alcance.

Un pintor escribe a su hija -encarcelada por motivos políticos, poco antes de que expirara el régimen franquista- una carta que le permitirá al viudo aclarar sus ideas y pensamientos, y recorrer lo que ha sido su existencia al lado de la mujer que ahora le falta, Ana, la misma con la que quería compartir su vejez, la misma que mejoraba la vida de los que tenía cerca, como si su talante, su forma de ser, fuera una varita que por arte de magia hiciera un mundo mejor, la misma que vivía por y para los demás, porque sabía que la felicidad de los seres queridos era la suya, la misma cuya energía y ánimo tiraba de su esposo, ayudándolo cuando los ángeles no bajaban y el lienzo en blanco cifraba su impotencia, la misma que cuando la enfermedad la merma, socava y transforma, decide que no quiere, para decirlo con los versos de Ungaretti Vivir del lamento, como un jilguero cegado, que la estética está por encima de una vida que no sea tal, que no encontrar su rostro en el espejo sería un desconocerse un borrarse en vida.

En un tema como este es muy fácil dejarse llevar por un sentimentalismo garrafonero, por eso la novela me resulta tan meritoria, porque Delibes no se regodea en el dolor, en la tragedia, sino que de manera sutil, progresiva, crea una atmósfera, que en el leer nos destroza por dentro y podemos experimentar un dolor reconfortante al ver lo que la literatura es capaz de lograr, al ver cómo en tan poco espacio y con que profunidad es posible honrar la memoria de un ser querido -Ana, es el trasunto de Ángeles de Castro, la mujer de Delibes, que murió a los 50 años-, con tamaña sensibilidad, de una manera tan bella, tan humana; una novela esta que quizás nos permita dar valor a lo esencial, a aquello que vale la pena, a aquellas personas que cuando nos faltan nos empequeñecen.

Me han gustado mucho las reflexiones sobre el genio creador y sobre la pasión lectora –vicio o virtud– de Ana, en la que todo aquel espíritu lector creo que se reconocerá.