Archivo de la etiqueta: Editorial Mondadori

El alcohol y la nostalgia (Mathias Enard 2012)

El alcohol y la nostalgia Mathias Énarda portada libro Editorial Mondadori
Mathias Enard
96 páginas
2012
Random House

En esta novela del francés Mathias Enard (1972) de 106 páginas, hay mucho alcohol y mucha nostalgia. También sentimiento, sensibilidad, pérdida y desgarro, a lomos de un tren, una bestia de acero, capaz de recorrer los 9.000 kilómetros de Rusia, una Rusia achicada, pero aún grande, a la que acude Mathias, cuando sabe de la muerte de su amigo Vladímir, amante de su ex Jeanne.

Mathias acude a abrazarse con su pasado, a recoger los restos de su relación con Jeanne a rendir homenaje a su amigo Vladímir, a encajar las piezas de este triángulo amoroso, que nunca fue tal, porque al menos dos vértices estaban defectuosos.

Y Mathias querrá acudir al pueblo donde nació Vladímir, porque a menudo uno descubre las respuestas y muchas preguntas viajando, en el camino, a lomos de un tren, desde cuya ventanilla descubrir la piel del paisaje Ruso, evocando recuerdos: las historias que Vladímir le contaba sobre su país, historias de guerras, revoluciones, sangre y fuego, pólvora y vodka. Pero tan importante como las hazañas bélicas lo son las amorosas, esas refriegas, los estragos que causa el amor en toda alma sensible.

El autor en un libro de tan escasas páginas, 106, donde cada página ocupa lo mismo que la palma de una mano, obra el milagro de todo buen libro: sin darte cuenta estás en Moscu, en Perm, San Petersburgo, en Novosibirsk, en las librerías de viejo de París, en el cuarto con Jeanne, de copas con Vladímir, mientras notas como algo se va escarchando dentro de tí, contrayendo, solidificándose, algo que en las últimas páginas es puesto al fuego de los acontecimientos, en las brasas o al rescoldo del amor, en un grito desesperado ante las Puertas del Cielo o del Infierno.

«Las páginas de los libros son pétalos que roe el escarabajo verde del olvido» (pág 87).

Ninguna necesidad (Julián Rodriguez 2004)

Ninguna necesidad Julián Rodríguez

Julián Rodríguez
Editorial Mondadori
128 páginas
2004

Un buen día estaba leyendo un libro de Imre Kerstz, Fiasco, y juro que lo intenté y me fajé, pero después de unos cuantos días lo devolví a la estantería. No es que estuviera condicionado por el título, que creyera que contenía la semilla de algo que se autocumpliría. Lo que me trabajó el higado hasta llevarme a la lona, obligándome a tirar la toalla fue que el bueno de Imre, iba encadenando en su escritura paréntesis en cascada, guardando el significado en el interior de algo similar a una matrioska. Yo quería leer, y aquello parecía una clase de matemáticas con sus paréntesis (corchetes no) y al final cada frase era un jeroglífico, un laberinto de puertas (paréntesis) que se abrían y cerraban y me recordaba mis años mozos, cuando hacía psicotécnicos, contando paréntesis y dando cuenta ante mí mismo de mi buena agudeza visual. Desde entonces los paréntesis me sientan mal a las púpilas, así que cuando Julián Rodríguez, a la sazón autor del libro, empezó por ahí (seis paréntesis en dos páginas primerizas) saltaron todas las alarmas. Como la novela es cortita, 113 páginas, algunas con un par de párrafos y con los capítulos que hacen mención a cada día de la semana separados por páginas en blanco, lo que es la chicha del libro da para un par de horas, así que los paréntesis han resultado un mal menor.

Nada había leído de Julián Rodríguez y a todo escritor hay que darle una oportunidad (aunque la falta de tiempo juegue en nuestra contra). El libro no me ha disgustado, no hay razón para ello, aunque en ningún momento ha removido en mi interior el caldo espeso de los sentimientos, ni ha depositado su lectura zarzas en mi corazón: no digo más (que en cualquier momento saco el Bolígrafo de gel verde y la lío). Vamos, que ni fu ni fa. ¿Ataraxia?. Parecido. Ningún escalofrío, ninguna carcajada, ningún brillo especial en la mirada, mientras iba leyendo las andanzas de El Muerto, narradas por ese amigo suyo con el que compartió tiempo y vivencias.

El Muerto, va camino de serlo, y su amigo, el narrador de la historia, va al hospital. Allí le dicen que su amigo está en la antesala del más allá, cioé, le queda una semana para palmarla. Así que en una semana, tiempo más que suficiente para crear el mundo (hasta que el Papa diga que el Mundo no se creó en 7 días, demos por bueno el plazo) y también para que en ese lapso de tiempo transcurra una historia, que se alimenta no obstante del pasado, de los recuerdos que afloran en las fotos que el narrador se lleva de la casa del Muerto.
Ahí están el pueblo, la playa, los viajes, los aviones, y demás piezas de recambio de la maquinaria humana.

El libro está lejos de resultar sentimental. Se va al otro lado, al desapego emocional y parece que los seres humanos salieran o hubieran vivido en búrbujas, como los tripulantes de la película Alien. La pérdida de un ser querido convertido en un ejercicio de memoria, en un acto de reflexión, un alto en el camino, que no les impedirá al resto seguir viviendo sus vidas o sus muertes (como casi todas las muertes).

Blog de Julián Rodríguez

Alberto Olmos

Ejército Enemigo (Alberto Olmos 2011)

Cuando oigo hablar de la novela perfecta (que a menudo se emplea para calificar una novela) me descojono. Estoy de muy buen humor últimamente y sandeces como esa me llevan a la carcajada. Me pregunto en qué consiste la novela perfecta. Supongo que será algo parecido al polvo perfecto, al amanecer perfecto, a la estocada perfecta, al padre perfecto, a la siesta perfecta, al pareado perfecto, a la misa perfecta. Quién establece los indicadores. Quien fija los baremos. Quien analiza los resultados.

No existe la novela perfecta. Existen palabras en un papel. Negro sobre blanco.

El autor hace lo que puede, lo que roba a la realidad, lo que araña del pasado y añade lo que su cerebro segrega y luego el lector hace el resto, remata la faena. Hay lectores perezosos, indolentes, que no quieren experimentos ni sorpresas, amentes de lecturas grises como sus vidas y otros que se entregan, que se ofrecen, abiertos a experimentar nuevas sensaciones, los gastrónomos literarios para entendernos.

Cuando leo a Alberto Olmos siempre pienso que el hombre lo hace a medio gas, sin darlo todo, conteniéndose, como si escribiera con el freno de mano echado (sin animarse a desplegar esa prosa potente más a menudo, como sí sucedía en El Talento..) y no será porque Olmos no se explaye y explicite a gusto, en algunos momentos del libro, en especial en materia sexual, donde Olmos se despacha agusto creando un paisaje naturalista embutido de pollas, coños, masturbaciones, sexo anal, sexo oral, cintos, carne fresca a granel, rezumante de semen, de oquedades saciadas, donde el protagonista Santiago se nos va por la vía seminal un día y al otro también. Me gustaría leer un libro de Olmos donde el protagonista tuviera la mala leche (y esa prosa magnética) que destila en su blog, Lector Mal-herido, donde ahí si que no hay freno de mano y todo fluye sin mirar atrás.
Sigue leyendo