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Julio Camba

Mis páginas mejores (Julio Camba)

A Julio Camba (1884-1962) lo voy leyendo poco a poco. Primero leí sus Crónicas de viaje, que publicó Fórcola, luego sus Caricaturas y Retratos, que también publicó Fórcola y ahora acabo de terminar Mis páginas mejores, editado por Pepitas de calabaza, donde el propio Camba, selecciona lo mejor de su producción. No estoy del todo de acuerdo con Camba cuando afirma que un escritor sabe seleccionar qué es lo mejor de lo que ha escrito. A veces la idea que un escritor tiene de su obra difiere de lo que piensa de ella la crítica o su público, pero bueno, Camba coge lo mejor y va espigando artículos, crónicas que van de 1907 a 1956, con tres ensayos al final del libro en los que a Camba se le ve preocupado con el paso del tiempo y una muerte que se va perfilando en el horizonte.

Un libro como este tiene cosas buenas. Una es que te ríes sin parar, porque el humor, la ironía y la retranca del gallego es incomparable. El humor que se gasta Camba me recuerda al de Jardiel Poncela, o ahora, al de José Luis Cuerda. Otra es que de esta manera, uno puede acceder al mundo Camba, si no lo has hecho antes, aunque creo que después de leer estas 150 crónicas lo propio es ir a los libros editados que las recogen: Un año en el otro mundo, Playas, ciudades y montañas, Aventuras de una peseta, La casa de Lúculo, Haciendo de República, Sobre casi todo… Creo que Joyce Carol Oates y Camba serán los autores a día de hoy cuya obra está más desperdigada en España en un buen número de editoriales, en beneficio del lector. Lo cual en el caso de Camba, me alegro, pues creo que la necesidad de leer a Camba sigue ahí, y libros como el presente la palian.

Los viajes de Camba por muchos países y ciudades, tales como París, Londres, Berlín, Nápoles (su crónica La levadura de Nápoles es muy parecido a lo contaba Matilde Serao en El vientre de Nápoles), Nueva York y un largo etcétera, sustancian sus crónicas en las cuales siempre surge la comparación entre lo local y lo foráneo. Unos viajes que a Camba, merced a ese afán por contrastar le lleva a conocer mejor el espíritu patrio. Una constante en sus crónicas es también la gastronomía. Camba gustaba de la comida y de la bebida y es curioso que las crónicas más extensas del libro, sean las dedicadas a la carne de buey inglesa y a las sardinas, lo que le da pie para elaborar unos microensayos sociológicos. Muy divertido de leer es lo relativo a la distinta manera de viajar de los alemanes (a los cuales todo lo que ven les resulta Kolossal), yankies (preocupado por saber el coste de todo lo que se ofrece a su mirada) o británicos (a los cuales les gusta viajar a los paises exóticos a condición de encontrarse en ellos como en su casa. El inglés en el extranjero es tan inglés como en Inglaterra. Es inglés siempre; es siempre turista). De los alemanes dice que no hay pueblo en Alemania. No hay esa fuerza inmensa, profunda, inconsciente, peligrosa y alucinante que se parece al mar y que se llama pueblo. Ya en los Estados Unidos, o Engomados, pues dice Camba, que la goma de mascar es el paraíso artificial de este pueblo, se maravilla de esa sociedad fordista que hace todo en serie, ya sean las narices, los trajes, el humor, incluso los crímenes. Y cómo no, Camba acaba diciendo que no es que los americanos no sepan cocinar. Es que no quieren hacerlo.

Si Camba se lee hoy con deleite es porque sus crónicas resultan vigentes, a pesar de que el mundo que Cambia conoció y diseccionó con su agudeza y buen quehacer literario, haya cambiado en buena medida. Uno lee las crónicas que escribió cuando la República se aupó al poder, donde comenta el empeño por quitar de la vista de los ciudadanos todas las placas con nombres monárquicos, y no puede menos que pensar en lo que sucede hoy con las placas de los militares franquistas, dice Camba: «tuve que irme convenciendo de que son legión los republicanos que, habiéndose creído durante la Monarquía partidarios de un cambio de régimen, no fueron nunca, en rigor, más que partidarios de un cambio del nombre del régimen» o cuando escribe sobre La libertad de cultos «La República tiene mala suerte. La mala suerte de no encontrar problemas para sus soluciones y de que, por tanto, estas soluciones no puedan lucir«.

En alguna ocasión creo que Camba desbarra como lo que afirma en su crónica Divorcio: Más valdría seguir a la antigua española y hacer como aquel caballero que, al pasar un día por delante de su casa, le dijo a su amigo que iba con él -¿Tendría usted la bondad de esperarme un rato? La verdad es que ya que estoy aquí, no quisiera desperdiciar la ocasión de darle una paliza a mi mujer; pero no se preocupe usted. Bajaré en seguida…

Pocas veces le he visto a Camba tan explícito como cuando da su opinión, sin veladuras sobre la pena de muerte: «pero yo opino que si somos todavía lo suficientemente bárbaros para seguir matando a los hombres en nombre de la justicia, debemos matarlos del modo más bárbaro posible. Con el garrote. Con el hacha. Con la rueda. A las doce del día, en la plaza Mayor de la ciudad, y no de noche, en el patio de una prisión. Así la modernidad del procedimiento no haría resaltar de un modo tan ofensivo el medievalismo del acto. Aplicado de este modo, o bien resultaría que la pena de muerte era incompatible con nuestra sensibilidad, imponiéndose, por tanto, su abolición inmediata, o bien no lo resultaría demostrándose, en este último caso, que desde el siglo XIII acá la Humanidad no había adelantado nada. Y una vez hecha esta demostración, ¿qué duda cabe de que la pena de muerte pasaría a ser una cosa mucho menos objecionable de lo que es ahora?.

Podría estar aquí hasta mañana poniendo sentencias, máximas, párrafos, aforismos de Camba, pero es mejor que lean este libro, que lean todos. Ese es mi empeño.

Me despido con una frase de Camba.

No olvide usted la máxima de que si la literatura puede enriquecerle a uno, es únicamente a condición de que uno abandone la literatura.

Pepitas de Calabaza. 2012. 295 páginas. Prólogo de Manuel Jabois.

Crónicas de viaje

Crónicas de viaje (Julio Camba, 2014)

Julio Camba
2014
Fórcola ediciones
364 páginas
Prólogo de Antonio Muñoz Molina

Las crónicas viajeras del gallego Julio Camba (1884-1962) no deben faltar en ninguna biblioteca pública ni particular.

En este libro de Camba sus crónicas nos llegan desde ciudades tales como Berlín, Nueva York, Londres, Roma, París, Estambul, Ginebra, Madrid, etcétera, y el humor siempre está muy presente, en ese punto intermedio entre la ironía y el sarcasmo.

El hecho de que sus estancias no se dilatasen en el tiempo, el ser ave de paso, sumado a su aguda mirada, le permite a Camba, asombrarse de todo lo que ve, o bien no asombrarse, pero dar testimonio de primera mano de aquello que es expuesto ante sus ojos, lo cual hace que sus crónicas vayan mucho más allá de la manida información de una guía de viajes, donde la narración siempre es algo lineal, donde todo consiste en ir enumerando los lugares que hay que ver» «donde comer» «donde dormir», y poco más.
Al hilo de esto se menta a Thomas Cook y su Agencia Cook, la cual facilitaría desde mediados del siglo XIX lo que hoy se conoce como turismo de masas, al mover a gente con ansias viajeras por Europa a unos precios asequibles. También se habla de la guía Baedeker, para muchos, en esos años, algo similar a la biblia del viajero.

Camba se ríe de todo y de todos, sin poner trabas a su escritura, la cual resulta muy fluida, y certera en su concisión, rasgando con su pluma cual estilete la membrana de la realidad ante la cual siempre surge, ora lo absurdo ora lo patético de nuestro proceder.

A pesar de que algunas de estas crónicas daten ya de hace un siglo, pues Camba en algunos de estos países estuvo incluso antes de la I Guerra Mundial, a pesar, digo, de que algunas cosas está claro que hayan cambiado (en su crónica de Nueva York y su visita a Coney Island, el racismo todavía era una realidad en los Estados Unidos, y por ejemplo, una de las atracciones consistía en lanzar a la cara de personas negras (y Camba se pregunta si los americanos le dejarían utilizar las palabra personas, tratándose de negros), distintos objetos), analiza, creo que con mucho tino la forma de ser de los británicos, los franceses, los ingleses, los americanos, y los que mejor conoce, los españoles y sus comentarios resultan jocosos, ingeniosos, propios de una inteligencia que trasciende una mirada superficial, en pos de una mayor profundidad, donde se cifra su talento, pues lo que ofrece Camba no es tanto el ir dando cuenta del reguero de sitios visitados, hacer de los lugares comunes su materia prima narrativa o dejarse llevar por los tópicos, sino el mostrar al lector qué tipo de personas viven allí, y cómo son, y en qué se diferencian unos de los otros, en ese momento histórico que les ha tocado vivir (así podemos entender también estas crónicas como un fresco histórico, valga el oximorón, de las décadas de los años 10, 20,30 y 40 del siglo XX) y cual era también la fisionomía de esas ciudades en las que vivían, como lo que escribe Camba sobre esos rascacielos neoyorkinos donde hay toda suerte de tiendas y donde uno puede encontrar casi de todo, que el autor asemeja a «calles verticales«, o la diferencia entre las calles de Londres, París, o Nápoles, donde las primeras son como las vías de un tren que sirven sólo para desplazar ciudadanos de un lado a otro, las parisinas que son calles para pasear y las napolitanas que son casas para vivir en ellas, ofreciéndonos un buen número de páginas inolvidables (que nos permiten emplear el papel como la pista de despegue para que nuestra imaginación coja vuelo) como por ejemplo las dedicadas al Lago Leman (adonde se dirigen todos aquellos que viven sus vidas en prosa, y por unas días quieren darse el capricho, el lujo, la ilusión o la experiencia de vivir en poesía) en su periplo por Ginebra.

Leer estas crónicas de Camba es otra manera de viajar.