Archivo de la etiqueta: Crítica

Idea de la ceniza

Idea de la ceniza (María Virginia Jaua 2015)

María Virginia Jaua
Editorial Periférica
2015
168 páginas

Idea de la ceniza es la primera novela de María Virginia Jaua (Madrid, 1971).

A medida que leemos, a menudo, reverberan en nuestras cabezas ecos de otras lecturas. En este caso, leyendo esta novela, no me quitaba de la cabeza Contra el viento del norte de Glattauer. Aquí, y al igual que en la novela de Glattauer, un hombre y una mujer, avivan su deseo mutuo, mediante correos electrónicos.
La diferencia es que en la novela de Jaua, los amantes sí se conocen, se han visto, han estado unas horas juntas, y una vez separados, disociados, sienten que tienen, que quieren estar juntos de nuevo, que lejos del ser amado, nada vale la pena, nada tiene sentido, nada les reconcilia con el día a día y todo es un estado de espera o desespera, que aflige y lacera. Nada que no sepa aquel que alguna vez se enamoró.

Como a ninguno de los dos les va Skype, ni similares, sino escribir, la manera que tienen de comunicarse, de contarse sus pensamientos, sus desvelos, sus sueños y fantasías, es a través de la palabra escrita.
La narración opera pues como una suma de correos, de ida y vuelta, de afirmaciones y réplicas.

El amor apasionado, en toda relación que se principia, reduce y esclaviza los pensamientos (los muy elevados también) al roce de la piel ajena, la palabra a un jadeo, la esperanza a una carne que tremola al ser acariciada.

Ambos, se escriben, se quieren, se desean, se anhelan, se ven juntos, y les separa un océano y la comunicación virtual es mejor que nada, pero a la postre un artificio, mera tecnología, algo muy alejado de la persuasión de una caricia, de un beso con saliva, de una lengua lamiendo oquedades…

Sienten ambos dos que sus vidas más allá de la distancia, están unidas, telepática, física, intelectual, sexual, escritura y espiritualmente. Ahí es nada.

Y todo lo que empieza acaba. Y (SPOILER) acaba bien, en principio.

La pareja se junta, se ven las caritas, colman su deseo, el oráculo les da la razón. Estaban hechos el uno para el otro. Se casan.
Y luego viene la muerte, y a él se lo lleva.
Y ella pergeña entonces este libro autobiográfico, como epitafio, «como ese monumento a la inexistencia de los otros, a la exclusiva existencia de los nombres, de su escritura, aunque no se hayan pronunciado ni se hayan escrito«.

Jaua antes de acometer la narracion @pistolar, diserta sobre el duelo, sobres esa asunción del vacío que deja siempre el que se va y Jaua nos quiere ahí, a nosotros lectores, para conmemorar este amor suyo completo, pleno, materializado, en su lucha contra los elementos. Un amor a su vez truncado, huérfano, ya, no correspondido, asimétrico. Y ante ese duelo la pregunta no es «qué muere o quién muere, sino qué, de toda esa experiencia, sobrevive».

El camino de los difuntos

El camino de los difuntos (François Sureau 2015)

François Sureau
Editorial Periférica
2015
Traducción de Laura Salas Rodriguez
48 páginas

Supongamos que hay algo que nos atormenta, que nos aflige, que nos reconcome a lo largo de los años. Supongamos que la culpa tiene poderes de los que el amor carece y un rostro que no podemos olvidar. Supongamos que el remordimiento nos obliga a hacer algo. Podemos entonces tomar confesión si somos creyentes y expiar nuestras culpas. Podemos poner fin a nuestra existencia, cesando así nuestro penar. Podemos también emplear la literatura y escribir un libro, y en 39 páginas, dejar por escrito, que aquello que hizo uno hace mucho tiempo, en gran medida, tuvo mucho que ver con la muerte de alguien. Ese alguien, tiene nombre. Ese alguien es Ibarrategui, un etarra, implicado en la muerte, en 1968, del Comisario Melitón Manzanas, que en 1969 huye a París y allí vive, hasta que un buen día no le conceden el asilo al que aspira y lo mandan de vuelta a España, al País Vasco. Algo que Ibarrategui no desea, que él no quiere, porque sabe que le tienen muchas ganas, todavía más, tras haber criticado por escrito el asesinato de Carrero Blanco en 1973, sabedor de que la dictadura ya no existe en España, pero personas con ganas de verlo muerto, muchas. Y así es. Así sucede. Ibarrategui vuelve, y lo tirotean y así muere. Y quien narra esta historia, es uno de los jueces que negó el asilo a Ibarrategui, el mismo, a quien esta decisión torturará ya por siempre. El mismo que 30 años después de la muerte de Ibarrategui irá al País Vasco, hasta el cementerio de Zestoa, donde está enterrado, caminando desde el caserío donde Ibarrategui vivía, sin saber nunca, si ese camino que recorrió era el camino de los difuntos o no. Y si el autor se siente mejor ahora que antes de escribir el libro no lo sé, pero que a mí me ha maravillado lo mucho que se puede hacer con tan poco, he de decirlo. A los amantes de esos libros que se leen en menos de una hora, leerlo. Al resto, por supuesto, leerlo también. No, no se vayan todavía. Ahora supongamos que Ibarrategui no existió, que el relato no es autobiográfico, sino que todo es una ficción que resulta, eso sí, muy veraz. ¿Cómo se les queda el cuerpo?.

Tristeza de la tierra

Tristeza de la tierra. La otra historia de Buffalo Bill (Éric Vuillard 2015)

Éric Vuillard
Errata Naturae
140 páginas
2015

Éric Vuillard en esta novela breve saca brillo a la figura de Buffalo Bill (1846-1917) y nos ofrece otra versión de la historia de este legendario personaje, su cara menos amable, menos conocida.

Buffalo Bill, el creador del entretenimiento de masas, cuyo espectáculo el Wild West Show, fue visto por más de sesenta millones de espectadores a lo largo y ancho de todo el mundo, espectáculo donde intervenían aquellos indios que no habían sido masacrados (y a quienes tampoco se les presentaban otras oportunidades de ganarse el pan), quien fundó una ciudad que llevaría su nombre de pila, Cody, al final, a Buffalo Bill las masas le darían la espalda, la fama también, acabaría arruinado, abocado a trabajar como empleado del circo Sells Floto. La enfermedad se cebaría con él y la parca se lo llevaría, pasados los setenta, cuando Buffalo, se hacía llamar de nuevo Cody, alguien vulgar, uno más, del montón.

A Vuillard le interesa Buffalo Bill, su figura venida a menos, pero le interesa todavía más la imagen de los indios, por eso, creo, en la portada no vemos a un señor con sombrero y bigotes blancos, sino a una joven india, Zitzkala Sa, porque son los indios los protagonistas de esta historia de esta Tierra que está triste, son los indios los que son exterminados, los que son masacrados, los que son barridos de sus territorios, con esos prodigios técnicos que disparan balan y que los matan rápidamente, sin opugnar resistencia, porque había que edificar, porque el tren tenía que llegar a todas partes, porque el Progreso y la Civilización se construían sobre tierra, huesos y sangre.

Es ese relato olvidado, orillado por los vencedores, el que le interesa a Vuillard, porque Buffalo Bill fue alguien que hizo un gran negocio a costa de los indios, a quienes les ofrecía trabajo, sí, a aquellos indios que no fueron exterminados en Wounded Knee, o en cualquier otra acción criminal, en ejecuciones sumarias que la historia luego renombró como «batallas«, indios que debían revivir cada noche su drama, convertido en un espectáculo del que ellos formaban parte activa, espectáculo el que el hombre blanco, siempre ganaba o pisoteaba al indio de turno, que claramente era inferior y tenía todas las de perder.

Vuillard mantiene durante toda la narración un tono vibrante, subyugante, que se cierra con la bella historia de Wilson Bentley, y al igual que éste, uno con su cámara y el otro con su pluma, cada cual da lo mejor de sí, y la mirada de Vuillard, es consciente de que al igual que sucede con la nieve de Bentley, la Historia también se funde, y desaparece y luego viene alguien y la reescribe, y Vuillard, nos ofrece estas páginas, o yo quiero creerlo así, para que cuando veamos fotografías en las que unos indios miran a la cámara, el sentimiento de compasión hacia sus míseras y tristes existencias prime sobre otros sentimientos inoculados por la cultura del entretenimiento y el entontecimiento.

Entrevista a Éric Vuillard:

Monasterio

Monasterio (Eduardo Halfon)

Eduardo Halfon
Libros del Asteroide
2014
122 páginas

La boda de su hermana impele a Eduardo a trasladarse desde Guatemala a Israel, a Jerusalén, junto a su hermano y sus padres, para asistir a la celebración. Eduardo es judío, o al menos ha rezado las oraciones cuando era pequeño, pero no se siente judío o no sigue las tradiciones ni los ritos como lo hacen quienes sitúan la religión en el centro de sus existencias.

El viaje a Israel supone para Eduardo un viaje físico, que le permitirá experimentar lo que uno puede sentir rodeado por esos muros que separan a los judíos de los otros, del enemigo, o acudir a ritos religiosos, que a él, lejos de emocionarlo le producen indiferencia.

Pero no es el suyo sólo un viaje físico, porque ir a Israel le supone también a Eduardo bucear en su pasado, rememorar a su abuelo judío polaco, que fue enviado a Auschwitz con sus familiares (que murieron en el campo de exterminio) y que logró sobrevivir, su abuelo, quien siempre renegó de los polacos a quienes consideraba traidores, su abuelo, quien al rondarle la muerte cerca, le dará su dirección en la ciudad de Łódź para que su nieto vaya hasta allá y sepa algo de sus orígenes, para quizás fijar en su memoria algo de la tradición familiar, pues su abuelo creía que «la historia era nuestro único patrimonio«.

Y sobre este razonamiento es sobre el que la narración (¿autobiográfica?) de Halfon va creciendo y ganando enteros, pues si parece claro que la historia es un patrimonio, a veces, la misma historia familiar es una maldición, para algunos, como en el caso de Primo Levi, quien tras sobrevivir a los campos de exterminio y trabajar luego como químico y escribir obras maestras sobre sus vivencias en los campos de concentración, al final, quiso que sobre su lápida figurase el número que le dieron en el campo, un número que reducía al ser humano, a un objeto, a un número, que no es nada, poco más que un abstracción, seres humanos deshumanizados por sus ejecutores que los tratarían como objetos, como una «carga» que debía ser procesada, como explica bien Daša Drndić, en su libro Trieste, un número, para Levi, ineludible, algo marcado en su piel y ya de forma definitiva también en su espíritu, hasta su trágico final, su suicidio.
Otros, cuando van camino de los campos de concentración o bien ya están en ellos, deciden mudar de piel, escapar a su destino, sortear la muerte como pueden, de la forma menos dolorosa, y se camuflan bajo otras identidades, bajo otros nombres, bajo otras religiones, todo vale para librar la piel, el pellejo, para «salvarse» porque el instinto de supervivencia lo anteponen a cualquier religión, a cualquier sentimiento de comunidad, y ahí, la anécdota de la «niña» de la portada, da lo mejor de Halfon, y Eduardo me recuerda al médico judío que aparecía en la novela Madre Noche de Vonnegut, que de niño había estado en un campo de concentración con su madre, y los dos habían sobrevivido y cuando un vecino nazi le pide que lo lleve ante la justicia para demostrar su inocencia, el médico responde que él no quiere saber nada de todo aquello, que el no es judío, sino médico. Es las dos cosas, pero quiere vivir conforme a lo segundo, porque para él esa tradición familiar, su religión, le resulta más una condena que otra cosa.

Me resulta esta novela de Eduardo Halfon (Guatemala, 1971) un testimonio valioso sobre aquello que entendemos por identidad, sobre qué es aquello que nos hace ser nosotros, en qué medida la religión es un sentimiento natural o una imposición, y hasta que punto los demás pueden o tienen derecho a forzarnos a sentir la religión de una manera única, unidireccional, ajena a todo debate, a toda reflexión. En este terreno, Monasterio, es una obra necesaria, brillante y muy potente.