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Peregrinos de la belleza. Viajeros por Italia y Grecia (María Belmonte)

María Belmonte
Acantilado
2015
312 páginas

Leía este libro de María Belmonte y pensaba en otro de Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad. Sus temáticas en nada se parecen, pero María logra lo que en su día obraba Zweig en ese libro y es que la lectura del mismo sea para el lector algo muy gozoso, una experiencia incluso proclive a la exaltación.

Algo tiene que ver en esto también que uno (el lector) en mayor o menor medida esté prendado por la cultura griega y/o latina, como le sucede a la autora, declarada filohelena. Esa pasión que María siente, logra transmitirla muy bien al lector, y lo hace recurriendo a las semblanzas de ocho personajes, todos escritores y todos ellos masculinos, que encontraron en Italia o en Grecia, su razón de ser, su sitio en la tierra, su tierra prometida. Peregrinos que tenían distintas motivaciones para dejar sus lugares de origen, su mayoría residentes en el norte de Europa, y mudarse al Sur, a fin de realizar el conocido como Grand Tour (que universalizó Goethe, tras publicar su novela Viaje a Italia), ya fuera buscando una mayor permisividad hacia sus tendencias sexuales, o bien la luz y el benigno clima sureño, incluso y aunque resulte paradójico, vivificarse ante la contemplación de ruinas, o monumentos griegos o latinos.

Así, antes nuestros ojos pasarán Johann Winckelmann, Wilhelm von Gloeden, Axel Munthe, D. H. Lawrence, Norman Lewis, Henry Miller, Patrick Leigh Fermor, Kevin Andrews, Lawrence Durrell. A los que hay que sumar la presencia del incasable viajero Bruce Chatwin en su estancia en Grecia, y próximo a Fermor.

Decía antes que todos los personajes, todos estos viajeros, son masculinos. Todos no, cada capítulo se cierra, con un paseo de la autora, que opera como otro personaje más, por los Santos Lugares, recorriendo ésta los sitios por donde siglos atrás anduvieron estos peregrinos de la belleza, estos bebedores de luz, preñados de cielo y mar, buscando una Arcadia, encontrándola y disfrutándola durante un período (más o menos largo) de sus vidas.
Pero no hay que llevarse a engaño, la autora vuelve a Grecia para «entrever tal vez, durante unos instantes la sombra de aquel mundo antiguo desaparecido para siempre en la rueda del devenir».

Si las semblanzas de todos estos personajes resultan subyugantes (mi favorita es la de Munthe. Quiero leerme La historia de San Michele), si uno no puede menos, a medida que vas leyendo, que sentir mucha envidia, ante unas vidas tan intensas y gozosas, tan dadas a esa mezcla de holganza (aunque también hubo quien, como Munthe buscaba continuamente ir al límite, ponerse a prueba físicamente hasta la extenuación para poner a raya el amago de depresión, o el caso de Leigh Fermor, curtido en travesías imposibles o Andrews, otro infatigable caminante) y labor creativa, mediante una escritura que se alternaba, con amenas conversaciones, en villas frente al mar, donde liberados casi todos ellos de responsabilidades familiares, sin progenitores a quien cuidar ni hijos a los que atender, sin ninguna tarea doméstica que alterase su ánimo, en disposición plena y total para la llamada de las Musas, lo que parece claro es que todo tuvo su momento (registrado en las obras que todos estos escribieron sobre sus estancias en Grecia e Italia, obras como Nápoles 1944, La vida de San Michele, Las islas griegas, El coloso coloso de Marisa, Maní, Roumeli, El vuelo de Ícaro, La celda de Próspero, Limones amargos, etc), y que éste ya ha pasado, y ahí las páginas con las que María cierra cada capítulo dan fe de esto. Taormina, Corfú, Nápoles, Capri, etc, ninguno de estos lugares es como era hace cien años. Las dos guerras mundiales y el turismo de masas han cambiado la fisonomía de estos santos lugares, para mal y cuesta reconocer en ellos su esencia, su identidad.

Leyendo a María, suscribo lo que escribía Rafael Argullol sobre esa plaga conocida como el provinciano global.

Maria Belmonte con esta maravilla de libro editado por Acantilado, me ha tenido unos cuantos días fascinado, embebido, subyugado, viajando sin salir de casa. Y ahora, huérfano.

Abril: historia de amor

Abril: historia de un amor (Joseph Roth)

Joseph Roth
Acantilado
56 páginas
2015

Nuestro protagonista, viejo, cansado, marcado por la desidia y la indiferencia, no haría nada, ni por amor, ni me temo que por ninguna otra cosa, pues nada lo motiva, ni entusiasma, pues éste se halla según nos refiere, más allá del dolor, de la alegría, y ya ni ríe ni llora.

Sí, sé lo que estáis pensando. Este hombre es la «alegría de la huerta«. Sí, pero a la inversa.

A su lado surgen mujeres como flores, que enseguida se agostan ante su indolente mirada, porque él es inasible como el viento, siempre a la fuga, fugitivo de sí mismo, donde el compromiso para él es una palabra con forma y esencia de nube.

Así, de la misma manera que nuestro personaje llega en tren a la estación, así se irá de nuevo, no sabemos hacia dónde, al mismo tiempo que comprobará, cuando ya ruge sobre el andén el monstruo vaporoso, que sus devaneos mentales respecto a su amada ventanera eran todos ellos una sarta de mentiras.

Da igual, él está de paso.

El Leviatán

El Leviatán (Joseph Roth 2013)

Joseph Roth
Acantilado
2013
80 páginas

Si la cabra tira al monte, un experto en corales buceará hacia las profundidades marinas, allá donde se encuentra el Leviatán, el monstruo marino.

El protagonista de esta fábula, un tal Nis­sen Pic­ze­nik, comerciante de corales, quien nunca ha salido de su pueblo, Pro­grody, acaricia primero y consuma después, la posibilidad de salir de allí y buscar el paraíso acuático, toda vez que en su pueblo sus devaneos acuosos se reducen ir a chapotear a algún pantano de las proximidades.

Logra Piczenik, en compañía de un marinero que va a embarcarse en Odesa en el Mar Negro, extasiarse ante esa basta superficie líquida, una lámina no negra, sino azul y verde. Frente al mar, Piczenik se encuentra a sí mismo, feliz en su medio, disfrutando de sus primeras vacaciones dedicadas al ocio, a dilapidar horas sin oficio ni beneficio.

Al mismo tiempo, el diablo visitará el negocio de Piczenik, bajo el aspecto de un tal Laka­tos, quien comenzará a vender corales muchos más baratos que los suyos. Corales hechos con celuloide, no como los de Piczenik que proceden de los fondos marinos. La codicia cegará pronto a Picznenik desatando sus más bajos instintos, llegando a mezclar corales falsos y veros, pero cobrando todos como verdaderos, aumentando así exponencialmente sus ganancias, que deposita poco después en manos de un usurero, proporcionándole jugosos intereses. Ardides letales, porque si los corales protegían del mal fario y de los males de ojo, las mezclas que obra Piczenik quizás guarden relación con las muertes que se sucederán, incluida la de su mujer. Picznenik, que cotiza a la baja, pasa a ser en la comunidad un tipo raro, estrafalario, el hazmerreír local, un activo tóxico.

Así las cosas sólo hay un sitio donde Piczenik podrá saciar su sed y paliar su nostalgia del mar.
No debe extrañarnos por tanto un final tan trágico como consecuente

Carta de una desconocida Stefan Zweig

Carta de una desconocida (Stefan Zweig 2002)

Stefan Zweig
Acantilado
2002
72 páginas

En 72 páginas Zweig se las arregla para contarnos una historia de amor no correspondido difícil de olvidar.

Todo comienza cuando un señor recibe entre su correspondencia (aquellos años epistolares), un sobre sin ninguna seña del remitente de la misiva.

Dentro del sobre van unos folios escritos por una mujer.

Esa mujer innominada siempre ha mostrado hacia el señor destinatario de su carta un amor tan sobrenatural como no correspondido. Un amor que brota cuando la joven tiene trece años -su amado vecino algunos más-, y que el paso del tiempo irá avivando, exaltando, hasta la obsesión enfermiza, hasta el umbral de lo patético, ya que para esta mujer, estar al lado de su amado, una y otra vez a lo largo del tiempo, en tres ocasiones, sin que el destinatario de su cariño, de sus caricias, de su fervor sexual, tenedor de tan mala memoria, que cada encuentro, es un nuevo encuentro, no le supone a su amada la menor afrenta, el menor menoscabo en su dignidad, perdida ésta en el primer estadio de su febril y descompensado enamoramiento. Y además hay un niño, su hijo muerto, al que la mujer está velando y quien poco después de morir este, al día siguiente, escribe esta misiva, quizás una despedida, ni siquiera una llamada de auxilio, ni siquiera un ajuste de cuentas, más bien algo más simple, un alzar la voz, disculpándose, antes de que el olvido la desaparezca del todo.

Zweig despliega para nosotros este monólogo del amor, con la sensibilidad y riqueza de matices (en esa labor de introspección) que le caracteriza. Así, su lectura no puede ser menos que gozosa. Un libro de corta extensión y mucha profundidad, de los que crece en vertical.