Archivo de la categoría: Literatura austriaca

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La tarde de un escritor (Peter Handke)

La tarde de un escritor de Peter Handke, con traducción de Isabel García-Wetzler, publicada en 1987 comparte el mismo título que el relato de F. Scott Fitgerald, al que Handke dedica su novela.

Lo precioso de la literatura es la ficción, la transformación, decía Handke en una entrevista. En La tarde de un escritor el austriaco sitúa a su personaje, un escritor que ha perdido la facultad del habla pero no de la escucha y aún capaz de segregar o excretar textos, rehén de las musas a las que espera (siempre la espera) en su escritorio hasta que decida airearse esa tarde, salir de su guarida, callejear, deambular, registrando, describiendo entonces la naturaleza que le rodea: cielos, estrellas, plantas, flores y cálices, árboles, nieve, hielo, jardines… situarse en la órbita de otras personas para sentir algo parecido al calor, al abrigo en la compañía, aunque buscando siempre la periferia, las afueras, en las que se encuentra más cómodo, lejos del centro, de la boca hambrienta del lobo.

Sorteará el reconocimiento adulador tanto como la inquina de jóvenes para quienes se erige como un malvado, como escritor que es, autor de textos que los jóvenes se ven obligados a leer en contra de su voluntad, siempre a la búsqueda de sentido y significado, una pretensión que todo texto pareciera siempre atesorar, pero que aquí está velado, aunque subyacen el sentido del deambuleo, la búsqueda, la lentitud, el apartamiento: los mimbres handkeanos, la transformación de una realidad prosaica que coge vuelo y brilla en manos del autor, quien nos muestra a pecho descubierto la herida ambulante del escritor, su zozobra, su contrato con la realidad y la imaginación, su compromiso, la carga sisifeana, como le hace ver un traductor antes escritor, ya liberado, fuera de los focos, alejado éste de la cuerda floja, del vértigo de las alturas, del envanecimiento hueco, eximido de la obligación de escribir, de traducir sus pensamientos, en manos ahora de otros textos ajenos, seguros, pisando tierra firme, nada atribulado, pero al contrario que nuestro escritor, tampoco maravillado ni próximo al paroxismo como nos deja aquel al final de su tarde lubricante.

Peter Handke en Devaneos | Una vez más para Tucídides | Ensayo sobre el lugar silencioso

Una vez más para Tucídides

Una vez más para Tucídides (Peter Handke)

Al igual que con Modiano o Bernhard, a Peter Handke (Griffen, 1942) me costó entrarle, pero después de leer las piezas recogidas en Una vez más para Tucídides, editado por Tresmolins con traducción de Cecilia Dreymüller (cuyo nombre se hace constar en la portada), la idea es leer más cosas suyas.

En el prefacio Cecilia nos informa de que a Handke la lectura de los clásicos le salvó, en aquellos años de su juventud, en los cerriles internados católicos austríacos. Hete ahí el título y la doctrina del historiador griego: sobre la base del conocimiento del pasado dirigir el pensamiento hacia el futuro.

Son dieciséis piezas, miniaturas dice Cecilia, que acontecen entre 1987 y 1990 en Pazin, Krk, Split, Dubrovnik, Skopie, Patras, Aomori, La Coruña, entre Cormòns y Brazzano, Llivia, Linares, Leopoldskron, Hotel Terminus, Múnich, la montaña Sainte-Victoire. Momentos nada estelares de la humanidad, como aquellos que engrosaban los ensayos de Stefan Zweig. Handke trabaja con algo mucho más prosaico que me lleva hasta Henry David Thoreau, quien decía que con prestar atención a lo que sucedía en un metro cuadrado de tierra tenía uno entretenimiento más que suficiente, lo cual exigía en todo caso una mirada muy activa, la misma capacidad de observación que lleva aquí a cabo Handke, para sacar brillo a momentos triviales, en apariencia, de los que cualquier testigo podrá sacar algo provechoso y convertir en experiencia si se toma la molestia de ser filtrado por la realidad, su aquí y ahora.

Este afán cristaliza muy bien, paradójicamente, en Una vez más una historia del deshielo, donde el autor comenta que semejantes momentos de plenitud -o las cosas verdaderas- que experimenta el 17 de febrero de 1989 en Llivia, si hubiera tenido que explicárselos a alguien no habría tenido nada que decirle. No sucede así, porque Handke, creo que cuenta (y transmite) aquí mucho y bien.

Editorial Tresmolins. Prefacio y traducción de Cecilia Dreymüller. 2017. 119 páginas.

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El teniente Gustl (Arthur Schnitzler)

Arthur Schnitzler comienza a ser un habitual por estos pagos. Primero fue Morir, luego Tardía fama y ahora El teniente Gustl, breve y delirante nouvelle y buen ejemplo del monólogo interior que tan bien manejó el autor austriaco. El teniente Gustl del título, un fulano un tanto paranoico, al acabar un concierto se siente agredido verbalmente por un panadero orondo. Una ofensa que afectará lo más profundo de su amor propio de su orgullo y de su honor, de tal manera que la única solución al problema pasará por batirse en duelo, o en el caso de que este no se llevara a cabo, suicidándose. Toda la novela es un continuo e hilarante trajín mental, un devanarse los sesos sobre las consecuencias que tendría su muerte y lo que lo abocó a ella y un repaso a lo que ha sido su vida. Tras muchos puntos suspensivos, uno se prepara para lo peor, para el punto final del teniente, si bien Schnitzler plantea un golpe final maestro que lo disfrutará y mucho, creo, quién lea esta pequeña gran novela.

Acantilado. 64 páginas. 2012. Traducción de Juan Villoro.

Thomas Bernhard

Relatos autobiográficos (Thomas Bernhard)

Thomas Bernhard
Anagrama
496 páginas
2009
Traducción: Miguel Sáenz

Relatos autobiográficos: El origen, El sótano, El aliento, El frío, Un niño.

Al igual que Montaigne, Thomas Bernhard (1931-1988) toma su persona como objeto de estudio.

El origen es la primera novela de lo que sería su pentalogía autobiográfica.

Su relato no esconde nada y muestra a las claras la nefasta influencia que el nacionalsocialismo y el catolicismo ejercieron sobre su persona cuando éste tenía trece años y Alemania había perdido la segunda guerra mundial y los aliados arrasaban con sus bombardeos ciudades alemanas y austriacas como Salzburgo donde vivía Bernhard y que éste detalla con tal precisión que su lectura sobrecoge.

Donde otros justifican y esconden, Bernhard acusa, crítica, detesta su ciudad, sus gentes, su atmósfera opresiva y violenta, la educación aniquiladora recibida, la vileza y abyección reinante; una sociedad suicida y enferma en definitiva, que aniquila al ser humano, lo abole y nutre de desmemoria.

El único rasgo de humanidad el autor lo encuentra en su ilustrado abuelo. De los abuelos Bernhard dice cosas que comparto como esta:

Los abuelos

Es El origen un libro que considero valioso, no tanto por el estilo del autor que a ratos resulta cargante, sino por el testimonio que da Bernhard, por hablar donde otros callan, por referir hechos, vivencias, experiencias, que la mayoría opta por obviar, maquillando un pasado que les haga sentirse bien, a gusto con su vileza y su desmemoria.

En El sótano la presencia del abuelo está más difuminada y aunque Bernhard sigue defendiendo que para él ha sido su abuelo alguien fundamental, es crítico con él, entiende que la soledad de este no es buena para nadie, y ese es un camino estéril que él no quiere seguir.

Un buen día Bernhard a sus dieciséis años decide que no quiere ir más al colegio, que no quiere recibir una educación reglada, que quiere trabajar y conseguirá un trabajo en el sótano de Podlaha que funciona como un colmado, donde puede explotar su vena comercial y relacionarse con la gente, sentirse útil y por ende feliz.

En el sótano Bernhard se realiza y su estado de bienestar se acrecienta cuando comienza a recibir clases teóricas de música y de canto, y es en ese cultivarse, donde Bernhard alcanza la plenitud, algo parecido a la felicidad.

Esto es lo bonito, lo agradable. Por otra parte Bernhard, como todo escritor que se precie, es una aguafiestas, que gusta meter el dedo en la llaga, y en este caso, el objeto de sus críticas es hablar de un poblado de Salzburgo, la ciudad contra la que Bernhard dirige sus invectivas, centrándose en el poblado de Scherzhauserfeld, ese barrio donde la pobreza y la marginalidad se dan la mano, donde está ubicado el sótano, lo que permite a Bernhard conocer una realidad desagradable, pero a su vez fortalecedora, pues eso que ve, también es humanidad, más humanidad que lo que Bernhard había conocido hasta la fecha.

Es curioso leer como Bernhard cambia de dirección, pero va a su vez en contra de lo que parece ser lo razonable, pues siendo él un joven muy blandito ir a parar a un barrio marginal, donde realizará tareas físicas, sustraído de la educación que reciben los chicos de su edad no parece ser lo mejor para su “educación” y sin embargo, a pesar de parecer tenerlo todo en contra, aquello funciona, el sótano le abre la puerta a una existencia plena, intensa, a algo parecido a una vida provechosa, que se quedará en suspenso cuando un resfriado se vea agravado y tenga a Bernhard durante cuatro años, de los dieciséis a los veinte,, calentando camas de hospital.

Y acaba Bernhard, siendo más Bernhard que nunca.

Nos hemos vuelto capaces de resistir, y no se nos puede derribar ya, no nos aferramos ya a la vida, pero tampoco la vendemos demasiado barata, quise decir, pero no lo dije. A veces levantamos la cabeza y creemos decir la verdad o la aparente verdad (sobre esto hay unas páginas en la novela especialmente interesantes), y la volvemos a bajar. Eso es todo.

Afirma Thomas Bernhard en El aliento que sin sus lecturas (Shakespeare, Cervantes, Sterne, Pascal, Montaigne, Hamsun, Schopenhauer…) se hubiera destruido. Acierta. En mi caso, de no ser por la lectura, estaría, no destruido, pero viendo El hormiguero, por ejemplo o incluso haciendo cosas aún peores.

Bernhard tiene 18 años y aquejado de pleuresía se encuentra ingresado en un hospital, ubicado en la habitación de morir, donde están confinados todos aquellos que ya sin esperanza alguna son dejados allí hasta su muerte. Bernhard es el único que saldrá vivo de allí, en un ambiente pródigo en olores, secreciones, sudores, alimentado de dolor y sufrimientos ajenos que acontecen en las postrimerías de la muerte, precedida de la enfermedad.
De ese infierno, ante ese aliento, halitosis más bien, de la muerte a diario, Bernhard aprende una lección, necesaria según él, pues le permite experimentar situaciones que de otra modo le sería imposible llegar a sentir.

Aparece de nuevo su abuelo, aquel que ha sido su mentor, su maestro, durante sus 18 años, su abuelo, un tipo poco familiar, para quien su hogar han sido siempre sus pensamientos, quien muere sin cumplir los setenta, mientras Bernhard sigue hospitalizado. Una muerte que es una liberación, al verse ahora Bernhard sólo frente al mundo, lo cual le impele a actuar, a luchar, a tomar sus propias decisiones.

Después de la muerte del abuelo Bernhard recobra, o inicia, mejor dicho, una relación con su madre que nunca había existido. Descubre el amor materno, la ternura, el placer de la charla, de compartir recuerdos, pero la muerte siempre acecha y a Bernhard le dura poco la alegría.

A su madre le diagnostican un cáncer terminal y a él, tras salir del hospital y pasar una temporada en un sanatorio de un pueblecito entre montañas (ocupando su tiempo en amenas y sustanciosas conversaciones con su compañero de habitación, sus lecturas de libros y de periódicos, con los que mantendrá ya desde entonces una relación de dependencia y repulsión, heredada de su abuelo), sale de allí recuperado de su pleuresía, pero con un problema en un pulmón, que le abocará otra vez poco después a recorrer una senda de hospitales y médicos.

Se olvida Bernhard de los placeres que le deparaba su trabajo de vendedor en el Sótano, sabe también que el mundo de la música y del canto es ya un mundo extinto.

Más decepciones para Bernhard.

Al igual que en los libros anteriores Bernhard tira del baúl de los recuerdos, sin escatimar nada; pensamientos e ideas que pueden generar hostilidad, como lo que dice de los médicos, pero Bernhard quiere -ese es su empeño- ser fiel a lo que le sucedió y aproximarse a su pasado, con estos apuntes, estas notas, jirones que buscan la verdad de sus pensamientos, sin tamizarlos por la ficción, sin edulcorarlos por la melancolía. Y de nuevo el estilo Bernhard resulta agudo y filoso.

En El aliento, donde acababa el anterior libro, Thomas Bernhard estaba en contacto con la muerte en su estado más crudo y después de curarse de su pleuresía, a sus 18 años deja un sanatorio para entrar en otro, en Grafenhof, aquejado de una sombra en el pulmón, lo cual le acarrea pasar algo más de un año entre enfermos, rodeado de nuevo de podredumbre, decrepitud y muerte.

Lo que nos cuenta en El frío es que si al comienzo se deja ir (abocado a un nihilismo, sin esperanza), al final vence la inercia y decide vivir, pues cree que estar vivo después de la guerra es una suerte, a pesar de que su situación personal no es nada favorable dado que su madre se muere de cáncer y él se enterará de ello leyendo el periódico.

Así, sin su abuelo, y con su madre muerta, sin las dos personas por tanto que más ha querido, por ese orden, a su lado, ya sabe lo que es estar sólo; un desamparo que Bernhard no obstante ve como algo positivo, como un horizonte despejado, que no es tal, pues aunque fantasea con poder cantar, verá que no le es posible y si dejar Grafenhof, dándose él el alta, le proporcionará alguna alegría, esta incipiente ilusión se verá ahogada prontamente, toda vez que vuelva a Salzburgo, se vea mendigando un trabajo, ocultando su precaria salud, y detestando Salzburgo, sus gentes y esos oficios que sin sentido, sin finalidad, deparan a los empleados lo justo para sobrevivir.
Bernhard acaba la novela salvando su vida de chiripa, tras sufrir una embolia tras desatender los controles periódicos a los que está obligado someterse.

En su condición de paciente Bernhard dispone de mucho tiempo para leer y refiere que después de leer Los Demonios pasó una buena temporada sin leer nada, porque sabía que lo que vendría después iba a ser una gran decepción, y que le haría encontrarse ante un abismo. Que nunca había leído un libro de aquella insaciabilidad y radicalidad, que se encontraba ante una obra literaria salvaje y grande, que pocas novelas han tenido sobre él un efecto tan monstruoso.

Un niño es el último título de la pentalogía y describe parte de la infancia de Bernhard, cuando este es un niño de corta edad. Lo asombroso es que Bernhard recuerde con tal grado de minuciosidad cosas que le pasaron hace más de cuarenta años, y no sólo sea la narración la descripción de momentos históricos muy interesantes como el auge del nacionalsocialismo, los estragos de la guerra en una población alemana masculina muy diezmada y hambrienta, los bombardeos de los aliados sobre las ciudades alemanas o de los espacios físicos, sino que sea capaz de recordar cuales eran sus pensamientos y sus sentimientos hacia su abuelo, hacia su padre, hacia sus hermanos o hacia su tutor.

El relato es igual de trágico que los anteriores. Dice Bernhard que al escribir no hay que guardarse nada y así hay que entender la manera en la que Bernhard recuerda, o recrea momentos muy desagradables de su existencia como su fase de meón, que le supuso ser objeto de burla y escarnio. Momentos trágicos que se alternan con otros épicos, como la locura de coger una bicicleta e ir desde su pueblo hasta Salzburgo que le acarreará una paliza a manos del vergajo de buey de su madre, la cual vuelca el odio que siente hacia su marido -que la abandonó- en el hijo de ambos.

Bernhard entiende que su madre lo maltrate, pero a su vez, no entiende que necesite tenerlo lejos de ella. Esas contradicciones en las que abunda la novela son lo mejor de libro, pues muestran a las claras la naturaleza humana, esa madeja de sentimientos, afectos, sueños, frustraciones que se van cociendo a fuego lento en nuestro cerebro, mientras la vida pasa y nos aniquila.

Bernhard no ceja en su empeño en hacernos saber lo importante que ha sido su abuelo para él, y aquí tiene un peso importante, pues cuando Bernhard sufre, cuando le hacen daño, no sueña con vaciar sus lágrimas en el faldero de su madre, sino en el hombro de su abuelo, un escritor y filósofo, solitario, asocial, que vivía de su trabajo de escritor, lo que significaba que tenía que vivir a expensas de su mujer y de su hija, porque de lo suyo, de su oficio de escritor, no se podía vivir.

Es curioso que este libro que describe los hechos ocurridos cuando Bernhard es un niño, mientras el resto abordan su adolescencia y principios de su vida adulta, lo escribiera Bernhard el último.

No sé si me pasará como a Bernhard cuando leyó Los Demonios, que se encontró ante un abismo, sin ganas de querer leer más, consciente de que lo que leyera sería una decepción mayúscula.

Lo claro es que estos cinco libros, no te aniquilan, pero te remueven y vapulean con su crudeza, con su verdad y dejan una huella, indeleble, quiero pensar, gracias a un testimonio de las décadas de los años 30, 40 y 50 de gran valor.