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El invisible (Ge Fei)

El invisible es la primera novela traducida al castellano del escritor chino Ge Fei (Jiangsu, 1964), merced a la editorial Adriana Hidalgo y con traducción a cargo de Miguel Ángel Petrecca. Seguimos durante un año los pormenores de un audiófilo que construye sistemas de sonido, profesión camino de la extinción, con la que se gana la vida. En lo personal está divorciado y no tiene hijos, vive con su hermana, desprecia a su cuñado y quiere independizarse. Lo que brilla en las páginas es ora el humor, ora la ironía lacerante y la narración emboscada en un día a día, gris y monocorde, como todo sonido reproducido también sufre altibajos y a los momentos hilarantes y más jugosos (como esos puyazos contra cierta intelectualidad o esos mafiosos a quienes su dinero les permite tener “lo mejor del mercado”, sin ser capaces de apreciar nada de lo que atiborra sus existencias) se suceden otros más tediosos, o así se me antojan aquellos en los que el narrador diserta sobre características técnicas de esos equipos de sonido con los que trajina y que le pirran. Hay múltiples referencias a la cultura occidental, así que el que espere aquí encontrar algo del estilo de vida chino no lo encontrará (o no en gran medida), más allá de la cartografía urbana que explicita Cui en su deambular, en la compraventa de aparatos de sonido, pues Ge Fei trasciende las fronteras de su país y el espíritu del narrador, un tal Cui, es extrapolable a cualquier parte del globo, pues este Cui va contracorriente, anhela sentimientos globales como la tranquilidad, el que le dejen a uno en paz, el arrullo del lenguaje universal que es la música brotando por unos altavoces solventes, el amor, alimento que seguirá buscando tras su experiencia fallida en su primer matrimonio y anunciada por su difunta madre, en el regazo de otra mujer, que abocará la narración a lo misterioso, a ese suspense brumoso, con hechuras de cuento final moralizante, a saber, pues como ya dijo (si llegó a decirlo) hace tres siglos Voltaire, vivimos en el mejor de los mundos posibles, por lo tanto, y concretando, la vida –y a pesar de los pesares- según Cui es también maravillosa.

Una juventud en Alemania

Una juventud en Alemania (Ernst Toller)

“En este libro no habrán de ser objeto de embellecimiento los defectos y las culpas, los fallos y las insuficiencias, propios o ajenos. Para ser honesto, hay que saber. Para ser valiente, hay que comprender. Para ser justo no es lícito olvidar. Cuando la barbarie aplasta bajo su yugo hay que luchar, no puedo uno permitirse el permanecer callado. Quien calle en un época como esta traiciona su misión humana”.

En el día de la quema de mis libros en Alemania.

Aquellos que detestan la Historia porque la consideran farragosa o aburrida, haría bien leyendo esta muy interesante y amena novela autobiográfica de Ernst Toller pródiga en aventuras y desventuras. En ella no encontrará el lector un aluvión de fechas y cifras, además, el tesauro bélico-militar se exprime al mínimo.
Toller no habla de oídas, sino de vividas. Nació en Samotschin (provincia polaca entonces del Imperio Alemán) en 1893, biznieto del único judío de esa localidad y se quitó la vida, colgándose, en un hotel durante los albores de la segunda guerra mundial, en 1939. Toller ya en su niñez vio cómo el ser humano era capaz de lo peor; dejar, por ejemplo, morir a una persona, porque nadie quiso hacerse cargo de él; fronteras como limbo y la muerte como resultado. Algo que le removerá de tal manera que le lleva a escribir (pasión por las letras que convirtieron a Toller en poeta y dramaturgo) al periódico local criticando tan vil proceder por parte de las autoridades.
Una pasión por los libros que seguramente le vendría por la vía maternal.
Una juventud en Alemania

El padre de Toller era concejal y las ganas de venganza del alcalde no pasaron a mayores. Toller en su niñez no ve polacos y alemanes -relaciones muy tirantes, donde caben toda clase de agravios, ofensas e insultos-, ve personas. Así entiende la humanidad de crío y así la sigue viendo cuando participa en la Primera Guerra Mundial y considera los muertos, no como alemanes o franceses -cada ejército cumpliendo las órdenes recibidas- como una pérdida irreparable, que destrozará cada familia que pierde un hijo, y esa experiencia que vive en el frente, en las trincheras, la visión de los cuerpos eviscerados y mutilados, la sangre anegando el terreno, el alto mando acuartelado viviendo a cuerpo de rey, lo afianzan en sus convicciones de que toda guerra, sustrayéndola a toda clase de heroísmo, es un fracaso, un desastre, una pérdida cuantiosa de vidas humanas baldía, pues como dijo Píndaro, “Dulce es la guerra para quienes no lo han vivido”. Toller la vivió, la sufrió, la aborreció y la criticó, pasando a ser considerado por los que defendían la intervención de Alemania en la guerra de antipatriota.

Toller logra que lo aparten del frente, tras pasar por la cárcel y por un centro de salud mental y pasará a la reserva y comenzará entonces otra lucha, su lucha política ligado a la izquierda revolucionaria (pero exenta siempre de cualquier derramamiento de sangre) arengando (paradójicamente) a las masas a hacerse pacifistas, a que estas vean que la guerra solo conlleva destrucción y hambrunas, un discurso muy parecido al de Otto y Elise Hampel, como quedó recogido en las cartas que Otto escribía y dejaba en distintos inmuebles berlinés durante el apogeo de Hitler, con el pueblo alemán inmerso en La Segunda Guerra Mundial, recogido en el muy recomendable documental Solos ante Hitler. Que por otra parte confirma que la humanidad tiene memoria de pez (quizás como arma (de destrucción masiva) defensiva, si hacemos caso a lo que nos decía Julio Ribeyro en sus Prosas apátridas, a saber «El hombre no puede al mismo tiempo enterarse de la historia y hacerla, pues la vida se edifica sobre la destrucción de la memoria”. “Como somos imperfectos, nuestra memoria es imperfecta y sólo nos restituye aquello que no puede destruirnos») y no tarda mucho en dejarse engatusar por el populista de turno. Ya empezamos a escuchar Trumpetas de guerra.

Toller critica la postura alemana en la guerra, una guerra que beneficia a los señores del acero y golpea y empobrece al pueblo alemán, crítica esa ansia expansionista que les lleva a conquistar territorios (vulnerando la dignidad de las gentes de los pueblos conquistados) que han de ser devueltos al firmar la paz con el Tratado de Versalles que pone fin la Primera Guerra Mundial.

La revolución se lleva a cabo en 1918, donde se proclama en Baviera la República Soviética Bávara, y el príncipe heredero bávaro debe poner pies en polvorosa. “El pueblo sabía lo que no quería, pero no lo que quería”, dice Toller, y eso se plasma en que tras el cambio de gobierno seguirá en el poder el mismo perro con distinto collar. Habla Toller de atmósfera política, sí y también hay bruma y vendavales, pues aquello es un gallinero donde prima el caos, pues el pueblo no sabe bien con quien quedarse, sin con sus amos o con sus libertadores, mientras se enzarzan en disputas, que acaban con derramamientos de sangre entre comunistas, socialistas y blancos. Toller no ve con buenos ojos la República Soviética, en la que los comunistas, en un principio no quieren entrar. Toller siempre agudo y certero dice: «En los comienzos de toda revolución siempre hay gente desaprensiva que se incrusta en los puestos de responsabilidad«. Habla también de como esos puestos de responsabilidad no van a parar a los más preparados, a los más formados, a los más capaces, sino a gente que no ha demostrado nada, meros oportunistas. Más tarde los blancos ya furiosos contra los comunistas, los socialistas, los independientes y los que no tienen partido, se hacen con el poder y toda revolución queda en agua de borrajas. Toller ya habla algo del joven Hitler, haciendo sus primeros pinitos como dictador allá por 1923.

A Toller acusado de alta traición lo mandan preso cinco años a un penal, donde la Historia de la Infamia Universal se concreta en la anécdota, en el día a día, donde una celadora cualquiera se convierte en una delatora más (acusando a una presa de mostrar sus pezones a un preso), donde los carceleros no pueden permitir que unas simples golondrinas le hagan a un preso la vida más agradable, actos viles, abyectos, ante los que Toller no da el brazo a torcer porque no cree en la malignidad humana, un Toller que tras cinco años en el penal el día que debe abandonarlo tiene miedo de salir ahí fuera, pues hay muchas esperanzas puestas en él, muy alto el listón, y no cree estar a la altura. Un periplo existencial plagado de aventuras, que deja a Toller en las puertas del penal a sus treinta años (esta autobiografía la escribirá un año después), como si hubiera vivido media docena de vidas.

Muchos párrafos se pueden entresacar del texto, pero me quedo con este:

«Me parió una madre judía, Alemania me nutrió, Europa me formó, mi país natal es el mundo y mi patria es el mundo».

Pepitas de Calabaza. 2017. 320 páginas. Traducción de Pablo Sorózabal.

Gonzalo Torné

Años felices (Gonzalo Torné)

Si Divorcio en el aire, la anterior novela de Gonzalo Torné (Barcelona, 1976) era un asedio al lector, en estos Años felices (que nunca lo son, o nunca lo son del todo) el tono de la novela es más bonancible, al menos en su primer tercio. Si allá desplegaba una prosa incendiaria y ácida, su mirada se posa ahora en un grupo de jóvenes adultos neoyorquinos en los años 50 del pasado siglo, en el verano de su juventud que se abren a un mundo por explorar, jóvenes despreocupados, víctimas ellas de sus no muy lejanos cambios hormonales y sus primeras reglas, cuya presencia física y sus atributos más visibles son codiciados por las miradas varoniles, amasados sus pechos por el ansia cabestril, todos ellos como orugas que transformadas en mariposas quieren volar de los nidos familiares, que como en el caso de Kevin (los más y los menos de éste con su padre Ben es lo que más me ha gustado de la novela. Ahí Torné se desmadra, para bien y se permite ciertas bromas privadas: Percy, Lomana, Gerchunoff…), o de Claire, el ámbito familiar tiene más de cerco que de nido. Un grupo que se rige por normas no escritas basadas en la amistad, la confianza, el amor, el cariño que se profesan entre ellos y la clave (o una de las claves de la novela) está en cómo transferir al lector la ligereza, la alegría, su apertura al mundo y absorción por el mismo y no devenir espectador pasivo de esas jóvenes vidas (siempre) ajenas y que aquello cale, que los hilos (término consustancial a la narrativa Torneniana) que tejen la narración sean venas que alimenten nuestro interés y en gran medida así sucede, pues la figura del llamado príncipe, Alfred, un extranjero proveniente de España, de Barcelona, que es acogido de buena gana y prontamente por el grupo gringo, dota a la narración de suspense y misterio, que en parte se desvela en el segundo capítulo (epistolar) donde mediante unas cartas sabremos cómo fue la llegada de Alfred a Nueva York, su irse haciendo poco a poco con esa anguila correosa que es cualquier idioma desconocido -al tiempo que lucha por no perder su lengua catalana, su identidad-, su entrada en el mercado laboral por la puerta pequeña, su empeño en no desprenderse de su sueño de ser escritor, su relación con su madre y sus dos hermanos, donde a pesar de lo que se explicita, prima lo no dicho, lo oculto y velado, a pesar de lo cual ya vamos barruntando algo en ese empeño de Alfred por contarlo todo, sin decirnos nada (o no tanto como quisiéramos saber y que podría ser la semilla de una novela).

Los años felices de la primera parte, la despreocupación, la irresponsabilidad, ese rumiar indolentemente el pan (candeal) suyo de cada día, se verá reemplazada por los contratos matrimoniales, por la asunción de nuevos roles derivados de la maternidad o la paternidad, manumitidos ya de la férula familiar; circunstancias insoslayables que reformularán las relaciones cimentadas entre ellos en su años de mocedad. Vemos cómo el grupo se disuelve, irremediablemente, a medida que se van creando círculos familiares excluyentes y a menudo inexpugnables, como si la ley de gravedad y la entropía afectará a personas y cosas por igual y cómo aquello (la amistad, el cariño, la confianza, la lealtad…) que años atrás se erigía sin apenas esfuerzo, de forma natural, franca y espontáneamente, en aquel paraíso ingenuo y promisorio, ahora cuesta Dios y ayuda apuntalar, cuando todo se desmorona y la naturaleza humana se muestra en todo su esplendor, merced a la desconfianza, la deslealtad, la traición, el aprovechamiento, la envidia, la hipocresía, los celos…

He leído últimamente librazos como Antagonía y El gran momento de Mary Tribune y tengo el factor crítico disparado y tratándose de Torné, autor de la sobresaliente Divorcio en el aire, que el tiempo nos dirá, si ahí el autor tocó cima o no, estos Años felices, aunque la haya leído casi del tirón y disfrutado bastante, me ha resultado insuficiente, quizás porque esperaba, no una historia similar a Divorcio (con la que tiene muy poco que ver y que cifra bien la capacidad de Torné por hollar nuevos derroteros literarios como bien se plasma en esta narración arborescente y elástica, que deja claro lo complicado que es esto de narrar, ese «pasar a limpio» las vidas ajenas, las ficticias también, dado que todo puede ser enfocado, como se ve, desde distintos puntos de vista, y lo que me queda es una sensación más de tristeza que de amargura, porque si esta novela surge ahora quizás sea porque el autor ya en los cuarenta, echa la vista atrás y hacia adelante y ya en el ecuador, es hora de hacer balance, más que de ajustar cuentas, con los personajes y con lo que estos representan) pero sí la misma prosa incendiaria de Divorcio, ese asedio al lector del que hablaba al comienzo, esa prosa que se escribe con sangre, cuando leer ya no es (nunca debe serlo) un mero pasatiempo, sino recibir una transfusión de pura vida.

Anagrama. 2017. 364 páginas.

NOG

NOG (Rudolph Wurlitzer)

He leído o creo haber leído Nog.

La prosa que se gasta Rudolph Wurlitzer (Ohio, 1937) es del mismo pelo que la de Erickson en Días entre estaciones, que me horripiló. Como hacía Erickson, Wurlitzer cuando no sabe qué hacer con sus personajes los pone a follar o él se saca la polla y ella se la come. Sí amigos, placer licuante a tope. Vida líquida y seminal.

Lo demás resulta caótico, errabundo, un chapurreo donde un fulano divaga, delira, fantasea, recuerda, borra sus recuerdos, los reconstruye, mientras recorre Estados Unidos con tres recuerdos y un pulpo de mentirijillas, por ríos, montañas, cañones o canales, acompañado de una mujer y de otros tipos que no sé si son entes asociados, disociados o consorciados del narrador. Si la primera parte, a pesar de la alucinación del personaje resulta pasable, la segunda mitad es un plomo.
Lo bueno es que uno aprende palabras nuevas como tipi, cabás o fregata, pero para tan magro resultado no vale dejar cinco horas leyendo esto, o quizás sí.

En breve, Wurlitzer publica por estos lares Zebulon y tenía ganas de leerla, pero después de tamaña decepción, en caso de abundar más en Wurlitzer sería ya masoquismo, aunque parece ser que al tratarse esta de su primera novela, que la escribió con 30 años, allá por 1968, me resulta un tanto a medio cocer y que las novelas que sucedieron a esta son mejores. Veremos. O leeremos. O.

Underwood. Traducción de Rubén Martín Giráldez. 2017. 190 páginas.