Nada que temer

Nada que temer (Julian Barnes)

Julian Barnes
2010
300 páginas
Editorial Anagrama

NO VOLVERÉ A SER JOVEN

Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra

Jaime Gil de Biedma

No sé si Barnes habrá leído a Biedma, pero lo evidente es que a medida que uno se va alejando de la orilla de la niñez y supera ese lapso de tiempo en el que se cree inmortal, llega un momento, en el que uno echa la vista atrás y luego al frente y lo que queda por vivir, si todo va bien, es tanto como lo ya vivido.

Nos cuesta toda una vida morirnos, a lo largo de un camino más o menos largo, más o menos provechoso, pero la muerte es algo que a fin de cuentas nos incumbe a todos. Es este un asunto universal. Más allá de cómo afronte cada cual este paso hacia la muerte -hacia el más allá si eres creyente- el caso es que todos acabamos de la misma manera, estirando la pata, tras una parada cardiaca.

Julian Barnes (Leicester, 1946) a la edad de 60 años es cuando le da por plasmar sobre el papel sus reflexiones sobre la muerte. Para ello parafrasea a Montaigne, Flaubert, Zola, Bertrand Russell y otros muchos y se centra en especial en la figura de Jules Renard y sus diarios.

En esas citas, célebres glorias de las letras, de la filosofía, quisieron dar su parecer sobre el acto de morir, sobre la posibilidad de un más allá, citas unas más ocurrentes o mordaces que otras, pero que no alivian, a mi parecer, el miedo a perecer.

Barnes adereza las citas ajenas aportando algo de sí mismo, recurriendo a las anécdotas familiares, recordando a sus padres en su tramo final, cuando el derrumbe ya se ha cebado con ellos, y el tránsito hacia la nada, es duro y más prolongado de lo deseado. El rememorar el pasado familiar, le permite de paso a Barnes hablarnos acerca de su labor como escritor, acerca de lo que supone para él la ficción, y cómo a menudo la memoria no deja de ser otra cosa que una invención, y cómo la fabricación de recuerdos, la confundimos a menudo con la memoria.

Barnes acaba (casi) su libro en un cementerio, visitando la tumba de Renard en la localidad de Chitry-les-Mines, como si el acto de arrimarnos físicamente a una lápida, nos permitiese tener un contacto, aunque sea ultraterreno, con aquellos a quienes admiramos.
Un final que me recuerda al de Los extraños de Vicente Valero.

Es cierto que al final cuando nadie lea a un autor, éste morirá definitivamente, al igual que sucederá cuando nadie vaya a visitar más la tumba de un familiar. Y se haga entonces la nada absoluta, cuando ya nadie nos recuerde.

La 4ª

La 4ª (Mario Crespo, 2014)

Mario Crespo
2014
Ediciones Lupercalia
212 páginas

Algo parecido a la redención es lo que Carlos, el protagonista de esta novela, parece ir buscando. De joven, durante una procesión en Semana Santa, en Zamora, sufre una paliza que a poco lo manda al otro barrio. Se vuelve un malote después de aquello, y encima muda de piel al conocer a Jesús, un joven independiente, maldito y problemático, que impele a Carlos a romper con todo lo que ha sido su vida hasta entonces. Luego, Carlos, mientras estudia en Madrid, se mete en el mundillo de las drogas tratando de emular al Padrino fílmico y somos testigos de lo que era la ruta del bakalao, famosa en los 90, librándose de la cárcel gracias a su tío Paco, que es Guardia Civil, y lo deja libre en una redada, cargándole el muerto a un amigo de Carlos y saldando así entre ellos las cuentas del pasado.

Nos encontramos luego en Nueva York y como el Ethan Hunt de Misión Imposible, resulta que Alberto del Bosque se quita la máscara de látex y surge, no un superagente, sino Carlos que en Nueva York y bajo otra identidad está al cargo de la 4ªIglesia, una iglesia experimental 2.0, y se reencuentra con Magdalena, la misma Magdalena con la que mantuvo sexo lapidario en un cementerio cuando ambos eran adolescentes. Todo va bien hasta que Carlos se mete por medio en una bronca ajena y acaba en coma, que es un punto y seguido porque la historia sigue, y este relato lo continúa el padre de Carlos y nos vamos a los 70 a Puebla de Sanabria y aparece allá un cura, trasunto del protagonista del libro de Unamuno, San Manuel Bueno Mártir, y vemos como se las gastaba el Paco, y cómo acontece la muerte de la madre de Carlos y más tarde estamos en 2046, un mundo que no es feliz sino que va rumbo del colapso y la rebelión, y Carlos experimenta múltiples realidades y vive muchas aventuras porque todo es posible y todos o casi todos los personajes que han salido antes aparecen sobre el papel, incluida su madre. Y luego Carlos ya ha está fuera del coma, vivito y coleando, sin que la cosa con Magdalena vaya bien, y acabamos de nuevo en 2012, donde el amor de nuevo triunfa porque Carlos deja Madrid para vivir en Puebla de Sanabria y allí un día, en Semana Santa, en el quiosco donde compra la prensa matinal se encuentra con una joven que busca un libro y él le habla de La historia interminable. Una joven que fue su amor platónico, una Luna, llena de buenos presagios. Y respecto a la redención pretendida por Carlos, al final la encuentra. Es perdonando a todos sus agresores como logrará cerrar de una vez por siempre sus heridas.

En el debe decir que me parece que Carlos y Juan Carlos tienen una misma voz, como si fueran el mismo personaje y apenas hubiera diferencias, matices, ni modulaciones, entre ellos a la hora de referirnos los hechos. Se esgrime también un discurso antisistema poco musculado, en lo tocante al capitalismo, las desigualdades sociales, el omnímodo poder de los bancos, las grandes fortunas empresariales, etc. Otro tanto se me antoja la deslavada figura de Jesús, profeta de nuestro tiempo, pero determinante en la vida de Carlos y por ende en toda la novela.
El engarce al unir estas cinco historias que nos cuenta Mario me resulta a ratos forzado, como si en el empeño de ir más allá del relato, de la nivola, en la exploración de nuevos retos y desafíos, hubiera que juntar las distintas historias de alguna manera, aunque llevarlo a cabo aunque fuese una Misión Imposible y Carlos tuviera que ser Ethan Hunt.

El arranque de la novela por las calles de Zamora, en Semana Santa, la procesión de los borrachos, toda esa parafernalia litúrgica, es potente. Me gusta también lo que sucede en Puebla de Sanabria, la figura del cura Manuel, la de ese librero que le deja a Carlos cuando es un mocete La historia interminable con la cual éste abrirá una puerta a otra realidad, a la cuarta dimensión, porque esa es una de las grandes bondades de la literatura, el permitirnos (temporalmente) escapar, soñar, volar, evadirnos, y La 4ª, en buena medida, lo consigue.

La abuela civil española

La abuela civil española (Andrea Stefanoni 2015)

Andrea Stefanoni
Seix Barral
2015
272 páginas

La abuela civil española es Consuelo, la abuela de la escritora de la novela, la argentina Andrea Stefanoni.

Consuelo es española, leonesa, vive en Boeza un pequeño pueblo leonés, y sufre ella (y el resto de vecinos) los pormenores del hambre, el acecho a veces criminal de los lobos hacia las ovejas, y a veces sobre los humanos, el frío y en especial el estallido de la guerra civil en 1936, que como un cortafuegos humano, dejará personas a ambos lados, a menudo contra su voluntad.

La voz cantante la toma Rogelio, un rojo que huye al bosque al terminar la guerra, tras habérsela jugado al falangista Felipe, quien luego ocupará un buen puesto en las filas franquistas. Rogelio huye, con otros 90 hombres por el bosque nevado, pero al final caen todos ellos ante los soldados nacionales. A Rogelio lo encarcelan, lo condenan a muerte, lo fusilan varias veces, sin que ninguna bala lo roce y tres años después de su cautiverio lo ponen en libertad, vuelve entonces a su pueblo, consigue primero un empleo, más tarde el amor de una mujer, Consuelo, se casan, ella queda embarazada y cuando se enteran de que Felipe, avisado por el hermano de Rogelio, va camino del pueblo a saldar las deudas pendientes, cogen todas sus pertenencias y desde Barcelona, y tras tres semanas de dura travesía en las bodegas de un barco llegan a Buenos Aires, donde se instalan primero y consiguen trabajo después, primero en la capital, y más tarde luego en la isla Tigre, en el delta del río, como guardanes de una casa.

La narración entonces adopta un tono más familiar, más anodino, hasta acabar siendo Sofía, la nieta de Consuelo (un trasunto de la narradora) quien dedique un buen número de páginas a hablarnos de su hacendoso hermano Pablo, de su abuelo que muere, de su madre que muere, y de su abuela que los sobrevive a todos y cuya caída, transmitida por teléfono, da comienzo al libro, y es el cordel del que tirar para desmadejar el pasado.

El libro abarca ocho décadas y ofrece una narración que abunda en las elípsis dando lugar a historias que quedan truncadas, o que son escasamente desarrolladas, siendo unas más interesantes que otros. El último tramo, las últimas cincuenta páginas, con Sofía como narradora, me resultan, en ese tributo a su abuela, las más flojas del libro.

Hay ciertos temas recurrentes en la novela. Uno es que Rogelio desde su puesta en libertad siempre vivirá con miedo a que Felipe aparezca y lo eche todo a perder, o a que lo lleven de nuevo a la cárcel. Un miedo del que nunca logrará desurdirse, salvo quizás ya en su final, cuando sabe que va a morir. Un miedo que explicita a las claras lo que para muchos derrotados supuso la Guerra Civil. Otra especie muerte en vida.

Consuelo a su vez, aparece como la abuela coraje. Sabemos que su madrastra, Esperanza, era muy mala, de cuento. Consuelo no ha leído cuentos de hadas, nosotros sí, y acomodar a Esperanza a las hechuras de la madrastra resulta cuando menos forzado. Sabemos que Consuelo apenas tuvo niñez pues lo único que conoció (ella y los niños y niñas como ella) fue el duro trabajo desde su mocedad, en casa y en la mina, que luego se enamoró, se casó, se quedó embarazada de Rogelio, que emigró, y que trabajó mucho toda su vida, tanto en España como en Argentina. Sabemos que emigraron, pero no sabemos si alguna vez pensó en volver, en regresar a León, etc.
Otro tema que la autora trabajo a conciencia es la nostalgia, la melancolia, la añoranza, la que siente Sofía (sin haber cumplido la autora todavía los 40) de los años arcádicos que pasó cuando era niña junto a sus abuelos en la isla del delta del Tigre.

El título de la novela engaña. Porque la guerra civil ocupa una parte del libro (alrededor de la mitad), pero la guerra queda ahí como en sordina, como un rumor ciego. Tanto es así que cuando a la hija de Consuelo le piden que sus padres acudan al colegio a hablar de la guerra civil española ninguno de los dos progenitores querrá -quizás para no reabrir heridas- decir nada sobre dicho acontecimiento histórico que les obligó a dejar su tierra, su familia, sus esperanzas y buscarse la vida en otro continente.

Cuando Rogelio sale de la cárcel, me vienen ecos de La Tregua, si bien el periplo de Rogelio para volver a su pueblo es casi un visto y no visto, más allá de la muestra de solidaridad o efectista invitación a comer por parte de una desconocida.

La llegada al nuevo continente, el acto migratorio, se despacha también de manera superficial, con apenas cuatro apuntes y ahí me viene en mente La estación perdida de Use Lahoz, donde este sí que se explayaba largo y tendido y con enjundia sobre una situación (la de los emigrantes) análoga a la que experimentarán Rogelio y familia.

No faltan los golpes de gracia sentimentales, como la familia que reaparece para devolver las cien pesetas prestadas por Consuelo décadas atrás a bordo del barco que les alejó de España, el impulso de Consuelo a Rogelio para que este materialice su deseo de convertirse en apicultor o la partida de ajedrez entre Rogelio y el director de la cárcel. Momentos que buscan pellizcar al lector y tocarle la fibra.

Si Andrea quería escribir un libro sobre su abuela Consuelo, sobre su familia y sobre cuanto echa de menos los años pasados en el delta del Tigre, pues con la publicación de la novela ha cumplido su objetivo, pero muy poca cosa más, más allá de dejarme para el recuerdo una lectura amena, divertida a ratos y algún destello de interés.

A todos aquellos interesados en las novelas ambientadas durante la Guerra Civil española les dejó este útil enlace.

Luz de agosto

Luz de agosto (William Faulkner 1932)

Publicada en 1932 poco después de El ruido y la furia (1929), Luz de agosto es entre otras muchas cosas la historia de un viaje, de una fuga, de un tránsito. La que lleva a cabo la joven embarazada Lena Grove, quien abandona su hogar (la compañía de la familia de su hermano) en busca del hombre que la dejó en una situación doblemente embarazosa.

Así, en el camino, de carreta en carreta, ayudada por las personas que se cruzan en su deambular, acabará Lena llegando a la localidad de Jefferson, donde parece encontrarse su hombre, un tal Burch.

En lugar de Burch, Lena se topa con un tal Bunch, que nada tiene que ver (parecidos semánticos a parte) con el padre de la criatura, quien a pesar de todo, prendado por la belleza, juventud y lozanía de Lena, se decide a ayudarla, llevando su bonhomía a límites desconocidos, incluso para él.

Hay ahí cierto misterio, y suspense, en pos de saber si Lena encontrará finalmente a Burch o no, si de producirse el encuentro qué sucederá a continuación, qué se dirán, si Burch huirá de nuevo o arrostrará su nueva situación o si seguirá tan irresponsable como siempre. Luego, sin apenas darnos cuenta, una vez que Lena ya está asentada, esperando dar a luz, Faulkner nos cuenta la vida de Christmas, el socio de Burch, un blanco de sangre negra, atormentado y maldito, abandonado al nacer, al descubrir los abuelos de la criatura que es de sangre negra y adoptado tras un período en un orfanato, por una familia, los McEachern, cuyo padre adoptante es alguien intransigente, duro, violento, caligrafiando su derrota con la sangre ajena, y látigo en mano, sobre la piel endurecida de Christmas, enfermizo este en sus creencias religiosas, quien entiende la violencia como una enseñanza, algo necesario y a veces piadoso e incluso catárquico.

Christmas hará uso de su voluntad, para cumplir el fatal destino que cree tener marcado a fuego a consecuencia de su sangre negra, su sacrificio ineludible. Un personaje, Christmas, quien nunca sabe qué es lo que es, ni tampoco que es lo que no es, un alma en pena, un corazón fugitivo en todo caso, a quien un negro le explicará a las claras su razón de ser (o de no ser)

«Tu eres peor que negro. No sabes lo que eres. Y más que eso: nunca lo sabrás. Vivirás, morirás y no lo sabrás nunca»

Alrededor de Lena pululan otros personajes como Hightower, un párroco defenestrado y vilipendiado por la conducta «inapropiada» de la que fue su esposa, devenido un pecio humano, arrumbado a la orilla del camino esperando el descabello, la señorita Burden, con quien Christmas convivirá y yacerá, en una relación oscura, sórdida, alimentada por los fantasmas de ambos, Bunch, asociado a Christmas en la venta ilegal de Wiskhy capaz de delatar a su socio a cambio de los dólares que ofrecen por la cabeza del asesino de la señorita Burden y en última instancia tenemos a los abuelos de Christmas, que se acercarán al pueblo intentando ver a este una vez más, antes de su ejecución, lo que nos permitirá conocer más detalles sobre Christmas y ver así por ejemplo, el engarce del subalterno Doc siempre vigilante con Christmas, a la sazón, su nieto repudiado.

La novela fluye, con la prosa subyugante de Faulkner, en manos de un narrador omnisiciente. Un juego de voces, pensamientos, reflexiones, donde podemos palpar lo que es el racismo, la incomunicación, la violencia latente, la religión opresora, el sexo maldito, las profecías autocumplidas, creando Faulkner una tensión en el relato, una atmósfera enfermiza, que deviene a ratos asfixiante.

Lena haciendo suya la cita de Saramago «El fin de un viaje es sólo el inicio de otro» se irá de Jefferson como llegó, como si su único fin fuera ese, deambular, viajar, someterse o más bien, adaptarse, a la realidad que le toca vivir en cada momento, en cada situación, sea en pos de Burch, al lado de Bunch o junto a quien quiera protegerla. Un empeño por parte de los hombres que la rodean que nunca se materializará, porque Lena no se necesita más que a sí misma para salir adelante, porque Lena es una superviviente, es la esperanza hecha carne, es esa luz que nunca se extingue, ese amanecer posterior a la noche cerrada.