No el qué sino el quién

Si uno se pasea por cualquier red social, verá con meridiana claridad (en forma de likes, retuiteos, etcétera) que lo importante no es qué se dice (las más de las veces, perogrulladas), sino quién lo dice.

Ya nos advertía de ello Séneca en sus cartas a Lucilio:

Seguiré endosándote a Epicúreo, para esos que veneran las palabras por ser del maestro y no aprecian lo que se dice sino quién lo dice sepan que las cosas buenas son patrimonio común.

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Aprender a rezar en la era de la técnica. El reino #4 (Gonçalo M. Tavares)

Concluyo con la lectura de Aprender a rezar en la era de la técnica, después de 725 páginas, la tetralogía de los libros negros de Gonçalo M. Tavares recogidos bajo el título de El reino.

Tavares es muy poco dado al aspaviento a la pirotecnia y al espectáculo que es la sustancia de cualquier bestseller. Tavares está a otra cosa, lo suyo cae más del lado de las ideas, del pensamiento, de una filosofía que aborda la naturaleza humana y recorre todos los intesticios de El reino. Lo compruebo cuando después de haber leído buena parte de la novela -ésta es la más larga de las cuatro- el protagonista, el doctor Lenz Buchmann que pasar de manejar el bisturí y operar a los enfermos, a tratar de erradicar el mal de la sociedad, o más bien a instilarlo (con las palabras del padre siempre presentes: Hacer lo que se quiere es el primer peldaño, el segundo es hacer que los demás quieran lo que nosotros queremos; Un ideario construido sobre el miedo: Era el miedo lo que movilizaba, era el miedo lo que hacía visible el único instinto universal, que no excluía a nadie y del que se podía afirmar que no existía nada que no estuviera, o quisiera estar, vuelto hacia él, a modo de ciertas plantas que buscan la mejor posición para recibir la luz, en este caso una luz negra. El miedo exigía de todas las cosas orgánicas un compromiso, un reposicionamiento, una atención, una preparación para el movimiento decisivo; Primero, construir un peligro sin origen identificable; luego, gracias a éste, forzar el movimiento de la población; por último, preparar el Estado fuerte del que saldrían dos clases de personas: las que protegen y las que son protegidas), seducido por los cantos de sirena de la política, donde abrevan la ambición y se refocila el poder a sus anchas, cuando este doctor digo, tras dar el salto con éxito a la política y llegar casi a lo más alto –pues era alguien que ve los dos campos de la existencia: el estratégico y el anatómico; que ha nacido para influir a los hombres de uno en uno, y también a todos en su conjunto-, tras convertirse en el número dos del partido, ve inerme cómo la enfermedad viene a socavarlo. Ahí Tavares rehuye el camino más previsible -hete ahí su singularidad y su grandeza- pues lo cómodo sería mostrar cómo un tipo frío e inteligente se sirve de la política para dar rienda suelta a su ambición desmedida y engrosar en este caso un partido de corte nacionalsocialista. No, Tavares antes de que eso pase (lo cual nos recordaría a otras novelas con mandos nazis como protagonistas) aboca, o despeña, a su personaje por otros derroteros: la enfermedad, el declive, la merma física y mental, el no porvenir, el lugar constreñido a dos metros cuadrados, lo que ocupa la cama del enfermo.

Aunque las cuatro novelas no están conectadas explícitamente sí que hay entre ellas resonancias. Aquí Lenz -que en su estado moribundo se puede emparentar en su desahucio vital con Mylia, la protagonista de Jerusalén) reprocha a un hombre que se lamente como lo hace de haber perdido un dedo, ese hombre es Walser (el protagonista de La máquina de Joseph Walser), el dedo es el índice, aquel que le impide a un hombre apretar el gatillo, aquel gatillo que brindaba un final de ruleta rusa en La máquina de Joseph Walser, el índice que no se ve capaz de emplear Lenz, cuando quiere hacer lo mismo que su padre cuando comenzó su declive: volarse la tapa de los sesos con una pistola. Eso sueña hacer Lenz, si bien su final es menos belicoso y se resuelve con una llamada, dejándose ir.

El reino (Gonçalo M. Tavares). Seix Barral. 2018. 744 páginas. Prólogo de Enrique Vila-Matas. Traducción de Rita da Costa.

Un hombre: Klaus Klump
La máquina de Joseph Walser
Jerusalén
Aprender a rezar en la era de la técnica

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La leyenda del Santo Bebedor (Joseph Roth)

Ante los estertores del año que concluye apuro el cáliz de la buena literatura y así me veo leyendo La leyenda del Santo Bebedor, novelita breve o relato de Joseph Roth (1939-1894), adorador báquico, bellamente editado por Libros del Zorro Rojo, con traducción de Michael Faber-Kaiser y las inconfundibles y siempre bellas ilustraciones de Pablo Auladell.

Leyendo a Roth pienso en otras obras breves e igual de fascinantes que ésta de autores contemporáneos a Roth como Zweig y Schnitzler, obras como Morir o Mendel el de los libros.
Esta lectura conviene apurarla de un trago, para sentir todo su efecto, recrearnos en su retrogusto e incluso acabar, según sensibilidades, con la mirada vidriosa.

La edición de Anagrama, que también he manejado en la lectura, cuenta con un interesantísimo prólogo de Carlos Barral que más allá de resumir el relato, habla de las bondades de ese néctar de los dioses, que los riojanos tan bien conocemos y mimamos.

Sobre las letras y el vino, este libro de Miguel Ángel Muro es indispensable:

No entraré en detalles para no destriparle a nadie el final del relato, aunque sí puedo contar que me recuerda al cuento de la lechera de Samaniego, pues uno hace muchos planes, aún más con dinero contante y sonante en el bolsillo, caído del cielo, si bien al final la realidad y el vino se doblegan a un destino irrevocable, común para todos, aunque no todos los exitus sean parejos y algunos resulten incluso balsámicos.

Joseph Roth en Devaneos

El Leviatán
El triunfo de la belleza
Abril: historia de un amor

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Los anillos de Saturno (W. G. Sebald)

No es un mojicón, tampoco una magdalena, lo que abre la espita de la memoria de W. G. Sebald (1944-2001), sino una caminata de varios días por el condado de Suffolk, en la costa este inglesa. Una memoria, la de Sebald, que habla sin apabullar.

Me recuerda esta narración de Sebald a otra más reciente, a la de María Belmonte en Los senderos del mar, un viaje a pie, donde la caminata servía para abordar lo autobiográfico, al tiempo que daba pie también para hablar con los lugareños y de rondón tocar un buen número de temas interesantes. Lo mismo hace aquí Sebald, que contrasta el presente -aquello que ve- con las huellas que el palimpséstico pasado ha dejado, y así nos vemos leyendo sobre la pesca de los arenques, sobre la industria textil de la seda, acerca del mundo visto desde el cielo, sobre la integración del hombre y la máquina (que me trae en mientes una lectura reciente: La máquina de Joseph Walser) sobre figuras como Chateubriand, Conrad, Swinburne, Thomas Browne, Diderot y las apreciaciones de éste, por ejemplo, sobre la ciudad de La Haya.

Lo que Sebald trae del pasado en las investigaciones y lecturas que lleva a cabo es la parte más negra de la historia, refiriendo episodios en los que los muertos se cuentan por millones y donde queda claro que aprendemos poco o nada de la historia. Lo curioso viene cuando estos genocidios no son ya solo humanos, sino que incluso se nos refiere la anécdota -es un decir- de una tormenta acaecida entre el 16 y 17 de octubre de 1987 que dejó en Inglaterra, entre otros muchos daños, un saldo de 15 millones de árboles muertos.

Cuando Sebald comienza hablando de Conrad para sin darnos cuenta estar escuchando a Marlowe, en El corazón de las tinieblas, ese tipo de transiciones tan sutiles, ese viajar en el tiempo y en el espacio tan ameno y placentero a la vez, convierte la literatura en manos de escritores como Sebald en puro gozo. Y si en vez de 300 páginas Sebald se hubiera remontado a lo Chateaubriand con unas 3000 páginas, o más, de memorias ultratúmbicas, pues tan a gusto, oiga.

Editorial Debate. 301 páginas. Año 2000. Traducción de Carmen Gómez y Georg Pichler

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